Para que la OEA pueda darse una función
propia reconocida y aceptada es preciso podarla, reorganizarla y trasladarla a
una ubicación geográfica más anfictiónica, esto es, más equilibradamente universal
que la que Washington DC -con su pesada
carga semántica- puede ofrecer.
Nils Castro / Para Con Nuestra
América
Desde Ciudad Panamá
Pronto la OEA deberá elegir nuevo
secretario general. Sin embargo, ni siquiera el único candidato, el canciller
uruguayo Luis Almagro, anticipa el próximo futuro de la organización, pese a
que más de la mitad de los países miembros le han prometido el voto. “Los
únicos números que cuentan son los del día de la elección, o sea que tenemos
que esperar al 18 de marzo”, declaró hace unos días. No obstante, ese es el
menor de los problemas. Las incertidumbres de la pasada elección parecen
olvidadas; Almagro no tiene contrincante
y goza del buen nombre que da haber sido canciller de José Mujica.
La cuestión más relevante no es quién
será electo, sino cómo él prevé enrumbar los cambios que la OEA requiere, y si
está preparado para reunir fuerzas y dirigir la tarea. Porque las
circunstancias han cambiado mucho y repetir las anteriores actuaciones
conllevaría un fiasco probablemente irreparable.
Hace apenas once años, Estados Unidos
aún capitaneaba esa nave su nave como quien surca un lago de rosas. En la 34ª
Asamblea General hizo elegir al ex presidente Miguel Ángel Rodríguez, de Costa
Rica, como asunto de rutina. Pero el siguiente año Rodríguez renunció al cargo,
acusado en su país de corrupción. Y tras lo que enseguida ocurrió, Washington
ya no pudo ignorar que en la región nada volvería a ser como antes, incluso en
el organismo panamericano.
En 2005, al repetir la elección, hubo
tres candidatos: en primer término el ex presidente Francisco Flores, de El
Salvador, a todas luces el preferido del Departamento de Estado. Además, el
canciller Ernesto Derbez, del conservador gobierno mexicano. Y asimismo José
Miguel Insulza, canciller de un gobierno socialista a la chilena. Flores no
logró consenso ni en el grupo centroamericano y debió hacer mutis (con lo cual
a Estados Unidos no le fue del todo mal, ya que al cabo también él iría a la
cárcel por corrupción).
Quedaron dos: Derbez, ostensiblemente
favorecido por el más poderoso miembro de la entidad, e Insulza, quien sin que esa fuera la intención de su
gobierno pasó a representar la indocilidad
de América Latina. Aunque Washington invirtió todos sus recursos diplomáticos,
cinco rondas de votación quedaron en empates. Finalmente Derbez desistió y
algunos personeros latinoamericanos negociaron con el Departamento de Estado la
aceptación de Insulza.
Si bien Estados Unidos había perdido la
facultad de gobernar la OEA a su gusto, Latinoamérica aún tuvo que cabildear el
reconocimiento de la mayoría democrática que ella representa. Sin que todavía
existiesen la Unasur ni la Celac, aquel fue un punto de viraje, aunque algunos
de sus protagonistas no lo percibieran.
Tratándose de un organismo con sede en
Washington, que desde su origen opera gracias al subsidio económico
norteamericano y que padece una grave hipertrofia burocrática, el secretario
Insulza buscó ganar la confianza de sus anfitriones, atender la administración
de la casa y lo más complicado sortear diez años políticamente difíciles;
no solo por la emersión de una nueva época en América Latina y sus relaciones
con Estados Unidos, sino por la subsiguiente contraofensiva regional de las
derechas.
Durante el período hubo fuertes
atentados a la democracia y peligrosas tiranteces entre países de la región:
golpes reaccionarios en Honduras y Paraguay e intentonas golpistas en Venezuela
y Ecuador, así como tensiones militares entre Colombia y estos dos países; además,
las ambiguas conductas norteamericanas acerca de cada uno de esos hechos.
La respuesta de la OEA a tales
acontecimientos resultó floja, para decir lo menos. Solo la intervención de
algunas personalidades latinoamericanas, y la irrupción de las primeras
gestiones políticas y diplomáticas de la Unasur impidieron que la suma de todo
ello degenerase en situaciones comparables a las de ciertas áreas del norte
africano.
Ello obliga a preguntar cuál ha de ser
el papel de la OEA en una región que ya no volverá a ser la misma y donde aún
están por aflorar otros retos no menos riesgosos, ni menos prometedores. Sobre
todo después de que la Unasur y la Celac ya han asumido sus propios papeles y
de que -gracias a la segunda- la
exclusión de Cuba se canceló.
Esta es la parte medular de la situación
de la cual Luis Almagro deberá hacerse cargo, si el próximo 18 de marzo queda
como prevemos.
¿Qué tiene y puede aportar la OEA que le
falte a esas otras dos organizaciones? Solo la presencia de Estados Unidos y Canadá
y, en esa medida, la posibilidad de subsistir como un foro de diálogo y
acuerdos entre los gobiernos del Norte y los del Sur del Continente. A nivel de
cancilleres regularmente, a nivel de las áreas temáticas que se convenga, y a
nivel de cumbres de mandatarios cuando se considere que hay materia y
disposición para realizarlas provechosamente.
Vistas desde este enfoque, todas las
demás dependencias, atribuciones y costos de la OEA están de más. Es decir,
para que ella pueda darse una función propia reconocida y aceptada es preciso
podarla, reorganizarla y trasladarla a una ubicación geográfica más
anfictiónica, esto es, más equilibradamente universal que la que Washington
DC -con su pesada carga semántica- puede ofrecer.
Lograrlo será el papel del próximo
secretario general, si asume el cargo para desempeñarlo significativamente,
como líder y organizador de esa transformación. Pero si lo acepta para repetir
el modelo de sus antecesores será un fiasco, poco honroso para él ni su país, y
nada útil para ese organismo continental.
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