sábado, 15 de julio de 2023

Re-paso

 La crisis ambiental se ha constituido ya en el eje que articula el conjunto de los problemas del desarrollo económico, social y político de nuestra especie a escala planetaria.

Guillermo Castro H. / Especial para Con Nuestra América
Desde Alto Boquete, Panamá


“La mayor parte de los hombres ha pasado dormida sobre la tierra.  Comieron y bebieron; pero no supieron de sí. La cruzada se ha de emprender ahora  para revelar a los hombres su propia naturaleza, y para darles, con el conocimiento de la ciencia llana y práctica, la independencia personal que fortalece la bondad y fomenta el decoro y el orgullo de ser criatura amable y cosa viviente en el magno universo”.

José Martí[1]

 

La crisis ambiental que padecemos no surgió de súbito. Es el resultado de una acumulación sinérgica de factores, que van desde variaciones naturales en la composición y la temperatura de la atmósfera hasta el impacto acumulado de la actividad humana, sobre todo a lo largo de los últimos tres siglos.

 

Este proceso ha tenido ya, y seguirá teniendo, vastas implicaciones culturales. Así, por ejemplo, la contaminación ambiental y el desarrollo sostenible han pasado a ser temas relevantes de orden político y económico, tras haber sido por décadas problemas de interés marginal para pequeños grupos de científicos y activistas. 

 

De hecho, la crisis ambiental se ha constituido ya en el eje que articula el conjunto de los problemas del desarrollo económico, social y político de nuestra especie a escala planetaria. El concepto de ambiente, por ejemplo, designa al resultado de la interacción entre sistemas naturales y sociales a lo largo del tiempo. 

 

La especie humana, por supuesto, participa de esta interacción universal. Lo que la distingue del resto de las especies es que ellas se limitan a utilizar los recursos presentes en su entorno natural, mientras la nuestra transforma ese entorno para incrementar el acceso a ciertos recursos - y eliminar o reducir la presencia de otras especies - mediante procesos de trabajo socialmente organizado. 

 

La transformación de bosques en bananales o en pastizales es un ejemplo característico de este rasgo distintivo de los humanos en Panamá. Otro es la transformación del agua libre de los ríos en un recurso para producir electricidad, o la de manglares y tierras agrícolas en áreas urbanas y de cultivo.

 

Esta interacción entre sistemas naturales y sociales opera a partir de un constante intercambio de energía y materia. Así, los humanos – como cualquier otra especie - extraen recursos y devuelven desechos al sistema natural, en el cual son procesados y utilizados por otras especies en un proceso constante. 

 

Sin embargo, cuando la producción de desechos por los humanos – y en particular de aquellos que son tóxicos para otras especies – sobrepasa la capacidad de procesamiento del sistema natural, éste colapsa y tiende a reorganizarse en términos inadecuados para el desarrollo de nuestra especie. A ese colapso se le llama ruptura del metabolismo sociedad / naturaleza, como mecanismo generador de la crisis socioambiental.

 

Aquí cabe abordar el carácter impreciso del concepto de desarrollo. Para Donald Worster, por ejemplo, el desarrollo es un concepto claro y preciso en ciencias naturales, donde designa el proceso de formación, maduración y muerte de un organismo. Importado a las ciencias sociales, en cambio, designa el proceso de formación y maduración de un organismo socioeconómico -como el mercado mundial, por ejemplo- pero excluye del análisis la muerte de ese organismo.[2]

 

Así entendido, el desarrollo se identifica sobre todo como un proceso natural – que no histórico – de crecimiento económico sostenido, cuya unidad de medida fundamental es el llamado Producto Interno Bruto. Sin embargo, desde una perspectiva socioambiental, ese crecimiento es una condición necesaria pero no suficiente para el desarrollo de la especie que somos, que se expresa en el de cualidades sociales, culturales y de salud que nos distingue, sin las cuales el crecimiento económico tendería a estancarse y aun detenerse.

 

Así las cosas, la crisis que encaramos hoy nos plantea en primer término, ya, el problema de la sostenibilidad de nuestro propio desarrollo como especie. Desde aquí cabe entender que - si nuestra especie produce su propio ambiente dentro de la naturaleza mediante el trabajo socialmente organizado -, podemos generar un ambiente distinto si organizamos de manera diferente los procesos de trabajo que nos vinculan con nuestro entorno natural. 

 

Esto, en breve, significa que si deseamos un ambiente distinto ya es necesario construir sociedades diferentes. No se trata de una competencia entre las capacidades de distintos sistemas económicos para un mismo tipo de crecimiento sostenido. Lo necesario, hoy, ya, consiste en identificar las transformaciones que demandan los sistemas socioambientales que han generado la crisis para convertirse en el medio para encararla trascendiendo los fines que hasta ahora han determinado su racionalidad, y establecer los medios que demanda la del desarrollo humano.

