A la luz de los datos que
proporciona el historiador Severo Martínez en su precioso ensayo sobre la vida
colonial, vemos igualmente que ni el poderío material de la clase dominante ni
el peso ideológico de la colonia han desaparecido todavía en la sociedad
guatemalteca.
Jorge Murga
Armas* /
Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
El historiador Severo Martínez Peláez (1925-1998). |
En febrero de 1524[i],
acompañado de varios cientos de hombres entre españoles y mexicanos[ii],
Pedro de Alvarado llega al territorio maya de la actual Guatemala. Después de
cruentas batallas con los ejércitos quichés en Xetulul Junbatz, Chuabaj,
Palajunoj y Chuarral, luego de la muerte del Gran señor Tecún Umán en Pachaj[iii],
aprovechando las divisiones internas de la sociedad maya-quiché y gracias a un
aparato militar superior, el ejército invasor se impone en Chi Gumarcaaj no
obstante el coraje y dignidad de Oxib’ Quiej y Belejeb’ Tz’i[iv],
los Grandes señores del Quiché, a la lucha heroica de los mames encabezados por
el Gran señor Kaibil Balam en Zaculeu[v],
a la resistencia heroica de los cakchiqueles y sus Grandes señores Belejeb’
K’at y Kajeb’ Imox en las montañas de Iximché[vi],
y a otros pueblos más.
La derrota militar de la sociedad
maya-quiché se tradujo en la ocupación de su territorio y el sometimiento de
sus pobladores. Se impone el término «indio» para designarles socialmente, se
les reduce a un estado de servilismo, y la Corona de España se apropia —¡por
derecho de conquista!— de su vasto y rico territorio. Se inicia la colonia,
nace Guatemala.
Así, el régimen colonial crea las
primeras «encomiendas» y «repartimientos»[vii].
Se instituyen los «pueblos de indios»[viii],
y nacen los primeros mestizos y «criollos»[ix].
Sustentado ideológicamente en el racismo, el régimen colonial genera
diferenciaciones y oposiciones entre los grupos sociales llamados «indios»,
mestizos y «ladinos»[x],
que, además de un lazo histórico, social y genético innegable, comparten con
matices y variantes la pobreza y el desprecio de españoles y criollos. Como en
la época de la «conquista», los grupos dominantes promueven y utilizan las
divisiones sociales para mantener el sistema de dominación y explotación
sustentado en la opresión generalizada del indio. El régimen colonial dura 297
años.
¿Cuál fue en ese contexto la
política agraria de la Corona española? ¿A partir de qué lógicas y mecanismos
se crea la estructura económica y social de la colonia? ¿Quiénes fueron los
nuevos dueños de la tierra despojada arbitrariamente a la sociedad maya-quiché?
I. Tierra e indios: botín de
españoles y criollos
El debate sobre la historia
agraria colonial de Guatemala no está acabado. Han sido realmente pocos los
historiadores que, como Severo Martínez Peláez, han tratado el tema a
profundidad, y son menos aún los que al abordarlo han aportado elementos
novedosos. Por su calidad, por sus grandes aportes, aun cuando uno podría
señalarle hoy cierto determinismo propio de la ortodoxia marxista, la obra de
Severo Martínez Peláez sigue siendo un referente inevitable en el estudio de la
política agraria colonial.[xi]
Ciertamente, cuando el célebre
historiador marxista se plantea el problema de saber cuál fue la política
agraria de la Corona de España en el reino de Guatemala, no sólo aporta fuentes
de archivo fidedignas que permiten conocer las disposiciones de las autoridades
peninsulares en esa materia, sino que además esclarece con gran talento las
lógicas internas del poder subyacentes en sus «cinco principios» de política
agraria colonial.
La agudeza de Severo Martínez, en
efecto, le lleva a buscar más allá del principio jurídico que en 1493
estableció la soberanía absoluta de la Corona sobre la mayor parte de los
territorios descubiertos en las «Indias Occidentales».[xii]
De suerte que además de un interesante análisis del «principio de señorío» que
rigió la política agraria durante todo el período colonial, en su obra
encontramos cuatro principios adicionales (tres que él identifica en las leyes
coloniales y uno que deduce de sus investigaciones) que dan cuenta de la
realidad compleja y cambiante de la política agraria en el contexto colonial:
La tierra como aliciente de colonización, la tierra como fuente de ingresos
para la Corona (usurpación-composición), la defensa de las tierras de indios y
el bloqueo agrario de los mestizos. Ahora bien, estos cinco principios son las
puertas de acceso a una realidad que no se reduce a la cuestión agraria.
I.1 Lógicas y mecanismos de
la política agraria colonial
En los
hechos, y en esto todos los autores están de acuerdo, la conquista significó la
apropiación arbitraria por la Corona española de todas las tierras de las
provincias conquistadas en su nombre en el «Nuevo Mundo». Ciertamente,
basándose en el principio del señorío que ejercía sobre las provincias
conquistadas, la Corona de España justificaba legalmente la apropiación
arbitraria de la tierra de la sociedad maya-quiche en particular y de los
pueblos indígenas de América en general:
El Rey. Mi Presidente de mi
Audiencia de Guatemala. Por haber yo sucedido enteramente en el Señorío que
tuvieron en las Indias los Señores que fueron de ellas, es de mi patrimonio y
corona real el Señorío de los baldíos, suelo y tierra de ellas que no estuviere
concedido por los Señores Reyes mis predecesores, o por mí o en su nombre y en
el mío con poderes y facultades especiales que hubiéremos dado para ello […][xiii]
Pero la
abolición de los derechos de los pueblos indígenas sobre sus tierras no
implicaba su apropiación automática por los conquistadores. Habida cuenta de
que todas las tierras de las provincias conquistadas pasaron automáticamente a
manos de la Corona, tanto los «conquistadores» como los «conquistados» debían
recibirlas del rey, su nuevo dueño por «derecho de conquista», pues en su
nombre llegaron los primeros a arrebatárselas a los segundos. De modo que
inmediatamente después de la conquista toda propiedad sobre la tierra provenía
directa o indirectamente de una concesión real. Esto significa que los repartos
de tierras hechos por los capitanes de conquista entre sus soldados debían
hacerse en nombre del rey y con su autorización, y que la plena propiedad de
las tierras repartidas quedaba sujeta a confirmación real. Ahora bien, la
tierra no cedida por el rey a un particular o a una comunidad (pueblo,
convento, etc.) era tierra «realenga», es decir propiedad de la Corona, y no
podía usarse sin cometer delito de usurpación.
El
funcionamiento del principio de señorío o de dominio del rey no puede
comprenderse si no se toma en cuenta su doble lógica. Por un lado, y visto
evidentemente desde su función reguladora, tenía una acción positiva:
«únicamente el rey sede la tierra». Por el otro, su acción negativa hacía que
no hubiese tierra sin dueño, lo cual significaba que nadie podía introducirse
en tierra que el rey no le hubiese acordado. Dicho de otro modo, «la Corona
sede tierra cuando y a quien le conviene, y también la niega cuando ello le
reporta algún beneficio». Fue este principio esencial, debe decirse, el que
sentó las bases legales para la constitución del latifundismo en Guatemala,
pero su desarrollo estuvo evidentemente sujeto a ciertas lógicas y ciertos
mecanismos que definieron la política agraria colonial. Efectivamente, la
política agraria en Indias que favoreció el desarrollo del latifundio en
Guatemala y en otras partes, no puede comprenderse si no se estudia el sistema
colonial en su conjunto y el conjunto de lógicas y mecanismos que propiciaron
el despojo y la apropiación de las tierras indígenas por los colonizadores.
