Su transformación desde una posición conservadora a la
denuncia del poder político, económico y militar. La fuerza de su testimonio y
de su compromiso. En síntesis, su estilo de vida y la forma brutal de su
muerte; el dolor no disimulado de centena de miles de salvadoreños y millones de
cristianos latinoamericanos, constituyen algunas de las razones que explican la
notoriedad de Monseñor Romero.
Monseñor Oscar Arnulfo Romero |
Sergio Ferrari / swissinfo.ch
La primera semana de febrero el Vaticano anunció la
decisión de avanzar rápidamente en la beatificación del obispo salvadoreño
Oscar Arnulfo Romero, dinamizando así un proceso interno de la iglesia iniciado
en 1994.
Este anuncio fue interpretado como una señal más del Papa
Francisco de cercanía hacia la Iglesia latinoamericana comprometida, de la cual
Monseñor Romero es una de sus figuras emblemáticas.
El 24 de marzo de 1980 Monseñor Romero fue asesinado
cuando culminaba una misa en el Capilla del Hospital de la Divina Providencia,
en la capital de El Salvador. Era el momento de la eucaristía. “Que este Cuerpo
inmolado y esta Sangre sacrificada por los hombres, nos alimente también para
dar nuestro cuerpo y nuestra sangre al sufrimiento y al dolor, como Cristo, no
para sí, sino para dar conceptos de Justicia y de paz a nuestro pueblo…”. En
ese instante de la alocución sonó el disparo que atravesó su corazón decretando
la muerte instantánea en el mismo altar donde oficiaba.
Más de 30 años después se conoció la identidad del
asesino, un sub sargento de la extinta Guardia Nacional. Marino Samayor Acosta
reconoció que la orden para el crimen la recibió del mayor Roberto d’Abuisson,
uno de los promotores de los escuadrones de la muerte y luego fundador del
partido ARENA (Alianza Republicana Nacionalista) que gobernó el país durante
veinte años hasta el 2009.
El impacto de matar a un obispo
“El asesinato de Monseñor Romero tuvo una repercusión
enorme, en Centroamérica, en Latinoamérica, en Europa, en el mundo entero. No
había precedentes en la historia contemporánea de un atentado de esta
naturaleza contra un alto prelado asesinado justo en el momento de la
consagración”, explica el periodista Jacques Berset a swissinfo.ch
Berset, quien durante años fue el jefe de redacción de la Agencia de Prensa
Internacional Católica, con sede en Friburgo, hoy integra el equipo de
Cath-Info. Es un fino analista de la realidad de El Salvador, país a donde ha
realizado varios viajes. El primero de ellos en 1984, el último en 2014, cuando
recorrió todas las diócesis del país.
Los “dos” Romero
El Obispo de San Salvador – y Vicepresidente de la
Conferencia Episcopal - había recibido varias amenazas a partir de inicios
de1977, cuando a los 60 años, vivió una transformación personal radical. Hasta
entonces, se auto-catalogaba como conservador y no renegaba de pertenecer a una
línea eclesial tradicional.
“Fue siempre un religioso honesto y cercano a la gente.
Sin embargo el asesinato en marzo de 1977 del sacerdote jesuita Rutilio Grande,
un íntimo amigo y estrecho colaborador, opera como detonante de un cambio
profundo en su posición”, subraya Berset. Rutilio Grande, identificado con la
Teología de la Liberación, promovía en la Parroquia de Aguilares las
comunidades eclesiales de base y la organización de los campesinos de la zona.
En apenas tres años Romero fue asumiendo posiciones
públicas que lo llevan a confrontar cada vez más al Gobierno de turno y a las
fuerzas armadas. “Paradójicamente cuando fue nombrado Arzobispo de San
Salvador, el 3 de febrero de 1977, la mayoría del clero, con fuerte inserción
en la base y compromiso social, no estuvo contento con su denominación. Y fue
la oligarquía salvadoreña la que festejó su nombramiento”, acota el periodista
de Cath-ch.
