La Universidad no sabe hacia dónde
encaminarse –y tiende espontáneamente a replegarse sobre sí misma hasta el
riesgo de asfixia-, como no lo sabe la Nación, porque el Estado ha dejado de
cumplir la función de representante del interés general de nuestra sociedad.
Guillermo
Castro H. / Especial para Con Nuestra américa
Desde Ciudad Panamá
La discusión sobre el Gobierno de la
Universidad de Panamá está íntimamente asociada a la que demanda el Gobierno
del país. La dificultad para encararla en estos términos se hace aún mayor
cuando los medios de comunicación informen sobre la Universidad y el Gobierno
de un modo que busca exacerbar los conflictos entre personas, antes que para
discutir las ideas que puedan estar en pugna, convirtiéndose así en verdaderas
armas de distracción masiva.
En el caso de la Universidad de Panamá,
por ejemplo, esto acentúa la percepción de que la contradicción principal
radica en quién ocupa la Rectoría, cuando habría que buscarla en la pérdida de
vinculación de la Universidad con el país al que debe servir de centro de
producción y debate de conocimientos sobre sí mismo, y sobre sus desafíos y
oportunidades en el mundo contemporáneo.
Este problema se agrava, además, porque el Estado nacional ha venido a
reducir su relación con la Universidad a la de un mero proveedor de fondos de
funcionamiento, y no está -desde hace mucho- en capacidad ni disposición de
proporcionar un marco de relación correspondiente a una visión del desarrollo
nacional que vaya más allá de proporcionarle al mercado los subsidios y la
protección legal que necesita para funcionar a su libre arbitrio.
No es de extrañar, así, que el sistema
nacional de educación superior tienda cada vez más a convertirse en un mercado
de servicios académicos de formación profesional. En ese mercado convergen como
si fueran iguales entidades públicas y privadas, y son las primeras, con sus
intereses legítimamente particulares, las que imponen su lógica y sus demandas
a las segundas, cuyos intereses sólo puede ser legítimos en la medida en que sean
nacionales. En una situación como esta, la Universidad no sabe hacia dónde
encaminarse – y tiende espontáneamente a replegarse sobre sí misma hasta el
riesgo de asfixia -, como no lo sabe la Nación, porque el Estado ha dejado de
cumplir la función de representante del interés general de nuestra sociedad.
En estas circunstancias, el orden de
cosas vigente en el país y en sus instituciones, origen de los problemas que
nos aquejan, tiende inevitablemente a aislar a la Universidad de su entorno.
Distinta sería – y será – la situación cuando el tema de las relaciones entre
la Universidad y la sociedad sea llevado a la sociedad misma, saliendo del
campus para debatirlo con organizaciones sindicales, profesionales,
empresariales, comunitarias y con el propio Estado, además de hacerlo con todos
los estamentos universitarios, como es natural.
Para algunos, esto puede parecer un
riesgo político excesivo. Y, sin embargo, el riesgo puede ser mucho mayor si no
se entiende que si no se resuelve el problema por esa vía a partir de la
alianza de los universitarios con los sectores más sanos de nuestra sociedad,
la solución quedará en manos de los sectores más retrógrados de nuestra vida
nacional, para mal del país entero.
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