Existió,
decíamos, otro principio que consistió en hacer de la tierra un «aliciente»
para la colonización. Así, y como la Corona no estaba en capacidad de sufragar
las expediciones de conquista como empresas del Estado, las estimuló como
empresas privadas ofreciendo a los conquistadores una serie de ventajas
económicas consistentes principalmente en la cesión de tierras e indios en las
provincias que conquistaran. La Real Cédula de Fernando el Católico, fechada en
Valladolid el 18 de junio de 1513 y que años más tarde sería agregada a la
Recopilación de Leyes de Indias del régimen colonial, es explícita al
respecto:
Porque nuestros vasallos se
alienten al descubrimiento y población de las Indias, y puedan vivir con la
comodidad, y conveniencia, que deseamos: Es nuestra voluntad, que se puedan
repartir y repartan casas, solares, tierras, cavallerías, y peonías a todos los
que fueran a poblar tierras nuevas en los Pueblos y Lugares, que por el
Governador de la nueva población le fueren señalados, haciendo distinción entre
escuderos, y peones, y los que fueren de menos grado y merecimiento, y los
aumenten y mejoren, atenta la calidad de sus servicios, para que cuiden de la
labranza y crianza; y haviendo hecho en ellas su morada y labor, y residido en
aquellos Pueblos quatro años, les concedemos facultad, para que de allí
adelante los puedan vender, y hacer de ellos a su voluntad libremente, como
cosa suya propia; y asimismo conforme su calidad, el Governador o quien tuviere
nuestra facultad, les encomiende los Indios en el repartimiento que hiciere,
para que gocen de sus aprovechamientos y demoras, en conformidad a las tasas, y
de lo que está ordenado, etc.
Pero el
rey debía ser generoso para que la tierra fuera un estímulo eficaz y diera los
resultados esperados. De suerte que la Corona de España ofrecía y cedía a los
conquistadores «una riqueza que no había poseído antes del momento de cederla».
Como éstos, ciertamente, «salían a conquistar unas tierras con autorización, en
nombre y bajo el control de la monarquía: y la monarquía los premiaba
cediéndoles trozos de esas mismas tierras y sus habitantes. Les pagaba, pues,
con lo que ellos le arrebataban a los nativos y con los nativos mismos. Y como
cedía lo que no le había pertenecido antes de cederlo, podía cederlo en grandes
cantidades.» Fue esta manera de otorgar la tierra, sumada a la que esbozamos
anteriormente y a las que delinearemos en los dos principios siguientes, la que
según Severo Martínez propició el latifundismo. Pero antes aclaremos: si bien
este principio funcionó de manera activa y decisiva en la etapa inicial de
conquista y colonización, él mantuvo vigencia en los siglos posteriores. Y no
fue sino por la puesta en práctica de un tercer principio que este segundo
perdió la fuerza y el sentido (como estímulo a la inmigración española a
Indias) de la primera etapa. El tercer principio, decíamos, tiene que ver con
la lógica de la usurpación-composición de tierras.
A
finales del siglo XVI, en efecto, el imperio español estaba consolidado y sus
autoridades en América habían tomado pleno control del poder de sus provincias.
La idea de ofrecer y conceder tierra como estímulo de la inmigración española
al Nuevo Mundo había perdido su sentido original, y aunque siguiese funcionando
de manera atenuada, debía dar paso a otro mecanismo que respondiera eficazmente
a las necesidades del reino. Así es como se concibe y pone en práctica el
principio que a
través de la usurpación-composición
busca hacer de la tierra fuente de ingresos para la Corona, y que en el
lenguaje de la época fue conocido simplemente como «composición de tierras».
La política de incitar a pedir y
obtener tierras del período anterior había provocado ciertamente muchos excesos
de los primeros colonizadores que la Corona debía tolerar para asegurarse la
estrategia de colonización que mencionamos; sin embargo, las nuevas condiciones
del proceso colonizador y el deseo de llenar las cajas reales, llevaron a
aquélla medio siglo después a convertir los abusos en motivo de reclamaciones y
«composiciones». Con ese fin, la Corona comenzó a dictar órdenes para que todos
los propietarios de tierras presentasen sus títulos, y con el propósito de que
todas las propiedades rústicas fueran medidas para verificar si concordaban con
las dimensiones autorizadas en aquéllos. Ahora bien, «en todos los casos que se
comprobara que había habido usurpación de tierras realengas, el rey se avenía a
cederlas legalmente, siempre que los usurpadores se avinieran a pagar una suma
de dinero por concepto de composición. En caso contrario, era preciso
desalojarlas para que el rey pudiera disponer de ellas.»
Pero fue hasta el 1 de noviembre
de 1591 cuando Felipe II despachó las dos Cédulas Reales que activaron la
composición de tierras en el reino de Guatemala. En aquéllas, por cierto,
aparecen los criterios que dirigieron el principio de la composición de tierras
desde su nacimiento:
El Rey. Mi Presidente de mi Audiencia Real de Guatemala.
Por haber yo sucedido enteramente en el Señorío que tuvieron en las Indias los
Señores que fueron de ellas (se refiere a los nativos conquistados, S. M.), es
de mi patrimonio y corona real el Señorío de los baldíos, suelo y tierra de
ellas que no estuviere concedido por los Señores Reyes mis predecesores o por
mí, o en su nombre o en el mío con poderes especiales que hubiéramos dado para
ello; y aunque yo he tenido y tengo voluntad de hacer merced y repartir el
suelo justamente (…) la confusión y exceso que ha habido en esto por culpa u
omisión de mis Virreyes, Audiencias y Gobernadores pasados, que han consentido
que unos con ocasión que tienen de la merced de algunas tierras se hayan
entrado en muchas otras sin título (…) es causa que se hayan ocupado la mejor y
la mayor parte de toda la tierra, sin que los concejos (se refiere a los
municipios de los pueblos, S. M.) e indios tengan lo que necesariamente han
menester (…); habiéndose visto y considerado todo lo susodicho en mi Real
Concejo de las Indias y consultándose conmigo, ha parecido que conviene que
toda la tierra que se posee sin justos y verdaderos títulos se me restituya,
según y como me pertenece (…)[xiv]
En teoría, esta Cédula iniciaba un
proceso de puesta en orden de la situación agraria en las colonias deteniendo
la usurpación desmedida de tierras de la primera generación de colonizadores españoles
y criollos. Pero lo que se buscaba en verdad era lo contrario: con ella, la
Corona de España sentaba «las bases para que la usurpación se convirtiera en un
procedimiento normal para apropiarse de la tierra». La Corona española,
ciertamente, creó un nuevo mecanismo de política agraria para asegurarse la
captación de más recursos, pues era eso lo que en realidad le interesaba. La
idea, aunque pareciera que respondiese a una contradicción, era simple: si la
primera Cédula ordena de manera tajante recuperar las tierras para el rey, la
segunda instruye al Presidente para que negocie con los usurpadores de modo que
paguen lo «justo y razonable», no obstante lo expresado en la orden
anterior:
Por otra Cédula mía de la fecha de ésta os ordeno que me hagais
restituir todas las tierras que cualesquiera personas tienen y poseen en esa
Provincia sin justo y legítimo título” —más adelante, sin embargo, el rey
explica que «…por algunas justas causas y consideraciones, y principalmente por
hacer merced a mis vasallos, he tenido y tengo por bien que sean admitidos a
alguna acomodada composición, para que sirviéndome con lo que fuere justo para
fundar y poner en la mar una gruesa armada para asegurar estos Reynos y esos, y
las flotas que van y vienen de ellos (…) se les confirme las tierras y viñas
que poseen, y por la presente, con acuerdo y parecer de mi Consejo Real de las
Indias, os doy poder, comisión y facultad para que, reservando ante todas cosas
lo que os pareciere necesario para plazas, ejidos, propios, pastos y baldíos de
los lugares y consejos (se refiere otra vez a los pueblos, S. M.), así por lo
que toca al estado presente como el porvenir del aumento y crecimiento que
puede tener cada uno, y a los indios lo que hubieren menester para hacer sus
sementeras, labores y crianzas, todo lo demás lo podáis componer, y sirviéndome
los poseedores de las dichas tierras (…) que tiene y poseen sin justo y
legítimo título, se las podais confirmar y darles de nuevo título de ellas (la
expresión “de nuevo” no significaba en aquel léxico “otra vez”, sino “por
primera vez, como cosa que antes no había ocurrido”, S. M.) y en caso que
algunas personas rehusaren y no quisieren la dicha composición, procedereis
contra los tales conforme a derecho en virtud de la dicha mi real cédula […][xv]
Aunque el propósito del rey en
esta segunda Cédula es claro, uno podría justificarlo diciendo que se trata de
una mera contradicción. Pero el objetivo es evidente: más que contradecirse,
las Cédulas emitidas por la Corona se complementan deliberadamente. En efecto,
«el hecho de poner la amenaza de restitución en un documento, y la oferta de
composición en otro aparte, obedecía al propósito de no restarle fuerza legal a
la primera para no restarle atractivo a la segunda. Porque lo que la Corona
quería no era que le devolvieran las tierras usurpadas, sino que no se las devolvieran; quería la
composición, necesitaba dinero.»
