El “sentido común”
como cultura social y política, hace que muchos acepten en forma inconsciente
las diferencias de clase que tienen su expresión más brutal en Santiago, muchas
veces comparada con las ciudades del apartheid sudafricano. Sin embargo cada
vez más chilenos despiertan a esa realidad y sacan conclusiones.
Manuel Cabieses Donoso / Punto Final (Chile)
“El desacuerdo entre el sueño y la realidad no
tiene nada de nocivo, siempre que el hombre que sueña crea seriamente en su
sueño, que observe atentamente la vida, compare sus observaciones con sus
castillos en el aire y, de una manera general, trabaje a conciencia por la
realización de su sueño”. V.I. LENIN
Iván Fuentes, dirigente popular de Aysén |
El “sentido común”
-santo patrono de la política chilena- ha conseguido ahogar en su cuna los más
hermosos sueños de nuestro pueblo. En los hechos ha impuesto antivalores como
la hipocresía y la doctrina del acomodo y el conformismo, la adopción del
camino fácil y el pragmatismo como virtudes ciudadanas. En conjunto, han
arrasado con la ética en política, reduciéndola al regateo de cargos públicos y
prebendas. Por eso, cuando aparecen líderes del pueblo, como Iván Fuentes, el
profeta que vino de Aysén, que hablan con la verdad sencilla, directa y franca,
el país se conmociona. No está acostumbrado a oír el lenguaje sin artificios de
los humildes.
El “sentido común”,
seudónimo de la ideología burguesa, se ha apoderado de millones de conciencias.
Su arma favorita es la corrupción, que aplica de manera sistemática a través de
los conductos de la institucionalidad y del modelo económico vigentes. De ese
modo convierte en cómplices a sus víctimas. Sin embargo, a pesar de los muros
de contención levantados por el “sentido común”, los que luchan por cambiar
esta sociedad y que retoman las banderas caídas en mil combates, han aumentado
en forma vertiginosa gracias a la protesta social. En la acción y debate
democrático de las protestas que vienen sucediéndose en el país, se generan
nuevos liderazgos y se renueva el mensaje transformador de la sociedad.
La protesta social, en
efecto, está remeciendo la institucionalidad. Se trata de instituciones y leyes
heredadas de la dictadura con la Constitución de 1980. Ellas cierran el paso a
la justicia social e impiden avanzar a una democracia de amplia participación
ciudadana, respetuosa de la diversidad y protectora de la naturaleza.
El sentido profundo de
la protesta social -ya sea de estudiantes, trabajadores, pobladores, o de los
barrios, comunas o regiones- es la exigencia de una nueva Constitución y el
cambio del modelo económico neoliberal. Pero los sectores subordinados cuya
conducta política se guía invariablemente por el “sentido común”, se esfuerzan
en castrar las protestas, limitándolas a peticiones corporativas que canalizan
al laberinto del Parlamento y demás instituciones. Las exigencias del pueblo se
estrellan así contra el dique de la Constitución. La protesta social -sobre
todo la que se desarrolla en Aysén- ha puesto en evidencia el abismo que en
Chile -uno de los países más injustos del mundo- separa a ricos de pobres. Esa
diferencia hace antagónica la aspiración democrática del pueblo con las
instituciones y leyes que lo oprimen.
Por supuesto, las
diferencias de clase en Chile no son tema nuevo. Un historiador conservador
señala: “Desde el siglo XVIII y comienzos del XIX, todos los viajeros
perspicaces que visitaron Chile advirtieron un fenómeno social que se ha
mantenido hasta nuestros días: la extraordinaria distancia entre las clases,
que ellos atribuyeron al espíritu aristocrático y a la excesiva diferenciación
de la cultura”(1). Cabe agregar que esto fue escrito hace 60 años, cuando aún
no aparecían las ocho familias que hoy reúnen un patrimonio de más de 40 mil
millones de dólares. Las diferencias de clase y las discriminaciones sociales
se han acentuado a un extremo odioso y vergonzante.
El “sentido común”
como cultura social y política, hace que muchos acepten en forma inconsciente
las diferencias de clase que tienen su expresión más brutal en Santiago, muchas
veces comparada con las ciudades del apartheid
sudafricano. Sin embargo cada vez más chilenos despiertan a esa realidad y
sacan conclusiones. Por ejemplo, un joven “rostro” de la televisión, Ignacio
Franzani, dice: “Cuando llegué a vivir a Santiago empecé a sentir algo que no
entendía: yo no sabía que existían las clases sociales, un poco porque era un
niño, pero también porque en el norte los niños éramos todos iguales. Yo era
amigo del hijo del entrenador de Cobreloa, del hijo de un abogado y de una
jueza, y del hijo de la señora del quiosco de la esquina, y andábamos juntos en
bicicleta”. Y Franzani concluye: “Creo que estamos viviendo en un país que se
rebela ante las injusticias y las prohibiciones”(2).
Ese tufo a rebelión lo
huelen los dueños del poder y están asustados. El diputado Patricio Melero -en
ese momento presidente de la Cámara y ahora presidente de la UDI- admitía al
diario La Segunda que la clase
política siente miedo ante la protesta social y no sabe qué hacer. Igual temor
traslucen los editoriales y comentarios políticos de El Mercurio, los balbuceos de la Concertación o las elípticas
declaraciones del Episcopado.
El pueblo es el
protagonista de este nuevo periodo histórico. Se abren esperanzadoras
perspectivas para los movimientos sociales capaces de cohesionar y orientar la
lucha por una nueva sociedad. Es el momento propicio para una Izquierda
pluralista que levante una alternativa socialista y humanista. Una Izquierda
sin lastres que se atreva a volar con sus propias alas y deje de ser el
salvavidas de la Concertación neoliberal.
Estamos ante el dilema
de siempre: acatar al “sentido común” o creer en nuestros sueños. Optar por el
futuro, o por un presente que ya comienza a entrar en el pasado.
NOTAS
(1) Francisco A.
Encina, Leopoldo Castedo: Resumen de la
Historia de Chile, Tomo I, pág. 385.
(2) http://mujer.latercera.com
(Editorial de “Punto Final”, edición Nº 754, 30 de marzo,
2012)
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