sábado, 30 de agosto de 2025

Servicios ambientales y privatización de la naturaleza

 Con el desarrollo del proceso de privatización y mercantilización de los bienes de la naturaleza, sus valores y funciones, se comienza a establecer el mercado de servicios ambientales, ignorando por completo la profunda vinculación de las comunidades locales e indígenas con los ecosistemas en que viven y de su conservación y mantenimiento.

Pedro Rivera Ramos/ Para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá

No hay duda que los ecosistemas del planeta se han venido modificando y gestionando con el fin de satisfacer determinadas necesidades humanas. Es por eso que muchas de las decisiones que hoy asumen millones de personas en el mundo suelen impactarlos, lo que provoca a menudo el deterioro de la biodiversidad, generando al mismo tiempo, costos sociales importantes que ponen en peligro su capacidad, para seguir sosteniendo sus funciones y procesos esenciales. 
 
Estos cambios esencialmente ambientales, se empezaron a experimentar desde el mismo origen de la agricultura, como consecuencia directa de la interacción creciente de las personas con su entorno natural, lo que aceleró el ritmo que ha adquirido la extinción de especies vegetales y animales que, aun siendo un proceso normal y natural, ahora ha crecido peligrosamente por la acción descontrolada de los seres humanos.
 
Reflexionar sobre todo esto es muy importante, toda vez que existe una relación muy estrecha y hasta dependiente, entre el funcionamiento de los ecosistemas terrestres y las decisiones de las personas que impactan en los entornos naturales, lo que a su vez también termina por afectar el bienestar humano en general. De allí que resulte muy necesario conocer, estudiar y comprender, las funciones y procesos ambientales y ecológicos que tienen lugar en la naturaleza, como una forma de preservar las especies y los ecosistemas, garantizando así, que los mismos puedan seguir, por un lado, existiendo y por el otro, realizando sus actividades básicas.
 
Esto viene a explicar porqué desde finales de la década de los 60, aumentaron los estudios y las observaciones de las graves transformaciones que sufría el ambiente, a través de una pérdida notable de los componentes de la biodiversidad; fenómeno que comprometía de ese modo, la capacidad del planeta para continuar suministrando los recursos necesarios, que garantizaran el bienestar de las sociedades. Y es que el desequilibrio ambiental causado por la depredación del ser humano sobre la naturaleza, ha venido provocando no solo la extinción de especies de flora y fauna, sino también la alteración de los ciclos naturales del planeta, lo que afecta de manera directa la vida humana. Hoy es muy fácil en muchas regiones del mundo, detectar la pérdida de las áreas naturales como consecuencia de la tala indiscriminada, el avance de la frontera agrícola y la sobreexplotación de recursos   naturales.
 
Como ya hemos expresado, entre las muchas funciones que cumplen los ecosistemas se encuentran las que garantizan la producción de bienes y servicios, importantes para la vida de los seres humanos. Entre ellas están el aprovisionamiento de alimentos, agua limpia, materiales de construcción y combustibles; así como el mantenimiento de los recursos genéticos vegetales y animales, moderación o regulación de sequías e inundaciones, formación y renovación de la fertilidad de los suelos, entre otras. 
 
Estas funciones, procesos y prácticas que desarrollan los ecosistemas, han sido responsables en gran parte, del desarrollo económico alcanzando por las naciones, a costa del deterioro y degradación de las áreas naturales. Sin embargo, para justificar políticas depredadoras contra el ambiente, suelen culpar con cierta frecuencia, a las poblaciones indígenas y comunidades locales de la destrucción de los bosques y de la riqueza de la biodiversidad, cuando estos grupos han sido y son los verdaderos custodios de la conservación de su entorno y el uso sustentable de la biodiversidad existente durante muchísimos años.
 
Toda la humanidad ha de reconocer que los recursos naturales son fuente valiosa de bienes, e indispensables para garantizar la protección de la biodiversidad, el agua, el suelo, los bosques, la resistencia a desastres naturales y la lucha contra el cambio climático. Pero este reconocimiento debe llevarnos a su vez, a mostrar sincera preocupación por los signos de agotamiento y deterioro que experimentan y que ponen en peligro real el sostenimiento de toda la vida sobre la Tierra.
 