Podríamos continuar comentando los
procedimientos utilizados por la Corona para hacerse de fondos a través de la
composición de tierras usurpadas en los primeros cincuenta años de la colonia.
Hacerlo, sin embargo, tendría poco sentido dado que en la obra de Severo
Martínez Peláez se pueden encontrar todos los detalles. Conformémonos con decir
que las composiciones no detuvieron las usurpaciones, y que por otra parte
constituyeron un importante renglón de la Real Hacienda en el reino de
Guatemala hasta el día anterior a la Independencia. Fueron ellas, por lo demás,
las que permitieron obtener más tierras y ampliar los latifundios a precios
considerablemente bajos[xvi].
Decíamos que la política de
tierras de la Corona se completaba con el principio de la defensa de las
tierras de indios. Ciertamente, la legislación agraria colonial, sea la general
(la contenida en la Recopilación de Leyes de Indias) o bien la específica
(Cédulas e instrucciones especiales para la Audiencia de Guatemala), expresa
con claridad e insistencia el interés de la Corona porque los pueblos de indios
preserven sus tierras y en cantidades suficientes[xvii]:
eso era precisamente lo que instruía el Presidente Don Alonso Criado de
Castilla al comisionado Domingo González sobre la composición de tierras en el
Corregimiento de Chiquimula de la Sierra en 1598, y eso era, igualmente, lo que
recomendaba siglo y medio más tarde la Real Cédula del 15 de octubre de 1754
que reorganizó el ramo de tierras. En otras palabras, los pueblos de indios
podían poseer suficientes tierras comunes para sus cultivos, tenían el derecho
igualmente de poseer ejidos (tierras comunes para el pastoreo o para usos
distintos de la siembra), en lo particular podían también adquirir tierras por
composición con trato preferencial, y no se autorizaba en ningún caso admitir a
composición a quien hubiese usurpado tierras de indios, fueran éstas comunales
(de sementera y ejidos) o de propiedad particular. Por lo demás, las leyes
mandaban a los comisionados averiguar en los pueblos indígenas vecinos si las
tierras solicitadas para composición por un particular español no se
encontraban usurpadas:
[…] hará información de la cantidad que será menester para
los pueblos de indios comarcanos (…) de las tierras de que tuviesen necesidad
para sus milpas, pastos, dehesas, potreros y otras granjerías y ejidos, y todo
lo demás que viere que los Pueblos de los dichos naturales hubieren menester, y
eso les dejará y otro tanto más, de manera que siempre procure que los indios
queden contentos y no agraviados (…) Las tierras para milpas, pastos, dehesas,
potreros, ejidos que los indios en particular y las Comunidades que los tales
pueblos tuvieren y poseyeren, se las deje y no trate de ello en manera ninguna
[…][xviii]
Pero la intención de la Corona no
era tal. Toda esa serie de instrucciones, todas las preocupaciones aparentes de
la monarquía, respondían más al interés de mantener a las poblaciones indígenas
en un solo lugar, y más a la necesidad de controlarlas para hacer efectiva la
tributación, que a la voluntad piadosa de quienes, de hecho, les habían
despojado de sus tierras:
…lo que aseguramos, dice Severo Martínez, es que la
preservación de las tierras de indios fue un principio básico de la política
agraria colonial. (…) la organización del pueblo de indios, como pieza clave de
la estructura de la sociedad colonial, exigía la existencia de unas tierras en
que los indígenas pudieran trabajar para sustentarse, para tributar, y para
estar en condiciones de ir a trabajar en forma casi gratuita a las haciendas y
labores y a otras empresas de los grupos dominantes.[xix]
Si el principio de la defensa de
los pueblos de indios tenía un propósito claro en favor de la Corona, podemos
entonces preguntarnos siguiendo a Severo Martínez cuál pudo ser el objetivo de
ésta para bloquear el acceso de los mestizos a la tierra.
Apoyándose en los hallazgos de sus
investigaciones, ciertamente, Severo Martínez sostiene que las autoridades del
reino, contrario a lo que sucedía en otras colonias, discriminaban en la
práctica a ese grupo social pobre que crecía demográficamente.
El quinto principio —último de nuestra serie— no se
desprende de las leyes en ninguna forma; antes bien, si nos atuviéramos a
ellas, pasaría totalmente inadvertido. Se nos revela por hechos de gran
trascendencia consignados en documentos de otra naturaleza, gracias a los
cuales sabemos, precisamente, que era un principio que operaba al margen de la
ley.[xx]
Pero, ¿cómo fundamenta el autor
tal afirmación?
La importancia que el autor
atribuye a este principio es tal —de hecho, él le permite desarrollar una de
las tesis centrales de su libro: la existencia de relaciones de producción de
carácter marcadamente feudal en las haciendas—, que no se limita a presentarlo
en unas cuantas líneas. Severo Martínez, en efecto, le dedica dos apartados del
capítulo sexto de su obra: Villas y
rancherías y Ladinos en pueblos de
indios. Allí, además de mostrar las lógicas y mecanismos propios del
sistema agrario colonial, se propone demostrar que el bloqueo agrario a los
mestizos, aunque no aparezca en las leyes y documentos coloniales, fue
realmente un principio de política agraria colonial que tuvo vigencia hasta el
final de ese largo período. Pero hay algo que no podemos soslayar: en los
apretados renglones de su política agraria colonial, él resalta la importancia
de este principio «como factor del latifundismo colonial».
Es preciso señalar aquí, empero, un hecho muy importante:
la política de negación de tierras a los mestizos pobres en constante aumento
demográfico —aunque en lo particular pudieran adquirirlas quienes tuvieran
medios para ello— fue un factor que estimuló el crecimiento de los latifundios.
