sábado, 14 de febrero de 2015

Perecerás por tus virtudes

¿Qué haremos cuando la disyuntiva sea persistir en el modelo de consumo suntuario para una parte de la humanidad o salvar a la entera humanidad de un entorno catastrófico? ¿Qué pasará si nos toca escoger entre que la élite mundial mantenga su modelo derrochador o que toda la humanidad, incluidos ellos, sobreviva?

William Ospina / El Espectador (Colombia)

I

Nunca hubo basuras en el mundo antes de la Revolución Industrial. Las cáscaras de frutas, los desechos orgánicos, los trozos de madera y cristal, las limaduras de la piedra, los cadáveres de aves y de hombres, todas esas cosas saben volver al ciclo de la naturaleza. En la segunda mitad del siglo XIX, Walt Whitman celebró, en su admirable poema “Este estiércol”, la capacidad de la tierra de recibir miasmas y descomposiciones, y convertirlas de nuevo en frutas y en flores.

Pero justo en los tiempos en que Whitman entonaba ese salmo entusiasta a la capacidad de la naturaleza de recoger y renovar la materia viviente, había comenzado ya la época más peligrosa que la humanidad haya vivido: la era industrial, cuya principal característica es la de producir cosas que no vuelven al ciclo de la naturaleza.

Así como hubo una edad de Piedra, una edad de Bronce, una edad de Oro o una edad de Papel, como lo propuso Stanislas Lem en su libro Ciberiada, podríamos decir que ahora, por primera vez en la historia, y de una manera creciente, vivimos en una edad de Basura.

Los plásticos, las sustancias químicas derivadas de la industria, las emisiones masivas de gases tóxicos y de gases de efecto invernadero, los desechos industriales de detergentes y materias no biodegradables, no se reintegran o tardan mucho tiempo en descomponerse y volver a los ciclos de la vida.

París olía mal en la Edad Media, en las ciudades de Italia llovían a las calles líquidos pestilentes, en todas partes se quemaban maderas y carbones, pero nunca esas intervenciones humanas tuvieron la magnitud y la capacidad de alterar el entorno, de modificar seriamente el equilibrio terrestre.

El más grande peligro lo representaron los volcanes, como el Krakatoa, que a finales del siglo XIX arrojó 20 kilómetros cúbicos de vapores que lograron modificar el clima de algunas regiones, o como el terrible monte Tambora, que en 1815 arrojó 180 kilómetros cúbicos de azufre, cenizas y cristales al aire planetario, una nube que ennegreció el cielo sobre Indochina y Australia, y que al extenderse por el hemisferio norte impidió la llegada del siguiente verano.

Pero esos inviernos volcánicos eran poca cosa al lado de los inviernos y veranos que nos esperan, si algo más peligroso que los volcanes, la incesante labor de la industria, termina de alterar irreparablemente el clima del planeta. No se trata de pesimismo, ni de una alarma apocalíptica, como les gusta exclamar a los irresponsables; se trata de un peligro inminente, y los verdaderos optimistas somos los que todavía creemos que es posible detener esta carrera de estupidez y de sinrazón disfrazada de progreso y de racionalidad.

Hace 20 años publiqué un libro: Es tarde para el hombre, hecho más de intuiciones y presentimientos que de pruebas estadísticas, señalando cómo la sociedad del lucro, una noción equivocada del progreso, la transformación de todas las cosas en mercancías, el auge de la publicidad vendiendo un absurdo e inalcanzable modelo de derroche y opulencia, el crecimiento de las ciudades y la proliferación de basura industrial nos enfrentan al riesgo del fracaso de nuestro modelo de vida.

Ahora un documental que todos deberíamos ver: Home, filmado en 50 países, que ya ha sido visto por 500 millones de personas en todo el mundo y que ha sido traducido a 40 idiomas y difundido en más de 130 países, convierte en evidencias dramáticas esas cosas que yo advertía, y abunda en los datos estadísticos que entonces no podía dar a los diligentes contradictores que salieron a refutar, mes tras mes, durante varios años, los temores y las advertencias que había formulado en mi libro.

¿Es verdad que vivimos en un planeta en peligro? ¿Es verdad que se está derritiendo aceleradamente el hielo del Ártico? ¿Es verdad que se está calentando de un modo amenazante la atmósfera? ¿Es verdad que el derretimiento del permafrost de Siberia podría dejar escapar enormes depósitos de metano que desencadenarían procesos de calentamiento aún más severos? ¿Es verdad que estamos a las puertas de una escasez de agua de proporciones dramáticas? ¿Es verdad que los lechos de los océanos empiezan a estar saturados de desechos industriales? ¿Puede de verdad una sola especie producir efectos tan vastos sobre un planeta tan inmenso y alterar de un modo peligroso los equilibrios que hacen posible la vida?

De algún modo relieva la importancia de nuestra especie el que sea capaz de producir un desequilibrio a niveles cósmicos. Más aún si se advierte que lo que causa estas conmociones no es nuestra ignorancia sino nuestro conocimiento, no es ni mucho menos nuestra inactividad sino nuestra industria. Holderlin dijo que estamos llenos de méritos, pero que el ser humano no habita el mundo por sus méritos sino por la poesía. Y fue Nietzsche quien dijo que estamos llenos de virtudes, pero que pereceremos a causa de ellas.

Con cuánta alegría recibió la humanidad hace dos siglos las promesas del progreso, los halagos del confort, las bengalas de la sociedad del bienestar. ¿A quién no le gustó que tuviéramos limpias las casas, sin malezas los prados, sin plagas los campos, libres de pestes los cultivos, provistos los hogares de desinfectantes, de desmanchadores y de ambientadores?