 

Esos medios no son exclusivamente de corte tecnológico o económico en sentido estrecho. En una importante medida han de ser de orden cultural, esto es, capaces de expresar y sustentar el ejercicio político de una visión del mundo dotada de una ética correspondiente a su estructura. Para decirlo desde Martí, en esos medios tendrán que coincidir la fe en el mejoramiento humano, en la utilidad de la virtud y en la necesidad de luchar por el equilibrio del mundo.

 

A ese respecto, el proceso de construcción de la diferencia que necesitamos bien podría atender a aquellos cuatro principios rectores de la labor de evangelización que nos ofreciera el papa Francisco años atrás.[3] Allí se refería a la superioridad del tiempo sobre el espacio, la unidad sobre el conflicto, de la realidad sobre la idea y del todo sobre las partes. El conjunto, por supuesto, conforma una unidad. Aquí quisiéramos referirnos a dos de sus elementos.

 

Para Francisco, en lo que se refiere al vínculo entre el tiempo y el espacio existe “una tensión bipolar entre la plenitud y el límite”. El tiempo, dice, “ampliamente considerado”, hace referencia 

 

a la plenitud como expresión del horizonte que se nos abre, y el momento es expresión del límite que se vive en un espacio acotado. Los ciudadanos viven en tensión entre la coyuntura del momento y la luz del tiempo, del horizonte mayor, de la utopía que nos abre al futuro como causa final que atrae. De aquí surge un primer principio para avanzar en la construcción de un pueblo: el tiempo es superior al espacio.

 

Comprender esto, añade, ayuda a entender que “uno de los pecados que a veces se advierten en la actividad sociopolítica consiste en privilegiar los espacios de poder en lugar de los tiempos de los procesos.” Al respecto, dice,

 

Darle prioridad al espacio lleva a enloquecerse para tener todo resuelto en el presente, para intentar tomar posesión de todos los espacios de poder y autoafirmación. Es cristalizar los procesos y pretender detenerlos. Darle prioridad al tiempo es ocuparse de iniciar procesos más que de poseer espacios. El tiempo rige los espacios, los ilumina y los transforma en eslabones de una cadena en constante crecimiento, sin caminos de retorno. Se trata de privilegiar las acciones que generan dinamismos nuevos en la sociedad e involucran a otras personas y grupos que las desarrollarán, hasta que fructifiquen en importantes acontecimientos históricos. Nada de ansiedad, pero sí convicciones claras y tenacidad.

 

Y agrega: “A veces me pregunto quiénes son los que en el mundo actual se preocupan realmente por generar procesos que construyan pueblo, más que por obtener resultados inmediatos que producen un rédito político fácil, rápido y efímero, pero que no construyen la plenitud humana.” 

 

A esta relación entre el tiempo y el espacio se corresponde aquella que existe entre la realidad y la palabra. Aquí, dice Francisco, también existe una tensión bipolar, que requiere un diálogo constante entre ambas, para evitar que la idea “termine separándose de la realidad.” Y añade algo ya denunciado por Martí, que los intelectuales de nuestra América conocemos bien: “el reino de la sola palabra, de la imagen, del sofisma” tiene peligros para la acción social encaminada a transformar el mundo. Por eso considera necesario plantear que “la realidad es superior a la idea", porque ello supone 

 

evitar diversas formas de ocultar la realidad: los purismos angélicos, los totalitarismos de lo relativo, los nominalismos declaracionistas, los proyectos más formales que reales, los fundamentalismos ahistóricos, los eticismos sin bondad, los intelectualismos sin sabiduría.

 

Lo que realmente convoca, añade, no son “idealismos y nominalismos ineficaces, que a lo sumo clasifican o definen”, sino “la realidad iluminada por el razonamiento.” Aquellos dirigente políticos y religiosos que se preguntan “por qué el pueblo no los comprende y no los sigue, si sus propuestas son tan lógicas y claras”, probablemente “se instalaron en el reino de la pura idea y redujeron la política o la fe a la retórica”, mientras otros “olvidaron la sencillez e importaron desde fuera una racionalidad ajena a la gente.”

 

De eso trata la cruzada a que convocan nuestros tiempos.

 

Alto Boquete, Panamá, 14 de julio de 2023

 



[1] La América, Nueva York, mayo de 1884. Reproducido en Obras completas. Volumen VIII. La Habana: Editorial Nacional de Cuba, 1963. 288-92. http://www.ensayistas.org/antologia/XIXA/marti/marti3.htm

[2] Al respecto, por ejemplo, “La fragilidad del desarrollo sostenible”, en Transformaciones de la Tierra. Universidad de Panamá y Fundación Ciudad del Saber. Colección Agenda del Centenario, Panamá, 2003.

[3] Francisco / Evangelii Gaudium http://www.aciprensa.com/Docum/evangeliigaudium.pdf

 

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