Porque la población mestiza o ladina pobre —las capas medias rurales, como las
llamaremos apropiadamente en su estudio especial— se vio obligada a desplazarse
a las haciendas y a vivir y trabajar en ellas a cambio de tierra en usufructo.
Se volvieron necesariamente arrendatarios. Y esto también justificaba, aunque
fuera como interés de segundo orden —había otros más básicos— la ampliación de
los latifundios.[xxi]
Vimos hasta aquí que el autor
insiste en situar los orígenes del latifundismo en la época colonial. De hecho,
dice, cuatro de los cinco principios de la política agraria colonial
«fomentaron el desarrollo de los latifundios en las colonias, y fueron, por eso
mismo, los puntos de arranque del problema de la tierra en nuestro país.» Pero,
¿cómo, aparte de los argumentos ya presentados, explica Severo Martínez el
surgimiento y desarrollo del latifundismo en Guatemala?
La premisa del autor era una. Por
las condiciones especiales de Guatemala —el territorio del reino carecía de
recursos mineros— «La tierra sin indios no valía nada». Esta premisa, que usará
magistralmente para demostrar que el latifundismo como fenómeno económico nace
en la colonia, no era en realidad sino una constatación. Severo Martínez, en
efecto, luego de analizar las relaciones de trabajo que se desarrollan en el
reino, muestra que la reducida clase de terratenientes criollos reposaba sobre
el control y explotación de los dos factores de producción más importantes: la
propiedad de la tierra y el control del trabajo de los indios. De allí, no sin
poner en acción su agudo intelecto, deduce que al menos en el reino de
Guatemala existía «una gran desproporción entre la posibilidad de adquirir
tierras y la posibilidad de disponer de indios». Así, demuestra cómo los
terratenientes —acaparando tierras que no necesitaban puesto que tenían más de
lo que podían hacer producir— logran hacerse de un número adicional de mano de
obra de repartimiento para cubrir las carencias de sus haciendas.
Esta última [la posibilidad de disponer de indios) tenía
un límite. Determinado en primer lugar por el número de indios varones en edad
de trabajar, y en segundo lugar, porque el régimen cedía los indios en
cantidades y por tiempo estipulados. La tierra, en cambio, no tenía límite,
pues las 64 000 leguas cuadradas que formaban la extensión del reino eran una
enormidad para el millón y medio de habitantes que vivía en él.
El problema de la disponibilidad
de mano de obra indígena para las haciendas había empezado en el momento mismo
en que había quedado organizado el repartimiento de indios. Esto, que no
provocaría problema en un contexto que no reposara sobre la explotación de la
tierra y de los indios como sucedía en Guatemala, en la sociedad agraria
colonial derivaría en «un constante regateo» entre hacendados entre sí y con
las autoridades, «para tener asegurada su cuota de indios». Tanto más que «la
aparición de nuevas empresas agrícolas, de nuevas haciendas y labores con
nuevos propietarios, suponía un aumento numérico de los interesados en obtener indios
de repartimiento». Ahora bien, «como ese aumento no correspondía a un aumento
numérico de los indios» —dada su sensible reducción durante la colonia—, y como
la población mestiza pobre que trabajaba en las haciendas a cambio de un pedazo
de tierra en usufructo no bastaba para cubrir las necesidades de mano de obra
de aquéllas, «se daba una agudización de la pugna en torno a la disponibilidad
de mano de obra» de repartimiento.
Ciertamente, aunque el aumento del
número de mestizos haya aliviado en parte el problema de la escasez de mano de
obra en las haciendas, «la clase terrateniente tuvo que verse inducida a
asegurar su dominio acaparando tierras, no porque hubiera trabajadores para
cultivarlas, sino para dejarlas abandonadas y que no disminuyera el número
proporcional de indios que en cada momento histórico estaba a disposición de
las haciendas».
De suerte que para Severo Martínez
Peláez la contradicción existente entre disponibilidad de tierras y
disponibilidad de mano de obra indígena de repartimiento, incidió directamente
en la configuración, no sólo del latifundismo, sino también en la proporción y
desarrollo de la clase criolla. Para él, ciertamente, «la clase criolla tuvo
que preservarse frenando su propio crecimiento numérico y concentrando en sus
manos cada vez más tierras», porque «un incremento desmedido del número de
haciendas y hacendados hubiera significado, inevitablemente, un recrudecimiento
de la lucha por los indios».
Siguiendo esa lógica, y
argumentando que en ese contexto la Corona española no hubiera accedido a
perder el control de los indios en sus pueblos, lo cual hubiese llevado
inevitablemente a «la adopción espontánea del trabajo asalariado y la
consiguiente mengua violenta de los beneficios de la clase criolla», el autor
de La patria del criollo se apoya en
la consideración de la aversión y el rechazo de la clase criolla a los
«advenedizos»: él, ciertamente, estima que había suficiente tierra como para
que la clase se ampliara con nuevos grupos de españoles, pero como todo recién
llegado era un nuevo aspirante a obtener indios, la aristocracia terrateniente
había optado por limitar el número de familias que la constituían. En fin,
«acaparar la tierra, aunque no se utilizara, era una medida necesaria de
preservación de la clase».
Severo Martínez concluye diciendo
que los cinco principios básicos de la política agraria colonial, de los cuales
decíamos cuatro fueron generadores y estimuladores del latifundismo, «por sí
solos no hubieran llevado el latifundismo colonial a los extremos que este
fenómeno alcanzó». Para él, fueron la estructura colonial y la esencia de la
clase criolla los factores que la llevaron a valerse de ellos para ampliar su
dominio, cerrado y excluyente, sobre la tierra.
Pero, ¿cómo explica el autor la
tesis sobre las relaciones de producción de carácter marcadamente feudal de las
haciendas?
II. Ladinos: pieza clave del
régimen semi-feudal
Para comprender la lógica de
pensamiento que guía a Severo Martínez en este punto, es necesario identificar
los hechos que en distintos momentos de la colonia condicionaron la situación
de los mestizos pobres en las rancherías. Fueron dos, según nosotros, los
fenómenos que en el discurso de aquél permiten explicar el carácter
marcadamente feudal de la relación hacendado-ranchero. Por un lado, la política
colonial de segregación de los mestizos con respecto a los indios, pero también
con respecto a los españoles y criollos; por el otro, la disgregación y
desarraigo del mestizo como consecuencia del bloqueo agrario del régimen colonial.
Ciertamente, auque las leyes
españolas autorizaban los matrimonios entre españoles e indígenas[xxii],
la situación creada por la conquista favoreció la instauración de relaciones
desiguales en las que los segundos quedaron en situación de inferioridad respecto
a los primeros y en las que, como producto de los abusos de los primeros sobre
las segundas, nacieron los primeros mestizos. Ahora bien, la situación en que
se encontraron éstos dada la política española de aislarlos de los pueblos de
indios sin que ello significara integrarlos plenamente en las villas españolas,
hizo de ellos un «sector social dislocado»[xxiii]
condenado a «buscar su suerte en los pueblos de indios» —usurpando sus tierras
principalmente.
