Las izquierdas latinoamericanas están ante un nuevo escenario. La
hegemonía norteamericana ya es menos omnipotente, hemos recuperado capacidad de
autodeterminación y maniobra, tenemos un variado repertorio de gobiernos
progresistas pero, al propio tiempo, aún no hemos creado un nuevo proyecto de
mayor alcance histórico.
Nils
Castro / Especial para Con Nuestra América
Intervención ante la 2ª Conferencia de Líderes Parlamentarios
Progresistas “Rewrite the world”, celebrada en Roma el 19 y 20 de abril de
2012.
Actualmente hay gobiernos progresistas o de izquierda democrática en la
mayoría de los países sudamericanos y en dos países centroamericanos. Ellos
expresan una diversidad que viene de distintas realidades y procesos nacionales
y, aunque no representan un modelo político‑ideológico común, sí coinciden en
algunos rasgos muy importantes.
Estos gobiernos han resultado de los rechazos sociales y electorales a
las consecuencias socioeconómicas y morales de la imposición del neoliberalismo. En unos
países, tales repudios llegaron a ser tan masivos que hicieron colapsar al
sistema político tradicional y posibilitaron reformas constitucionales que
buscaban “refundar” el Estado[1].
Allí esos gobiernos ahora tienen mayor poder institucional y pueden ser más
radicales. En otros lugares, esos gobiernos llegaron adonde están a través de
elecciones realizadas dentro del viejo sistema político. Por lo tanto controlan
menos poder y siguen políticas más moderadas[2].
Lo que todos tienen en común es su origen antineoliberal y, por
consiguiente, su aspiración a recuperar mayor soberanía y autodeterminación,
así como reconocer las responsabilidades sociales del Estado, mejorar la
distribución de la riqueza, la justicia y la equidad sociales, fortalecer la
salud y la educación públicas, combatir la discriminación y la corrupción, etc.
Esto ahora facilita el diálogo y la concertación entre ellos, como lo refleja
el fortalecimiento del Mercosur[3],
la formación de la UNASUR[4],
la constitución de la ALBA[5]
y, más recientemente, la creación de la CELAC[6].
En cada una de estas iniciativas regionales los gobiernos progresistas ejercen
una influencia preponderante.
Así pues, a nivel gubernamental ya ha venido progresando la formación de
varios foros de diálogo, concertación y cooperación. Ello se ha logrado a
través de un manejo pragmático y gradual de las coincidencias e iniciativas de
los gobiernos progresistas, tratando asuntos de interés general que permitan
involucrar también a los gobiernos más conservadores.
Ahora bien, la elección de estos gobiernos no resultó de los atractivos
de una propuesta de nuevo tipo, sino principalmente del repudio colectivo al
deterioro social y moral que las imposiciones neoliberales habían causado. Se
votó contra lo que existía, no a favor de otro proyecto alternativo. Esa
respuesta social rechazó tanto a la situación existente como a los partidos,
discursos y liderazgos que se prestaron a administrar y justificar aquellas
imposiciones y sus consecuencias.
Sin embargo, en la mayoría de los casos, ello sucedió en circunstancias
de reflujo de la cultura política de la mayor parte de los electores, a lo que
contribuyó un conjunto de factores que ustedes conocen. Los efectos de la
abrumadora ofensiva neoconservadora desatada durante los regímenes de la señora
Tatcher y el señor Reagan, la claudicación de los liderazgos socialdemócratas
que abandonaron sus principios históricos para acoplarse al reinado neoliberal,
así como la extinción de las ilusiones guerrilleras y el desmoronamiento del
llamado socialismo real, que no solo tuvieron consecuencias socioeconómicas y
políticas, sino también equívocos efectos psicológicos, intelectuales y
culturales.
Si comparamos las corrientes político‑ideológicas más activas de América
Latina en los años 60 y 70 del siglo pasado con las que vinieron después, se
constata que en las primeras el denominado “factor subjetivo” del proceso
revolucionario estaba bastante más desarrollado que el “factor objetivo”,
aunque lo estuviera en una dirección equivocada. Había proyectos
revolucionarios que, acertados o no, eran capaces de movilizar audaces
vanguardias políticas.
Por ejemplo, cuando el Che
Guevara se alzó en Bolivia, las estadísticas latinoamericanas de pobreza,
explotación, hambre y marginación eran dramáticas, pero menos graves de lo que
llegarían a ser en los años 90. Es decir, a finales del siglo llegamos a tener
mayores razones objetivas para rebelarnos, pero ya no quedaban proyectos
revolucionarios que encaminaran la indignación social en ese sentido[7].