El mundo se fue llenando de agroquímicos, de pesticidas, de perfumes sintéticos, de jabones, de detergentes, de plásticos, de máquinas, de artefactos tecnológicos, y la supremacía humana demostró que habíamos llevado nuestra ambición prometeica hasta casi conquistar poderes divinos.

Ahora todas esas cosas empiezan a volverse contra nosotros.

II

Durante siglos creímos que los recursos del planeta eran inagotables. Anduvimos por milenios al ritmo de los pasos, del caballo y del viento.

Nos ayudaban a avanzar, aquí la invención de la rueda, allí la invención de las velas, pero la energía que gastábamos era sobre todo la de nuestros brazos, del fuego elemental.

La llegada hace dos siglos de la Revolución Industrial desencadenó no sólo la explotación de grandes reservas de energía guardadas por millones de años, sino el desarrollo de recursos que potenciaron nuestra velocidad, nuestra capacidad de conocer, nuestro poder de transformar el mundo.

Todos esos inventos nos dieron un alto aprecio de nuestro saber y de nuestros méritos. ¿Cómo no sentirnos orgullosos de los vehículos en que nos desplazamos, de los aparatos con que nos comunicamos, de la cisterna de saber universal a la que acceden con un clic nuestros dedos, de la capacidad de combinación de datos que nos convirtió a todos en magos en su gabinete, dedicados a contemplar la maravilla planetaria?

Pero estos gabinetes luminosos podrían ser un equivalente virtual de la Caverna de Platón; cabe la posibilidad de que no estemos mirando más que sombras y reflejos, y que mientras tanto el mundo real se esté desvaneciendo en nuestras manos. Es como si la naturaleza se marchitara a toda prisa afuera mientras nosotros seguimos admirando sus extraordinarias fotografías.

Dicen los expertos que en el planeta hay siempre la misma cantidad de agua, pero que sólo un 3% del agua planetaria es agua dulce. Si alguna vez esa agua fue mucha para cientos de millones de seres humanos, empieza a ser poca para los siete mil millones que la bebemos hoy, y será menos para los diez mil millones que tendrán sed dentro de veinte años. Y nadie sabe hacer agua. Nadie podría desalinizar al ritmo de nuestro consumo las aguas marinas. Nadie podría hacerlas ascender hasta las montañas del mundo. Todavía el agua desciende hasta nuestros labios, salvo la de las fósiles cisternas que se están extenuando en Arabia, en la India, en Colorado.

Mientras los israelíes han logrado hacer fértiles algunas fracciones del desierto, lo más usual es que transformemos en desiertos los bosques biodiversos. Ya hemos convertido la isla de Borneo, que tuvo hasta hace treinta años una diversidad biológica comparable a la de Colombia, en una inmensa y desolada plantación de palma africana. Y estamos convirtiendo aceleradamente la selva amazónica en un campo de soya. La pregunta siguiente es si esa soya y ese aceite de palma son para alimentar a la humanidad. La respuesta es que no: la mitad de los alimentos que se producen hoy en el mundo son para alimentar a las máquinas y al gran capital.

Hoy nos rige el imperativo del crecimiento. Los economistas no saben hablar de otra cosa; consideran un dogma que la economía tiene que crecer, que la producción y el consumo tienen que crecer, aunque a lo único que podríamos llamar verdaderamente civilización es a un refinamiento de nuestras costumbres, no a una mera y grotesca acumulación de cosas.

Más vale que toda familia tenga una hermosa vajilla de porcelana que dure diez años, y no que tenga que usar y arrojar platos plásticos todos los días. Porque los plásticos no son baratos sino que lo parecen: lo único que hace que las bolsas con las que estamos asfixiando al planeta cuesten poco, es que no se está incluyendo en su valor el precio que tendrá que pagar el mundo para devolverlas al ciclo de la naturaleza, la deuda que les estamos dejando a las generaciones del porvenir, si es que les dejamos un mundo donde habitar.

Si se pagaran los precios reales, me temo que una bolsa plástica terminaría costando más que un diamante.

La teoría del crecimiento exige explotar más y más reservas de energía. Si alguien dijera que hay que parar en seco el modelo industrial, examinar seriamente qué es indispensable y qué es superfluo, muchos responderían que ello equivale a llevar al colapso a la humanidad, su agricultura, su industria y su supervivencia. “Al contrario —dirán—, necesitamos más energía, más producción, más consumo”.

Pero tenemos que preguntarnos si es verdad que la humanidad necesita cada vez más energía, si se justifica este desaforado crecimiento del consumo de carbón mineral, de petróleo, de electricidad y de energía atómica, que son el fundamento de la economía mundial. El sol y el viento en cambio pueden ser fuentes inagotables de energía limpia.

Tengo la certeza de que la mitad de la energía que se consume en el mundo no se invierte en la satisfacción de necesidades básicas de la humanidad, sino en la industria de los plásticos, en la industria de los vehículos, en la industria de los químicos, detergentes y pesticidas y en la industria de las armas. Esas son las industrias que más aportan al calentamiento del mundo, al envenenamiento del entorno, al crecimiento de las basuras inmanejables que hoy tienen un continente de plástico flotando en el Pacífico y una pesadilla de basuras cercando las áreas metropolitanas de todos los continentes.

Y aun si muchos productos de esa industria fueran útiles: ¿qué haremos cuando la disyuntiva sea persistir en el modelo de consumo suntuario para una parte de la humanidad o salvar a la entera humanidad de un entorno catastrófico? ¿Qué pasará si nos toca escoger entre que la élite mundial mantenga su modelo derrochador o que toda la humanidad, incluidos ellos, sobreviva?

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