Con el tiempo, y para evitar que
el grupo de mestizos en constante crecimiento demográfico se asentara en los
pueblos de indios abastecedores de la capital —donde los criollos tenían
asegurados «varios derechos feudales» que obligaban a los indígenas a trabajar
para la ciudad y para ellos—, y para evitar asimismo que rompiesen la unidad
del «estatuto feudal» que regía en el valle central —las «villas de ladinos»,
en abierta competición con la capital del reino, hubieran pretendido sin duda
que los indios les sirvieran también a ellas—, las autoridades del reino,
contraviniendo las leyes coloniales que disponían proveerles de tierras
propias, se negaban a cederles realengos para fundar sus villas y bloqueaban su
acceso a la tierra obligándoles «a acogerse a las haciendas y a seguir buscando
su suerte en los pueblos de indios.»
De modo que buena parte de ladinos
pobres, al no tener poblados propios, debían desplazarse a otras regiones del
país donde terminaban trabajando para quienes los necesitasen. Así es como se
constituye cierto tipo de colonos que trabajaban en las haciendas a cambio de
poder explotar un pedazo de tierra en usufructo en las rancherías que se
fundaban dentro de aquéllas. Pero lo que mueve a nuestro autor en esta parte de
su discurso no es demostrar que los ladinos «eran un estorbo para los criollos
y para el gobierno» porque «aparecían como elementos perturbadores de las
relaciones feudales de la colonia». Además de mostrar que «la dispersión de los
ladinos beneficiaba económicamente a los hacendados», lo que en realidad busca
el historiador es demostrar que la gran mayoría de ladinos que trabajaba y
vivía en las haciendas «no sólo no perturbaba aquel cuadro feudal», sino que
además lo complementaba y consolidaba:
Lo complementaron, porque las relaciones de producción
entre los hacendados y la gente de las rancherías tuvo un carácter marcadamente
feudal... Y favorecieron su consolidación porque, al proporcionarle mano de
obra semi-feudal a los hacendados que carecían de indios, evitaron que estos
hacendados lucharan por la libre contratación de la mano de obra indígena...
Lo anterior lleva al autor de La patria del criollo al punto final de
su demostración: «demostrar, en sucesivas comparaciones, cómo este trabajador y
este régimen tenían grandes atractivos para los hacendados coloniales, y por
qué sería equivocado suponer que sólo el sistema de repartimientos era deseable
y satisfactorio para ellos». En otras palabras: a explicar por qué el bloqueo
agrario de los mestizos constituyó, en el contexto del reino de Guatemala, un
principio de política agraria colonial.[xxiv]
Ahora bien, para Severo Martínez
una política «tan ostensiblemente contraria a las leyes» sólo pudo darse con el
asentimiento de la Corona. Esto le lleva a afirmar que, en el caso concreto del
reino de Guatemala, la monarquía misma se beneficiaba con la dispersión de los
ladinos. Pero, ¿cómo comprobar tal especulación? Nuestro historiador retoma
parte de la Descripción de Pedro
Cortés y Larraz sobre la realidad económica del reino de finales del siglo
XVIII[xxv],
y parte de las Memorias de Francisco
de Paula García Peláez escritas dos décadas después de la Independencia sobre
la situación del ladino y, recurriendo a su extraordinaria agudeza intelectual,
deduce las características del régimen de trabajo de las rancherías y ciertos
rasgos de la personalidad del ladino que, según él, facilitaban su
explotación:
García Peláez, dice, aclara definitivamente, en apretados
renglones, la situación del trabajador y el régimen de trabajo de las
rancherías. El fenómeno, la ranchería, se conservaba intacto en la década en
que el historiador escribió sobre este asunto —dos décadas después de la
Independencia— al cual le concede mucha importancia como vestigio colonial y
fuente de miserias que debe desaparecer. García Peláez quien nos saca de dudas
en lo tocante a que el usufructo era la forma usual de retribución en aquellos
lugares.[xxvi]
Y no era para menos. Las
reflexiones de Francisco de Paula García Peláez contenían suficientes elementos
para pensar que el régimen de trabajo de las rancherías correspondía en buena
medida al régimen feudal que, en Europa, había antecedido al advenimiento del
capitalismo. Todos los aspectos fundamentales del régimen de las rancherías,
afirma Severo Martínez luego de analizar la apropiada descripción del clérigo,
«eran de carácter feudal, salvo la circunstancia de que el trabajador no estaba
adscrito a la hacienda»:
No hay solares en propiedad para habitación, sino a merced
del dueño de la tierra. Ni hay sitios de cría y sementera con perpetuidad, sino
por tiempo y a condición de servicio. Ni en fin, terrenos de pasto de un uso
común y exclusivo, sino todo precario; con que ni la población ni los moradores
gozan derechos propios. No les competen otros derechos que los convencionales,
y de aquí dimana la suerte más o menos grata de tales caseríos regados en
tierras de propiedad; y no menos la ventaja o desventaja que lleven los
propietarios. De aquí que la buena o mala inteligencia de los convenios
usufructuarios entre dueños y colonos; y de aquí la diversidad de usos
tradicionales y costumbres recibidas en esta materia, que a veces engríen y
amedrentan a los unos y a los otros.[xxvii]
Pero Severo Martínez no se
conforma con demostrar que el régimen de trabajo de las haciendas era de
«carácter marcadamente feudal». Para mostrar además cómo las condiciones
subjetivas del ladino rural favorecían su explotación dentro del régimen de
trabajo de las haciendas, nuestro autor construye una especie de cuadro
psico-sociológico de aquél. Así, y en oposición al concepto muy particular que
él tenía del indio[xxviii],
el célebre historiador marxista define a un ladino a-histórico:
El ladino no tenía el trauma de un pasado destruido; no
tenía unas tradiciones cuya supervivencia clandestina fuera asidero de
resistencias ideológicas. No había sido ni se sentía conquistado. Nacía en un
mundo que desde el principio se le presentaba como ajeno. No solidarizado con
el indio ni con el español, ni tampoco con los demás ladinos rurales, lejanos y
desconocidos, el ladino de las haciendas tiene que haber sido individualista, y
por lo tanto inmoral…
Aun cuando las contradicciones de
Severo Martínez con respecto a la concepción que él tenía del ladino son
evidentes, y aun cuando la definición que él ofrece del «ladino rural pobre»
haya estado en gran parte condicionada por la percepción que él tenía del
mestizo, el ladino de Severo Martínez Peláez, que no es «siervo» ni «señor»
sino «hombre libre», será un «resentido» a quien se le «ordena salir de los
pueblos y vivir en las ciudades», para así evitar que su posición de «hombre
libre», determinada por una identidad negativa presentada como positiva —no
eran «indios siervos» ni «señores», sino «hombres libres»—, sea motivo de
agitación entre los indios.