Al contrario, en los años 90 ese proyecto se había desvanecido sin que otros lo
remplazaran, dejándonos el vacío que siguió a la ausencia de los modelos
revolucionarios y socialistas del siglo XX, que eran los entonces conocidos.
Así, cuando el disgusto de una gran masa de ciudadanos rompió con los
actores políticos tradicionales y buscó otras opciones, las halló primero en
rebeliones urbanas que defenestraron gobiernos sin construir otras opciones.
Luego, encontrando inesperados liderazgos de nuevo tipo, o revalorando otras
organizaciones que ya estaban constituidas, como el Frente Amplio uruguayo o el
PT brasileño. Pero al volver a votar esa masa escogió un camino diferente, no el camino revolucionario,
ni otro ya conocido. Eligió una alternativa que creyó socialmente más
comprometida, para cambiar la situación sin volver a pasar por anteriores
sobresaltos, autoritarismos, lucha armada ni hiperinflaciones.
Para ello esa masa electoral votó por actores que venían de las izquierdas,
pero no por sus anteriores programas rupturistas. Y estos actores, a su vez,
captaron ese voto proponiendo programas de baja tensión, incluyentes y
gradualistas para solucionar las demandas populares más inmediatas. En otras
palabras, llegaron al gobierno con la promesa de corregir disparates,
satisfacer reivindicaciones y humanizar el desarrollo, pero sin haber
esclarecido cuál podrá ser la hoja de ruta para seguir de allí hacia los
ideales por los cuales antes peleó. Es decir, sin haber creado otro proyecto
estratégico con el cual ir más allá de rescatar principios éticos y resolver
las calamidades del tsunami neoliberal.
Con lo cual ha despertado a un nuevo antagonista. Porque las derechas,
vencidas y temporalmente desconcertadas, no perdieron su poderío económico,
social y mediático, que ahora les facilita renovar el aprovechamiento de sus
ventajas en el esfuerzo por recuperar el poder político desarrollando un nuevo
discurso, imagen y mitos, que deberemos saber superar.
Así las cosas, insertas en un mundo que tras su más reciente
globalización y la actual crisis sistémica ya no volverá a ser el mismo, las
izquierdas latinoamericanas están ante un nuevo escenario. La hegemonía
norteamericana ya es menos omnipotente, hemos recuperado capacidad de
autodeterminación y maniobra, tenemos un variado repertorio de gobiernos
progresistas pero, al propio tiempo, aún no hemos creado un nuevo proyecto de
mayor alcance histórico. Reto que demanda un diálogo permanente, que abarque a
toda la pluralidad de nuestras organizaciones y corrientes, en nuestra región y
con las izquierdas de todo el planeta.
Intercambiar experiencias, ideas y cooperaciones es indispensable para
fecundar nuestras capacidades creativas, para crear proyectos confiables y
factibles. Hay una intelectualidad latinoamericana que ya lo hace a través de
diversas páginas de prensa y medios electrónicos. Pero es indispensable
sistematizar ese impulso dentro de los partidos, hoy más ocupados en resolver
problemas coyunturales y electorales que en desarrollar nueva cultura política
y previsión estratégica.
En América Latina nuestros partidos buscan construir espacios de
intercambio político‑ideológico. Hay un Comité de la Internacional Socialista
para América Latina y el Caribe que aún no ejerce su necesario papel de
instancia de debate creativo, de y para los latinoamericanos, y en cierto
grado es cautivo de las controversias de una socialdemocracia europea que
todavía busca reencontrar su identidad y proyección histórica.
Existe la Conferencia Permanente de Partidos Políticos de América Latina
y el Caribe (COPPPAL), que agrupa un numeroso abanico de partidos
nacionalistas, populares y reformistas. Es un escenario vivo para una mayor
diversidad de diálogos, pero no ha logrado modos de subsistir con sus propios
recursos económicos. La COPPPAL ha suscrito acuerdos con asociaciones de
partidos asiáticos y africanos, e identificado interlocutores norteamericanos,
pero no tiene contrapartes europeas.
Y contamos con el Foro de Sao Paulo, que agrupa a las organizaciones de
las diversas corrientes de las izquierdas latinoamericanas. Es una colectividad
política vivaz e independiente, como lo comprueba su agenda de discusiones
temáticas y el activismo de sus grupos subregionales, y su incipiente diálogo
con partidos y agrupaciones políticas de otras áreas del mundo. Sin embargo,
este Foro aún amalgama a pequeños grupos contestatarios junto con grandes
partidos con opción de poder, y el debate crítico aún no madura propuestas
sobre cómo amasar fuerzas y caminos para reconducir la gestión de nuestros
actuales gobiernos progresistas hacia objetivos de mayor perspectiva
estratégica.
