Si la OEA no se reforma morirá como un
dinosaurio, advirtió el guatemalteco Eduardo Stein, meses antes de declinar su
candidatura a la secretaría general del organismo. Muchos comparten ese
pronóstico. Sin embargo, mientras se desconozca para qué fines debe reformarse
no cabe decidir responsablemente qué deberá cambiarse, o si vale la pena
intentarlo.
Desde Ciudad Panamá
Hay quienes demandan una reforma
administrativa y presupuestaria que le dé mayor autoridad a la OEA para hacer
más de lo mismo. Una simétrica contrapropuesta la dan quienes piensan que más
vale darla por fallecida, una vez que sus funciones más sustantivas ya están
siendo mejor atendidas por la Unasur y la Celac. Y entre ambos extremos todavía
pueden proponerse otros enfoques, como lo intenta la propuesta que el candidato
Luis Almagro le presentó al Consejo Permanente de la OEA el pasado 18 de
febrero.
En 2005, luego de surgir varios
gobiernos progresistas en América Latina, se eligió un secretario general que
Estados Unidos no deseaba. Se abrió entonces una oportunidad de inflexión y en
los siguientes años en la OEA se dieron varias decisiones que Washington
hubiera querido evitar. Pero se eludió discutir la reforma del organismo y, en
el ínterin, América Latina y el Caribe avanzaron por su cuenta en robustecer
sus propias organizaciones regionales, que ya ocupan muchos espacios que antes
al viejo organismo panamericano monopolizó.
Ahora los plazos son menos holgados.
Este mes de marzo se elegirá nuevo secretario general y en abril se celebrará
la VII Cumbre de las Américas, la primera en que Cuba va a participar. Aunque
la reforma de la OEA no figura en sus agendas, a la elección del secretario la
calificarán su visión de los cambios por realizar y su capacidad para liderar
la negociación e instrumentación de esos cambios. A su vez, en la Cumbre la
cuestión subyacente será qué tipo de organización se desea y se aceptaría tener
en la siguiente etapa.
Por lo que toca a Estados Unidos, su
posición está fijada de antemano. Desde 2013, el tema de la OEA se rige por una
extraña ley “de reforma y revitalización” de ese organismo, adoptada por el
Congreso a propuesta de una comisión bipartidista de cuatro senadores dos anglosajones y dos
“cubanoamericanos” y promulgada por el
presidente Obama. Según esa normativa, la política de Washington respecto a la
OEA no la determina el Ejecutivo sino esa ley, lo que le posibilita a los
representantes estadunidenses negarse a cualquier propuesta que no se atenga a
su texto.
Esa ley le exige al Secretario de Estado
identificar el camino para “la adopción de reformas necesarias que prioricen y
refuercen la competencias centrales de la OEA”, que la propia ley define. Esta
son “el fortalecimiento de la paz y la seguridad, la promoción y consolidación
de la democracia representativa, la resolución de disputas regionales, la
asistencia y observación electoral, el fomento del crecimiento económico, la
cooperación para el desarrollo y la facilitación del comercio”. Además, se
menciona “la reflexión sobre la migración, el combate al tráfico ilegal de
drogas y el crimen trasnacional, y el apoyo al Sistema Interamericano de
Derechos Humanos”.
No obstante, el asunto principal de
dicha ley es el problema administrativo y financiero. Ella ordena establecer
“un enfoque que asegure que la OEA adopte efectivamente un proceso
presupuestario basado en resultados”, a fin de prescindir de las funciones que
no sean necesarias. Además, exige informar a las comisiones del Senado sobre
“los progresos de la OEA para adoptar e implementar” ese proceso y para
solicitar el pago de sus cuotas a los estados miembros. Como señaló el senador
Bob Menéndez, presidente del Comité de Relaciones Exteriores, por este medio
“se requieren urgentes reformas administrativas y financieras para fortalecer
la organización y asegurar su éxito en el futuro”. Es decir, para todos los
tiempos venideros.
En 2013 el gobierno norteamericano
previó destinar 51 millones de dólares a la OEA, más de la mitad de su
presupuesto, valorado en 83.3 millones. Aunque el Congreso aceptó aprobar la
cifra, los legisladores objetaron financiar una organización que se ha vuelto
indócil. Por lo tanto, legislaron fijándole condiciones y frenos.
Desde luego, la definición que la ley
estadunidense hace de las “competencias centrales” de la OEA es incompatible
con la visión estratégica que Almagro propone darle a organismo. Aun así,
conciliadoramente, su propuesta busca coincidir con las exigencias administrativas
y financieras de los congresistas norteamericanos. Ciertamente, es un hecho que
ese órgano necesita una drástica poda de atribuciones, misiones y personal.
Pero el problema es que la decisión de cuáles deberán depurarse o fortalecerse
depende de la visión estratégica que se adopte.
En todo caso, para América Latina y el
Caribe es inaceptable que las competencias y funciones de la OEA e incluso sus reglas presupuestarias las decida una ley del Congreso
norteamericano. Como tampoco es admisible que cualquier reforma de ese
organismo se conciba sin tener en cuenta que buena parte de dichas funciones y
competencias ahora son mejor ejercidas por otras organizaciones regionales que
incluso gozan de mayor legitimidad, como la Celac y la Unasur. Toca reconocer
ese cambio sin aspirar a una reconquista.
La promesa de que la nueva secretaría de
la OEA adoptará una política de mayor diálogo y complementación con las
organizaciones regionales y subregionales latinoamericanas y caribeñas está muy
bien, pero no basta. Esa reforma igualmente deberá considerar lo que constituye
la principal diferencia entre esos grandes organismos. La Celac representa a la
totalidad de las naciones latinoamericanas y caribeñas como, a su vez, la
Unasur a todas las suramericanas. En cambio, lo que distingue a la OEA es que
incluye a Canadá y Estados Unidos y, por ello, puede conformar un espacio
continental de diálogo y concertación Norte Sur. Ambas partes necesitan ese
espacio y es esto lo que puede ofrecerle un destino distinto al de los
dinosaurios.
Las demás atribuciones enumeradas por la
ley norteamericana -fortalecer la paz y seguridad regionales, promover y
defender la democracia, asistir y observar los procesos electorales, resolver
disputas regionales, fomentar la cooperación y el desarrollo económicos-, ya
son funciones que la Celac y la Unasur cumplen de modo eficaz. Y que, además,
en sus manos gozan de mejor aceptación que cuando se las toma la OEA, de la
cual aún queda tan mala memoria histórica.
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