Ahora bien, ese ladino que por una
metamorfosis inexplicable había perdido conexión con «los hijos de la
violencia, engendrados en el odio y en el miedo», con el «sector social
dislocado» de los primeros mestizos hijos de las violaciones de españoles
prepotentes a indias desprotegidas, ese ladino que por una suerte de artificio
colonial había borrado sus lazos históricos, sociales e incluso genéticos con
los primeros mestizos «astutos, dados a la intriga, irritables y agresivos,
poco disciplinados y de criterios morales muy elásticos», ese ladino que se
asemejaba más a un extraterrestre que a un hombre producto de un régimen
colonial atroz y por ende víctima de la alienación colonial, ese ladino rural
pobre de Severo Martínez Peláez[xxix],
dada su condición material, era el elemento perfecto para trabajar en las haciendas
alejadas del valle de Guatemala donde escaseaba la mano de obra servil o muy
barata de repartimiento:
Los indios iban y venían de sus pueblos. Y aunque los
pueblos eran en cierto modo sus cárceles, la verdad es que allá encontraban a
sus iguales, con quienes se sentían unidos. Además, había en el pueblo una
tierra comunal: insuficiente, administrada y distribuida por alcaldes venales,
pero al fin y al cabo era de los indios. Las chozas, estrechas y ennegrecidas
por el humo, el suelo en que dormían, eran suyos. Los indios tenían algo,
aunque fuera muy poco, muy malo y muy discutido. Pero el ladino de la hacienda
no tenía nada. La tierra que trabajaba, el suelo en que se hundían los horcones
de su choza, la choza misma, el agua, el camino, la arboleda de donde se sacaba
leña, todo era del amo.[xxx]
Y era su condición material,
además claro está de su identidad forjada en medio del régimen colonial, lo que
favorecía su explotación. La fórmula era sencilla y vieja —típica y
predominante en el feudalismo europeo, aunque ya usada lateralmente en las
antiguas sociedades esclavistas—, afirma Severo Martínez:
El trabajador desprovisto de tierra aceptaba cultivar la
del hacendado que la tenía de sobra; a cambio de ello se le permitía cultivar
para sí una parcela dentro de la misma hacienda. Cedía, pues, una parte de su
tiempo y de su fuerza de trabajo, a cambio de ser suyos los frutos producidos
con la fuerza de trabajo que le quedaba en el tiempo restante. La cesión de
tierra en usufructo a cambio de trabajo, fue la relación de producción típica
de la ranchería colonial.
La ruptura con el pasado del
ladino, su identidad individualista e inmoral, su pobreza material, sumado todo
a la política de abandono hacia él por parte del gobierno (habían sido «dejados
a merced de los terratenientes»), eran pues las condiciones objetivas y
subjetivas que hacían posible su articulación con el sistema de producción
semi-feudal de las haciendas. Y he aquí la pregunta crucial de nuestro autor:
¿Por qué motivo adoptaron las autoridades del reino de Guatemala una política
que, contraviniendo leyes y disposiciones que favorecían a los ladinos con la
creación de villas, resultó en definitiva favoreciendo a los terratenientes? En
otras palabras, ¿cómo se justifica el silencio de la Corona de España ante el
bloqueo agrario de los mestizos?
Para Severo Martínez, una política
«tan ostensiblemente contraria a las leyes» no podía aprobarse sin el
consentimiento de la Corona. Lo que a García Peláez le pareció «descuido y
tergiversación de la voluntad del rey por parte de sus representantes en
Guatemala», dice, tuvo que haber sido el resultado de un convencimiento, «de un
convenio tácito con el gobierno peninsular.» Habida cuenta de que la creación
de villas y la entrega de tierras a los ladinos se oponían a los intereses de
la Corona, y puesto que «resulta harto sospechoso» el hecho de que la monarquía
no haya insistido en la creación de poblados de ladinos luego de la
Recopilación de Leyes de Indias en 1680[xxxi],
es razonable pensar, afirma, que ese cambio de política «demasiado repentino y
notorio» respondió a una decisión concertada entre la Corona española y las
autoridades del reino de Guatemala.
Para la Corona, pues, «el
desarrollo de las rancherías y el aumento numérico de trabajadores ladinos
rurales venía a ser, en definitiva, un factor que contribuía a la conservación
de los pueblos de indios con su régimen de tributación y repartimiento ya
regularizado.» En consecuencia, «la fundación de villas de ladinos, y la
consiguiente cesión de tierras a este sector en crecimiento, eran medidas
contrarias a la monarquía en las condiciones especiales del reino de
Guatemala.»
Conclusión
Vemos que si Severo Martínez
Peláez puso tanto énfasis en el estudio de las tramas coloniales alrededor de
la tierra y los «indios», fue porque el examen profundo de la vida colonial le
reveló que tanto la posesión de la primera como la explotación de los segundos
eran el botín de la conquista de españoles y criollos. Eso es lo que dilucida
brillantemente cuando lejos de conformarse con analizar el «principio de
señorío» que dirigió oficialmente la política agraria de la Corona de España,
se esfuerza por esclarecer las lógicas y mecanismos del poder que, en el
contexto muy particular del reino de Guatemala, dieron origen a la estructura
económica y social de la colonia.
A la luz de los datos que
proporciona Severo Martínez en su precioso ensayo sobre la vida colonial, vemos
igualmente que ni el poderío material de la clase dominante ni el peso
ideológico de la colonia han desaparecido todavía en la sociedad guatemalteca.
La tierra y la riqueza del país siguen en posesión de un reducido grupo social
que todavía se concibe criollo, y los guatemaltecos descendientes de los grupos
sociales colonizados, los «indios» y «ladinos», siguen todavía divididos
identificándose mutuamente a partir de términos coloniales que no hacen sino
reproducir la alienación colonial.
No obstante, desde hace algunos
años se observa el aparecimiento de un fenómeno que hace pensar en el inicio de
un proceso de desalienación: contrario a lo que vaticinaba Severo Martínez
Peláez en La patria del criollo (para
quien el indio dejaría de ser indio cuando se convirtiera en proletario), y
contrario a muchos «ladinos» que todavía reivindican una identidad «ladina»,
los «indios» que el historiador marxista concibió hace 38 años como «vestigio
colonial»[xxxii],
reivindican cada vez más, y con sobrada razón, la identidad de sus ancestros
mayas.
Todo parece indicar que el «indio»
dejará de ser «indio» siguiendo la vía menos imaginada por nuestro historiador.
Falta todavía ver, y en eso Severo Martínez Peláez no anticipó respuesta, cómo
el «ladino» dejará de serlo si es que desea librarse de la alienación colonial.
Los caminos no son muchos. Asumir los lazos históricos, sociales y genéticos
que le unen con los mayas es el acertado.
Este texto fue publicado originalmente en la
Revista Economía No. 174, octubre-diciembre 2007, del Instituto de
Investigaciones Económicas y Sociales de la Universidad de San Carlos de Guatemala. Con Nuestra América lo reproduce con autorización del autor.
NOTAS
* Investigador
en el Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales de la Universidad de
San Carlos de Guatemala.
[i] Según el
Memorial de Sololá, «El día 1 Ganel [20 de febrero de 1524] fueron destruidos
los quichés por los castellanos». Se estima, pues, que los españoles llegaron a
Xetulul en febrero de 1524. Véase Memorial
de Sololá (Anales de los
Cakchiqueles), Piedra Santa – IDAEH, traducción de Adrián Recinos,
Guatemala, 1980, p. 99.
[ii] Pedro de
Alvarado salió de México el 13 de noviembre de 1523 con un ejército de 300
soldados españoles y varios cientos de aliados mexicanos de Cholula y Tlaxcala.
Bernal Díaz del Castillo, Historia
verdadera de la conquista de la Nueva España, Editores mexicanos unidos, s.
a., México, p. 508.
[iii] Véase Títulos de la casa Ixquin-Nahaib, señora del
territorio de Otzoya, en Crónicas
indígenas de Guatemala, Academia de Geografía e Historia de Guatemala, pp.
85-91, Guatemala, 2001.
[iv] La historia de
los «vencidos» todavía no ha sido escrita. Contrario a lo que se comenta
comúnmente, los reyes del Quiché lucharon y vivieron con dignidad hasta el
último momento. El relato de Alvarado en su primera Relación a Cortés es particularmente significativo a este respecto.