Hay fundamentadas razones para ser optimistas. Desde cuando hace 10 años
fracasó el golpe de las derechas para derrocar a Hugo Chávez, América Latina ha
probado distintas rutas y avanzado a grandes zancadas. Jean‑Luc Mélenchon ha
declarado que hace suyo el modelo organizativo del Frente Amplio uruguayo y la
propuesta ecuatoriana de la Revolución Ciudadana, y tiene buenos motivos para
decirlo[8].
Las iniciativas progresistas latinoamericanas están creando sueños y soluciones
válidos para nuestros hermanos de otras regiones del mundo.
Aunque no hemos dilucidado los necesarios proyectos de mayor plazo,
seguimos avanzando. Múltiples injusticias se han corregido, millones de
latinoamericanos han salido del hambre y la pobreza, han adquirido ciudadanía y
recuperado dignidad, y a naciones enteras se les ha abierto un nuevo horizonte
de esperanzas confiables. ¿Dónde radica
entonces el problema? Su naturaleza fue identificada y explicada por unos de
los mayores exponentes del genio creativo socialista, Antonio Gramsci, hace
casi 100 años.
No apenas porque gran parte de Sudamérica transita la situación donde lo
viejo está agónico pero lo nuevo que habrá de remplazarlo aún está formándose.
Más que eso, porque una de las tareas fundamentales que ahora requerimos es
volver a actualizar la cultura política socialista de los sectores populares y
llevarla a la vanguardia de los acontecimientos. Superar el rezago de los
llamados “factores subjetivos”, para adelantarlos a la dramática situación
objetiva y procurarle soluciones factibles y sustentables.
Es decir, la misión de producir contracultura y construir una nueva
hegemonía cultural que alcance más allá de las actuales circunstancias, una
cultura política nueva que pueda prender en las masas y guiarnos por las rutas
más apropiadas a cada perspectiva nacional. Eso desborda el papel de los
gobiernos progresistas. Los gobiernos administran instituciones en condiciones
donde no se puede hacer mucho más de lo que cada situación les permite.
Formular un nuevo horizonte, los vías para construirlo y educar las
organizaciones populares necesarias para desbrozar esos caminos, es tarea de
los partidos y de las colectividades internacionales de partidos.
Si esto se hace o deja de hacer, es a todos nosotros a quien cabe esa
responsabilidad.
[2]. Por ejemplo, no tienen mayoría parlamentaria, el poder judicial sigue
en manos de la derecha, tienen pocos medios para contrarrestar a la prensa
reaccionaria, etc.
[3]. Mercado Común del Sur, integrado por Argentina, Brasil, Paraguay y
Uruguay, con Venezuela como país en proceso de incorporación y Bolivia, Chile, Colombia, Perú, y Ecuador
como países asociados y México como observador. Su propósito es garantizar “La
libre circulación de bienes, servicios y factores productivos entre países, el
establecimiento de un arancel externo común y la adopción de una política
comercial común, la coordinación de políticas macroeconómicas y sectoriales
entre los Estados partes y la armonización de las legislaciones para lograr el
fortalecimiento del proceso de integración”. Aunque
su fundación es anterior a los respectivos gobiernos progresistas, la aparición
de éstos lo sacó de sus dificultades iniciales, lo potenció en lo económico y
fortaleció su papel político.
[4]. Unión de Naciones Sudamericanas, que los incluye a todos, con la
misión de "construir una identidad
y ciudadanía suramericanas y desarrollar un espacio regional integrado".
Al dotarla de una Secretaría General se encaminó a formar una institución
permanente con un liderazgo político a nivel internacional. [
[5]. Alianza
Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América,
integrada por los gobiernos progresistas más radicales, con énfasis en la lucha contra la pobreza y la exclusión social, con fundamento en la creación de mecanismos que
aprovechen las ventajas cooperativas entre las diferentes naciones asociadas
para compensar las asimetrías entre esos países. Esto se realiza mediante la
cooperación de fondos compensatorios, destinados a la corrección de
discapacidades intrínsecas de los países miembros, y la aplicación de un
Tratado de Comercio de los Pueblos.
[6]. Comunidad
de Estados Latinoamericanos y Caribeños, que incluye a todos los países del Continente, americano salvo Estados
Unidos y Canadá; es decir, a todo el “tercer mundo” americano. La población de los países de la CELAC es de unos 550
millones de habitantes, en un territorio de más de 20 millones de kilómetros
cuadrados.
[7]. Salvo los casos peculiares de Colombia y Perú, que tienen
explicaciones históricas y socioculturales específicas de otros géneros.
[8]. “Tomé mis modelos en América Latina”, entrevista concedida al
periódico Página 12, Buenos Aires, 3 de abril de 2012.
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