De modo que los ecosistemas planetarios permiten a los seres humanos satisfacer una serie de necesidades, como alimentación, abrigo, combustibles, recreación, esparcimiento y otras. Pero su equilibrio y sostenibilidad está en peligro, por los impactos ambientales que sobre ellos producen el cambio de uso del suelo, la destrucción del hábitat, el deterioro de los recursos naturales y la generación de desechos. Esto ha servido para considerar que como esos procesos y funciones ambientales que realizan los ecosistemas, son bienes comunes por cuyo uso y disfrute no se paga, lo que permite la sobreexplotación y que la sociedad no perciba su importancia para su bienestar y supervivencia, deben tener asignado un valor y un precio para su conservación y mantenimiento.
 
Todo este afán por apropiarse de la naturaleza y sus bienes, comenzó con una ola mundial de privatización a principios de los años 80, donde nada quedaba fuera. La educación, la salud, la vivienda, el agua, la electricidad y el transporte, dejaron de ser competencia exclusiva del Estado y pasaron a estar en manos privadas. Ya desde la Ronda del GATT en Uruguay en 1994, se buscaba por los Estados Unidos, sobre todo, crear un marco legal a través de patentes para apropiarse de los seres vivos y del conocimiento contenido en ellos: semillas, plantas, genes, microorganismos, pasaron a formar parte de la propiedad intelectual. Aun así, esto no permitía apropiarse de todo. 
 
Quedaban por fuera los minerales, el agua, el oxígeno, la purificación del aire, la regulación atmosférica y del clima. Para resolver la complejidad que entrañaba su apropiación, se les ocurrió que como los seres humanos lo único que cuidan es su propiedad, los bienes de la naturaleza, por tanto, deberían pertenecer a alguien que solo así los cuidaría, lo que detendría la contaminación, degradación y sobreexplotación ambientales, mejorando a la postre, el bienestar de las personas y el disfrute de ellos por un tiempo más prolongado.
 
A partir de allí han convertido al planeta en una gigantesca esfera, que alberga un capital natural donde todo lo existente en él puede ser privatizado, explotable y transable. Fue precisamente el Banco Mundial una de las primeras organizaciones que usaron el término capital natural en el año 1993, para abarcar con él toda la naturaleza que existe en el planeta. Cuatro años más tarde, en 1997, se comenzó a usar los conceptos de servicios ambientales o ecosistémicos. Nacería así la privatización de las áreas naturales en forma de reservas biológicas, áreas protegidas, santuarios y toda la justificación ideológica sobre los conceptos de servicios ambientales, naturales o ecosistémicos. 
 
Desde ese momento en cada minuto de nuestras existencias, estamos no siempre disfrutando de un derecho, sino, muchas veces, recibiendo un servicio ambiental, que implicaría a lo largo de la vida, un acto de consumo obligado. Es decir, que de la mano de la biotecnología llegaron los mecanismos de mercado como la propiedad intelectual a los seres vivos y toda la fuente interminable de riquezas que representan. A esto se le sumaron la posibilidad de vender ausencias de inundaciones, de sequía o temperaturas extremas. Parece absurdo, pero no lo es.
 
Los servicios ambientales responden a un enfoque de la conservación de la diversidad biológica, desde la óptica del mercado y el neoliberalismo. Ha sido promovido por organismos internacionales, como el Banco Mundial, así como por agencias de consultores ambientales y algunas grandes organizaciones conservacionistas. Suelen ser presentados como altamente beneficiosos para preservar el medio rural y reducir las emisiones de carbono; definiéndolos como todos aquellos procesos, funciones, servicios y bienes, que realizan los ecosistemas o la biosfera de manera directa o indirecta y a los que se les puede fijar mediante una valoración ecológica o ambiental, un costo de mantenimiento para determinar así un precio por su uso o disfrute. También se aduce que de su estado y funcionamiento depende en gran medida, la magnitud y la calidad de vida de las sociedades humanas.
 
Con el desarrollo del proceso de privatización y mercantilización de los bienes de la naturaleza, sus valores y funciones, se comienza a establecer el mercado de servicios ambientales, ignorando por completo la profunda vinculación de las comunidades locales e indígenas con los ecosistemas en que viven y de su conservación y mantenimiento. Aspecto éste último que tampoco fue considerado, cuando hace algunos años los servicios ambientales, pasaron a formar parte de las negociaciones en el ámbito de los servicios de la OMC. Su sola incorporación bajo el calificativo de servicios y no como funciones y procesos ambientales, que es lo que realmente son, dejaban implícito la necesidad de pagar por ellos cada vez que se usaban o disfrutaban.
 