Refiriéndose a las últimas palabras de los reyes del Quiché dice: «Y viendo que
con correrles la tierra y quemárselas yo los podía atraer al servicio de S. M.
determiné de quemar a los señores, los cuales dijeron al tiempo que los quería
quemar, como parecerá por sus confesiones, que ellos eran los que habían mandado hacer la guerra y los que la hacían…»
(Lo subrayado es nuestro). Los reyes del Quiché fueron quemados vivos por Pedro
de Alvarado el día 7 de marzo de 1524 (4 k’at según el calendario cackchiquel).
Memorial de Sololá, p. 100.
[v] Fue sólo
después de sangrientas batallas entre los ejércitos mames y españoles, y luego
de una resistencia heroica de mes y medio al sitio de Zaculeu, que Kaibil Balam
y su gente apertrechada en la fortaleza se rindieron: «El sitio de Zaculeu
comenzó a principios de septiembre y duró hasta mediados de octubre, que fue
cuando los mames empezaron a dar muestras de rendición. Durante este tiempo
casi no llegó comida a la fortaleza, pues los españoles interceptaron todas las
incursiones de auxilio y se apoderaron de todas las provisiones para su propio
consumo. (…) Cuando Caibil Balam finalmente se rindió, los mames de Zaculeu
estaban a punto de morir de inanición.» Véase W. George Lovell, Conquista y cambio cultural. La sierra de
los Cuchumatanes de Guatemala 1500-1821, CIRMA/PMS, Guatemala, 1990.
[vi] La resistencia
cackchiquel a los invasores duró varios años. De acuerdo con los relatos
indígenas del Memorial de Sololá,
después de constantes batallas contra los españoles y luego de varios años de
resistir en la montaña, los reyes Belejeb’ K’at y Kajeb’ Imox tuvieron que
entregarse a Alvarado forzados por la necesidad: «El día 7 Ahmak [26 de agosto
de 1524] pusimos en ejecución nuestra fuga. Entonces abandonamos la ciudad de
Yximché… Después salieron los reyes. Diez días después que nos fugamos de la
ciudad, Tunatiuh comenzó a hacernos la guerra. (…) Todas las tribus entraron en
lucha con Tonatiuh. Los castellanos comenzaron en seguida a marcharse, salieron
de la ciudad, dejándola desierta. En seguida comenzaron los cakchiqueles a
hostilizar a los castellanos. Abrieron pozos y hoyos para los caballos y
sembraron estacas agudas para que se mataran. Al mismo tiempo la gente les
hacía la guerra. (…) Durante el curso de este año [1529] se presentaron los
reyes Ahpozotzil y Ahpoxahil ante Tunatiuh. Cinco años y cuatro meses
estuvieron los reyes bajo los árboles, bajo los bejucos. No se fueron los reyes
por su gusto; dispuestos estaban a sufrir la muerte por parte de Tunatiuh.» Memorial de Sololá, pp. 103-106.
[vii] En Guatemala, es a Severo Martínez Peláez, precisamente, a quien se le
debe el estudio más completo sobre el significado profundo de la encomienda y
el repartimiento. Inicialmente (hasta 1542, año de la promulgación de las Leyes
Nuevas), el repartimiento consistía en repartir tierras e indios para
trabajarlas. Pero como la repartición de indios se justificaba con el argumento
de que éstos eran entregados para su cristianización, a este segundo aspecto
del repartimiento se le llamó encomienda. Ahora bien, «…la encomienda primitiva
era en realidad un pretexto para repartirse los indios y explotarlos… una
manera de disimular, con el pretexto de que se entregaba a los indios para
cristianizarlos, el hecho de que se los repartía para explotarlos hasta la
aniquilación». Los cambios introducidos por las Leyes Nuevas generaron
transformaciones en ambas instituciones. Así, la encomienda pasó a ser «una
concesión, librada por el rey a favor de un español con méritos de conquista y
colonización, que consistía en percibir los tributos de un conglomerado
indígena, tasados por la Audiencia y recaudados por los corregidores o sus
dependientes.» Y el repartimiento de indios, mucho más importante que la nueva
encomienda, se transformó en un «sistema que obligaba a los nativos a trabajar
por temporadas en las haciendas, retornando con estricta regularidad a sus
pueblos para trabajar en su propio sustento y en la producción de tributos.» Véase Severo
Martínez Peláez, La patria del criollo.
Ensayo de interpretación de la realidad colonial guatemalteca, Fondo de
Cultura Económica, pp. 48-74, México, 1998. Las citas sin llamada de nota en
las páginas que siguen fueron tomadas de esa obra.
[viii] La «reducción
de indios», asociada directamente a la abolición de la esclavitud y a la
profunda reorganización de la estructura colonial de mediados del siglo XVI,
está en la base del surgimiento de los pueblos de indios. En palabras de Severo
Martínez, «la reducción fue un procedimiento sumamente hábil, cuidadosamente
estudiado por la monarquía, que tenía por finalidad organizar a los indios de
manera que salieran del dominio de los conquistadores, quedaran sujetos a la
autoridad del rey, y se hiciera posible conservarlos, explotarlos en forma
racional y sistemática, y completar su conquista espiritual.» « (…) La gran
importancia histórica de la reducción estriba en que modeló, implantó,
multiplicó y consolidó la pieza clave de la estructura colonial: el pueblo de
indios…» «Un pueblo era, ante todo, una concentración de familias indígenas
sometidas a ciertas obligaciones, la primera de las cuales, requisito de las
demás, era radicar en el pueblo y no ausentarse sino en los términos que la
autoridad tenía ordenado o permitido. La autoridad aludida, (…), representaba a
los grupos dominantes, español y criollo. La existencia en los pueblos estuvo
presidida por la coerción; un pueblo
era en cierto sentido una cárcel con régimen de municipio.» Severo Martínez
Peláez, op. cit., pp. 360-375.
[ix] Hijos de
español nacidos en Guatemala.
[x] Originalmente,
el término ladino designaba al indio que hablaba español. Después se utilizó
para designar a los mestizos, luego a los blancos de clases bajas que no eran
lógicamente criollos y, después de la Revolución liberal de finales del siglo
XIX, y como producto de una intensa campaña ideológica racista que buscaba
aumentar las oposiciones y contradicciones sociales respecto a los indios, se
reagrupó en un mismo concepto —¡se metió en el mismo costal!— a mestizos,
blancos y negros, llamándoles ladinos. Hoy, como producto de la alienación
colonial, se llama ladino a todo aquel que «no es indígena», negando de esa
manera el mestizaje real de la mayoría de ellos. Reagrupando a los diversos
grupos sociales en un concepto creado como antípoda del concepto indio, se
busca negar los lazos históricos, sociales y genéticos de muchos ladinos que,
cayendo en la trampa del sistema de dominación y explotación que les oprime,
niegan su mestizaje y se posicionan ideológica y políticamente en oposición de
los indígenas.
[xi] Véase Severo
Martínez Peláez, op. cit., pp. 107-126.
[xii] Los esfuerzos
que en materia jurídica hizo la Corona española para asegurarse la soberanía
sobre la mayor parte de los territorios descubiertos en las Indias Occidentales, dieron como
resultado la promulgación de la Bula Inter
Caeteras (1493). Fue a través de ésta que la Iglesia católica garantizó y
cedió a los reyes castellanos Fernando e Isabel el dominio absoluto y el
señorío universal de la tierra, mares y recursos existentes en América: «Por
donación de la Santa Sede Apostólica y otros justos y legítimos títulos, somos
Señor de las Indias Occidentales, Islas, y Tierra firme del Mar Océano,
descubiertas y por descubrir, y están incorporadas en nuestra Real Corona de
Castilla». Recopilación de Leyes de los
Reynos de Indias, Libro Tercero, Título Primero, Ley 1ª, p. 523, Madrid,
1943.