Prácticamente en ninguna homilía de esos tres últimos
años faltó una referencia directa a la situación política nacional y a las
vivencias sufridas y cotidianas de los sectores más marginados, la base de su
iglesia.
“Luchar por el reino de Dios… no es comunismo, no es
meterse en política. Es simplemente el Evangelio que le reclama al hombre, al
cristiano de hoy, más compromiso con la historia” subrayaba Romero el 16 de
julio del 1977. Haciéndose portavoz de la defensa de los derechos humanos de su
feligresía.
Y su tono fue, día a día, aumentando en intensidad. Hasta
denunciar abiertamente en febrero del 1980 a la oligarquía, “que defiende sus
mezquinos intereses…el control de la inversión, la agro-exportación y el
monopolio de la tierra”. O interpelar,
ese mismo mes, al mismo presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, James
Carter, por su política agresiva que
“agudiza la injusticia y la represión contra el pueblo organizado”.
La voz profética
Pero fue, sin duda, la homilía del día anterior a su
asesinato, el 23 de marzo de 1980, la que ejemplifica el nivel de compromiso
del prelado, según analiza Jacques Berset. Quien recuerda textualmente la orden
episcopal lanzada por el Obispo: “¡Cese la represión! Yo quisiera hacer un
llamamiento muy especial los hombres del ejército y en concreto a las bases de
la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles. Hermanos, son de nuestro
mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos…Ningún soldado está
obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios de “no matar”, exclamaba
Romero.
Un grito profético a la desobediencia civil en un momento
de intensa guerra civil, que luego de más de un década culminaría en 1992 con
los Acuerdos de Paz de Chapultepec dejando el terrible saldo de más de 100 mil
muertos, recuerda Jacques Berset.
Su transformación desde una posición conservadora a la
denuncia del poder político, económico y militar. La fuerza de su testimonio y
de su compromiso. En síntesis, su estilo de vida y la forma brutal de su
muerte; el dolor no disimulado de centena de miles de salvadoreños y millones
de cristianos latinoamericanos,
constituyen algunas de las razones que explican la notoriedad de
Monseñor Romero, explica Berset. Quien destaca, sin embargo, como el hecho
esencial, la “conversión rápida del obispo” que lo convirtió ,al morir, en “San
Romero de las Américas”, según la terminología popular. Un santo de la calle en
camino ahora a la beatificación oficial vaticana.
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Monseñor Romero
frente a un espejo
“No tengo miedo a morir, solo cierto temor prudencial,
pero no un miedo que me inhiba de trabajar…Dios está conmigo y si algo me
sucede, estoy dispuesto a todo”. Fue
una de las respuestas premonitorias del obispo salvadoreño a los periodistas
suizos Otto Honegger y Oswald Item, quienes solo cinco meses antes de su
asesinato lo entrevistaron para realizar
un film documental que ganaría luego el premio Unda Monte Carlo en 1980.
“No creo que hubo un cambio sustancial, más bien una
evolución”, afirma Monseñor Romero, respondiendo a otra pregunta que lo
interpelaba sobre su transformación personal. “De acuerdo a mi vocación he
pretendido ser siempre fiel en el servicio a la Iglesia y al pueblo…”. Para el
Obispo salvadoreño, su nueva sensibilidad fue producto, fundamentalmente, de las circunstancias violentas del contexto
en el que debía actuar. “Cuando llegué
al arzobispado estaban expulsando a sacerdotes… Poco tiempo después mataron al
Padre Rutilio Grande… que no era solo un colaborador sino un ejemplo de
fidelidad hasta la muerte. El impulso de él, por una parte, y la necesidad de
defender una iglesia tan perseguida hasta el asesinato de sacerdotes, me
impulsaron a una pastoral con más sentido de fortaleza en defensa de los
derechos de la iglesia y del hombre”, afirma el Obispo salvadoreño en ese ya
histórico film.
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