No obstante, las iniciativas en torno al impulso de servicios ambientales y a la protección de áreas naturales protegidas, necesitan que se establezca con claridad la distribución de responsabilidades y beneficios de esos llamados servicios, sin menoscabar el reconocimiento de los derechos territoriales de los pueblos y comunidades que allí viven. Asunto bastante difícil, cuando vivimos en un mundo donde los poderes constituidos responden primeramente a los fuertes intereses corporativos y al modelo económico y político prevaleciente.
 
En el mercado de servicios ambientales participan sobre todo o únicamente, los que tienen capital de inversión y la información sobre la competencia en ese mercado y no los que carecen de conocimientos para entrar en ese negocio. Por eso es que las agendas de muchas organizaciones conservacionistas, suelen estar muy distantes de las agendas de los pueblos indígenas y las comunidades locales, porque difieren en el enfoque de la protección de los recursos naturales. Dentro de ese mercado no solo hay gobiernos y algunos líderes de comunidades, sino muchas ONGs locales e internacionales que se identifican como ambientalistas que han abrazado con gran fuerza la venta de servicios ambientales. Así mismo están bancos como el Banco Mundial, fundaciones como la de Rockefeller y Ford, organismos de la ONU como PNUMA, FAO y PNUD. Todos con un mismo propósito: avanzar con rapidez en la creación de un marco legal, financiero e institucional, que haga posible que este mercado funcione y prospere.
 
Este escenario que presupone el mercado de los servicios ambientales para los bosques, en los que viven la mayoría de las comunidades rurales e indígenas de América Latina, es percibido como una amenaza a sus derechos territoriales y una fórmula legal que han encontrado para marginarlos y expulsarlos de sus territorios ancestrales, con una destrucción de sus medios de vida y con un proceso caracterizado por la extracción de recursos naturales, con todo el  daño forestal y  ambiental que eso implica. Porque a pesar de la importancia que se les conceden a los bosques en la mitigación del cambio climático y como fuente de bienestar para las sociedades, siguen siendo degradados y deforestados en casi todos los rincones del planeta.
 
El concepto de proteger determinadas áreas del medio rural surgió a fines del siglo XIX en Europa y los Estados Unidos, donde prevalecía el criterio de que para preservar la naturaleza había que mantener a los hombres alejados o separados de ella. En este afán de proteger a la naturaleza no solo se involucraron los Estados, sino que también apareció la iniciativa privada a través de empresarios nacionales y extranjeros.
 
El término servicios ambientales se usó por primera vez en el Estudio de Problemas Ambientales Críticos de 1970 por Mooney y Ehrlich. Pero fue Westman que se refirió explícitamente al valor que se le podía asignar a los servicios que proporcionaba la naturaleza. No obstante, se dice que, en la Antigüedad, el filósofo griego Platón se comenzó a preocupar y a interpretar la relación entre seres humanos y entorno natural.  Lo cierto es que este concepto se ha ido popularizando a tal grado que comenzó a aparecer en documentos de organismos internacionales como el Banco Mundial, ONGs, empresas e instituciones gubernamentales y sociales. Esto ha sido posible porque responde perfectamente con el contexto actual, donde todos los bienes de la biodiversidad son susceptibles de mercantilizarse y donde el Convenio sobre la Diversidad Biológica y la Convención Marco sobre el Cambio Climático han contribuido con su justificación y peor aún, con su fortalecimiento.
 
Y es que fue en el seno del Convenio de Diversidad Biológica donde se empezó a hablar sobre el acceso a los recursos genéticos y la repartición equitativa de beneficios. Desde allí se iniciaron negociaciones para encontrar mecanismos, para legalizar la comercialización de los recursos naturales y sentar las bases de lo que serían la biopiratería, la bioprospección y el ecoturismo. En el caso de la biopiratería, se estaría hablando de propiedad intelectual sobre formas de vida no creadas por el ser humano, sino despojadas de comunidades locales sin permiso. Así se puso en el mercado los genes, las especies y los ecosistemas, pilares fundamentales de la biodiversidad y así se empezó a justificar el beneficio económico, como una forma de retribución por los daños que se les causen a los llamados “servicios” ambientales.
 