[xiii] Texto de la
Real Cédula de 1º de noviembre de 1591 que se insertaba en todos los títulos de
tierras. Citada por Severo Martínez Peláez, op. cit., nota 20 del capítulo cuarto,
p. 109.
[xiv] Texto de las
Reales Cédulas del 1º de noviembre de 1591 citadas por Severo Martínez Peláez,
op. cit., p. 113.
[xv] Texto de las
Reales Cédulas del 1º de noviembre de 1591 citadas por Severo Martínez Peláez,
op. cit., pp. 114-115.
[xvi] La Real Cédula
del 15 de octubre de 1754 da nueva forma a la administración del ramo de
tierras: entre otras cosas dispone que los Subdelegados percibieran el 2% de
las ventas y composiciones que se realicen bajo su dirección. Así, favorece aún
más el proceso de usurpación-composición, pues la comisión que se concede
legalmente al Subdelegado hará, por una parte, que procure altos precios por
las composiciones, o que, por la otra, realice composiciones a cualquier precio
antes de perder la oportunidad.
[xvii] Las primeras
indicaciones precisas al respecto aparecen en las Leyes Nuevas que instituyen
formalmente los pueblos de indios y los tributos al rey. Véase Severo Martínez
Peláez, op. cit., pp. 360-472.
[xviii] Julio César
Méndez Montenegro, 444 Años de Legislación
Agraria, 1513-1957, 21-22. Instrucción que Su Señoría el Presidente Don
Alonso Criado de Castilla da a Domingo González que con comisión va a la medida
y composición de tierras en el Corregimiento de Chiquimula de la Sierra, el 17
de diciembre de 1598. Citado por Severo Martínez Peláez, op. cit., p. 119.
[xix]
Ibid., p. 120.
[xx]
Ibid., p. 121.
[xxi]
Ibid., p. 122.
[xxii] Véase Recopilación de Indias, libro VI, ley
II, octubre de 1514: «Y mandamos que ninguna orden nuestra que se hubiere dado,
o por nos fuera dada, pueda impedir ni impida el matrimonio entre los indios e
indias con españoles o españolas, y que todos tengan entera libertad de casarse
con quien quisieren, y nuestras Audiencias procuren que así se guarde y
cumpla». Citada por Severo Martínez Peláez, op. cit., p. 204.
[xxiii] En palabras de
Martínez Peláez, «un sector social dislocado; un grupo que tiene frente a sí la
tarea de ir encontrando, conforme va creciendo, su ajuste y acomodo en una
sociedad cuyas grandes piezas estructurales, preexistentes y perfectamente
definidas, van a ofrecerle un campo de desarrollo muy estrecho. Los mestizos no
eran ni querían ser indios siervos. Tampoco eran ni podían ser señores, pues no
heredaban tierras ni gozaban del apoyo de clase necesario para obtenerlas.»
Ibid., p. 205.
[xxiv] Véase Severo
Martínez Peláez, op. cit., pp. 384-397.
[xxv] Luego de su
viaje de 10 meses por 400 pueblos y 800 haciendas de su diócesis, el arzobispo
Pedro Cortéz y Larraz, entre otras cosas, informa sobre la situación en que se
encontraban los ladinos de las haciendas: «En todas las parroquias del
Arzobispado, a reserva de muy pocas, hay tantos ranchos, valles, trapiches,
haciendas, salinas, etc. Que cuando menos habita en ellos la mitad de la gente
del Arzobispado. Distan de los pueblos no dos leguas, sino cuatro, ocho y hasta
veinte. No solamente amancebamientos, sino poligamias, latrocinios, homicidios,
todo género de vicios y ningún indicio de Cristianismo». Pedro Cortéz y Larraz,
Descripción Geográfico-Moral de la
Diócesis de Goathemala, t. II, p. 296. Citado por Severo Martínez, op.
cit., p. 307.
[xxvi] Severo
Martínez Peláez, ibid., p. 316.
[xxvii] Francisco de
Paula García Peláez, t. III, p. 160. Citado por Severo Martínez, op. cit., p.
316.
[xxviii] El indio,
según Severo Martínez Peláez, era «un resultado histórico de la opresión
colonial: la opresión hizo al indio»,
un «vestigio colonial» que no podía entenderse sin analizar adecuadamente cómo
los factores económicos y de estructura fueron modelando durante la colonia a
esa realidad humana llamada indio: «La explicación del indio solamente puede
hallarse en el señalamiento de los factores que lo fueron modelando como tal
indio, a partir de una realidad humana anterior que no era el indio. O lo mismo
de otro modo: la explicación del indio consiste en mostrar cómo la conquista y
el régimen colonial transformaron a los nativos prehispánicos en los indios.»
Véase especialmente: Severo Martínez Peláez, op. cit., p.p. 489-516.
[xxix] Seguro que
Severo Martínez Peláez, al igual que algunos ladinos contemporáneos todavía víctimas
de la alienación colonial, argumentaría que el nexo con las primeras
generaciones de mestizos, es decir los lazos históricos, sociales y genéticos
con los indígenas, se perdió luego de varias generaciones y gracias a múltiples
mestizajes entre sí y con otros grupos sociales «no indios»: «Hay que señalar y
retener dos hechos en relación con este problema. Primero, que el concúbito de
español o criollo con india —al que llamaremos mestizaje inicial, aunque se
produjo durante todo el coloniaje— se desarrolló al margen del matrimonio y
fue, en definitiva, una peculiar faceta de la opresión colonial. Y segundo, que
el incremento numérico de los mestizos se debió, más que al mestizaje inicial,
a la multiplicación de mestizos entre sí y relacionándose con otros grupos…».
Severo Martínez Peláez, op. cit., p. 205. Habría que preguntarse todavía hasta
qué punto pueden desaparecer los lazos históricos, sociales y genéticos de los
diversos grupos sociales de la sociedad guatemalteca, si estos grupos, no
obstante las separaciones y oposiciones creadas por la estructura colonial, se
encuentran imbricados. El estudio de los «cuadros sociales de la memoria»
proporcionaría las trazas de los vestigios coloniales, ¡y de los lazos
históricos, sociales e incluso genéticos entre «indios», mestizos, «ladinos» y
“criollos”!.
[xxx] Severo
Martínez Peláez, op. cit., p. 314.
[xxxi] Para Severo
Martínez, «la primera base para sospecharlo estriba (…) en el hecho mismo de
que tal política fuera adoptada y no volviera a ser discutida a lo largo de
casi dos siglos». «En 1646, afirma, se recibió la última prohibición de que los
ladinos siguieran instalándose en los pueblos de indios. En 1642 fue removido
el último Capitán General que se interesó en la creación de villas “…en conformidad de Cédulas y ordenanzas que
lo disponían…” Desde ese momento no vuelve a haber prohibiciones, ni Reales
Cédulas al respecto, ni Capitán General que vuelva a fijar su atención sobre el
problema, pese a que el problema mismo se hará más notorio con el crecimiento
de las masas de ladinos miserables en las ciudades y en el campo.» Severo
Martínez Peláez, op. cit., p. 320-321.
[xxxii] Recordemos, fue en 1970 que la Universidad de San Carlos de Guatemala
publicó la primera edición de La patria
del criollo.
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