La ocupación integral de México forma parte de la
dominación de espectro completo, noción diseñada por el Pentágono antes del 11
de septiembre de 2001, que abarca una política combinada donde lo militar, lo
económico, lo mediático y lo cultural tienen objetivos comunes.
Carlos Fazio / LA JORNADA
La actual fase de intervención estadunidense en México
responde a la agenda militar global de la Casa Blanca definida en un documento
del Pentágono de marzo de 2005. Como parte de una guerra imperial de conquista,
el plan, que apoya los intereses de las corporaciones de Estados Unidos en todo
el orbe, incluye operaciones militares (directas, sicológicas o encubiertas)
dirigidas contra países que no son hostiles a Washington, pero que son
considerados estratégicos desde el punto de vista de los intereses del complejo
militar, industrial, energético.
Una orientación del documento era el establecimiento
de asociaciones con estados debilitados. A su vez, bajo el disfraz de la guerra
al terrorismo y la contención de estados delincuentes, se promovía el envío de
fuerzas especiales (boinas verdes) en operaciones militares de mantenimiento
del orden (funciones de policía) y equipos pequeños de soldados culturalmente
espabilados para entrenar y guiar a las fuerzas autóctonas. Parte de esas
actividades serían realizadas por compañías privadas de mercenarios subcontratadas
por el Pentágono y el Departamento de Estado.
Como parte de una guerra de ocupación integral, la
intervención estadunidense en curso responde a nuevas concepciones del
Pentágono sobre la definición de enemigos (el enemigo asimétrico, no convencional,
verbigracia, el terrorista, el
populista radical, el traficante de drogas). Lo que ha derivado en las guerras
asimétricas de nuestros días, que no se circunscriben a las reglas establecidas
en los códigos internacionales y evaden las restricciones fronterizas de los
estados.
La ocupación integral de México forma parte de la
dominación de espectro completo, noción diseñada por el Pentágono antes del 11
de septiembre de 2001, que abarca una política combinada donde lo militar, lo
económico, lo mediático y lo cultural tienen objetivos comunes. Dado que el
espectro es geográfico, espacial, social y cultural, para imponer la dominación
se necesita fabricar el consentimiento. Esto es, colocar en la sociedad
sentidos comunes, que de tanto repetirse se incorporan al imaginario colectivo
e introducen, como única, la visión del mundo del poder hegemónico. Eso implica
la manipulación y formación de una opinión pública legitimadora del modelo.
Ergo, masas conformistas que acepten de manera acrítica y pasiva a la autoridad
y la jerarquía social, para el mantenimiento y la reproducción del orden
establecido.
Para la fabricación del consenso resultan claves las
imágenes y la narrativa de los medios de difusión masiva, con sus mitos,
mentiras y falsedades. Apelando a la sicología y otras herramientas, a través
de los medios se construye la imagen del poder (con su lógica de aplastamiento
de las cosmovisiones, la memoria histórica y las utopías) y se imponen a la
sociedad la cultura del miedo y la cultura de la delación.
La manufactura de imaginarios colectivos busca,
además, facilitar la intervención-ocupación de Washington con base en el
socorrido discurso propagandístico de la seguridad nacional estadunidense y/o
la seguridad hemisférica. Con tal fin se introducen e imponen conceptos como el
llamado perímetro de seguridad en el espacio geográfico que contiene a Canadá,
Estados Unidos y México, que, como parte de un plan de reordenamiento
territorial de facto, fue introduciendo
de manera furtiva a nuestro país en la Alianza para la Seguridad y Prosperidad
de América del Norte (Aspan, 2005).
La Aspan (o TLCAN militarizado) incluye una
integración energética transfronteriza subordinada a Washington y megaproyectos
del capital trasnacional que subsumen los criterios económicos a los de
seguridad –justificando así acciones que de otro modo no podrían ser admitidas
por ser violatorias de la soberanía nacional– y una normativa supranacional que
hace a un lado el control legislativo, mientras se imponen leyes
contrainsurgentes que criminalizan la protesta y la pobreza y globalizan el
disciplinamiento social.
El manejo de los medios privados bajo control
monopólico permite, también, el aterrizaje de doctrinas como la referente a los
estados fallidos que, por constituir un riesgo a la seguridad de Estados
Unidos, deben quedar bajo su control y tutela. Ayer Colombia, Afganistán, Irak.
Hoy Libia, Pakistán, Siria, México.
La fabricación mediática de México como Estado fallido
durante la transición Bush/Obama en la Casa Blanca (enero-febrero de 2009)
incluía la previsión de un colapso rápido y sorpresivo, lo que según el comando
central del Pentágono no dejaría más opción que la intervención militar directa
de Washington. Entonces, la posibilidad de un colapso fue atribuida al accionar
de grupos de la economía criminal y llevó a una acelerada militarización del
país, con la injerencia directa del Pentágono, la Agencia Central de
Inteligencia, la Oficina Federal de Investigación, la agencia antidrogas DEA y
otras dependencias estadunidenses en el territorio nacional, bajo la mampara de
la Iniciativa Mérida, símil del Plan Colombia.
De manera sospechosa, a mayor militarización –vía la
presencia del Ejército y la Marina de guerra en las calles y carreteras del
país– mayor violencia. Una violencia caótica y de apariencia demencial, que de
manera encubierta fue alentada y potenciada por grupos paramilitares y
mercenarios que actúan bajo la fachada de empresas de contratistas privados,
según el guión diseñado por el Pentágono en marzo de 2005. Igual que antes en
Colombia y Afganistán y, después de la invasión, en Irak.
Pero dado que en México los movimientos rebeldes
permanecen en una tregua armada y de acumulación de fuerzas, a través del
terrorismo mediático se han venido impulsando matrices de opinión que permitan
la aplicación de prácticas contrainsurgentes afines a la dominación de espectro
completo y la guerra de ocupación integral, tales como narcoinsurgencia y
narcoterrorismo, utilizadas de manera reiterada por la secretaria de Estado,
Hillary Clinton, y otros funcionarios estadunidenses.
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