En resumidas cuentas, desde principios de la década de los 90 y, sobre todo, después de la Cumbre de la Tierra en 1992, que colocó a las preocupaciones de la ecología y el ambiente en lugares cimeros, comenzó un proceso de resignificación de determinadas áreas de la naturaleza y del medio rural, por su atractivo estético y sus atributos paisajísticos y ecológicos, que calificaban bajo la óptica del capital para ser declaradas como áreas protegidas.
 
Este proceso es cónsono con un capital siempre ávido por encontrar nuevos valores de uso social, para bienes que como los de la biodiversidad, son susceptible de incorporar al mercado y a la dinámica capitalista. Estos bienes pasaron a tener una transformación en mercancías y una valoración económica, basándose en la necesidad de su sostenibilidad y la protección de los entornos naturales. 
 
Las áreas donde mayor impulso han tenido los servicios ambientales se encuentran en la captura del carbono, la conservación de la biodiversidad y el paisaje. Más en concreto, se refieren a “servicios” como el suministro y calidad del agua, la eliminación de desechos, la conservación de los ciclos biológicos, la belleza del paisaje, el significado cultural de algunas áreas, el ecoturismo, y otros servicios vitales de los ecosistemas. Todos, para disminuir la oposición a los mismos, son presentados como proyectos importantes para el desarrollo de las comunidades locales. Suelen estar amparados en planes de manejo que limitan el acceso a las áreas naturales, impidiendo casi siempre cualquier extracción o intervención. 
 
Cada proyecto de estos se traduce en toneladas de carbono capturadas que serán vendidas por el financiador, mientras en el caso del turismo, las mayores ganancias se las llevan las empresas turísticas. A las comunidades locales o poblaciones indígenas les quedan los impactos: pierden el control sobre parte de su territorio que históricamente habían controlado, crece el endeudamiento y son sujetos de multas o arrestos, si no cumplen con las normas del plan de manejo. Por eso la conservación de las áreas protegidas es un proceso no solo biológico y ecológico, lo es también en gran medida político y social.
 
Con mucha frecuencia se afirma que el concepto de Pago por Servicios Ambientales (PSA), nació para incentivar la financiación de inversión en la preservación y mantenimiento de las áreas rurales, en la restauración ambiental de los ecosistemas ante los daños e impactos causados, así como para la protección o cambios en las prácticas de los beneficiarios. Es decir, que el PSA es visto como una vía para la recuperación de la sustentabilidad ecológica, la propia conservación de los ecosistemas y para el bienestar económico y social de las comunidades. No obstante, hay que reconocer primero que es muy difícil medir y cuantificar los llamados servicios y funciones ambientales de los ecosistemas en la naturaleza, aun cuando se pretenda disfrazar el pago con el concepto de compensación. La monetización del secuestro o captura del carbono, la belleza escénica y paisajista, los servicios hidrológicos y la propia biodiversidad, solo pueden conducir a convertir a la naturaleza en una sola cosa: una mercancía más.
 
Digámoslo aún más claro: ponerle precio y cobrar por algo que la naturaleza hace querámoslo o no, gratuitamente y sin importar el día de la semana, no porque necesite el dinero, sino porque forma parte de sus funciones, no tiene mucho sentido. Sin embargo, como siempre en casos como estos, por allí aparece alguno que cree tener derecho a recibir dinero por ello, hasta por la realización de la transpiración vegetal o el proceso fotosintético.
 
Así que la propuesta de creación de áreas protegidas con importancia biológica y el cobro por servicios ambientales se inscribe perfectamente dentro de las estrategias privatizadoras de la conservación de la biodiversidad. Para luchar contra esta mercantilización de la naturaleza y sus bienes, hay que desenmascarar su contenido ideológico, del mismo modo que sus objetivos económicos, donde no hay cabida para una retribución justa para los que han cuidado esa riqueza todo el tiempo.  
 
Toda la experiencia existente que hay en torno al mercado de los servicios ambientales, solo prueba que, de ese modo, nunca se ha logrado mitigar el cambio climático, ni se ha conseguido sacar de la pobreza y la marginación social a las poblaciones donde esos proyectos se efectúan. Es un mecanismo de despojo legalizado del derecho de las comunidades y pueblos indígenas sobre esos territorios. Nada más.

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