Anticipando
su visita a la próxima Feria del Libro en Argentina, Galeano habla de su nuevo
libro, de la reconstrucción del Uruguay a través de la memoria, del imperio de
los miedos y de la maravillosa costumbre de caminar Montevideo.
Miguel Russo / Miradas al Sur
Dice Eduardo
Galeano, sentado en su café de siempre, El Brasilero, mientras Montevideo pasa
frente a la ventana en una tarde de bancos y trámites y caminatas: “Voy a
Buenos Aires dentro de unos días a leer unas cuantas historias de esas que me
han contado los hijos de los días. Y ellos, que son sabidos, me han dicho que
la Feria de allí es el mejor lugar de encuentro de los libros queridos y la
gente queriente. Y también voy por el placer personal de leer en voz alta y
sentir que recibo de vuelta, multiplicadas, esas vibraciones. Leyendo en voz
alta confirmo que la literatura puede ser pariente, aunque sea un pariente
pobre, de la música, y que las palabras pueden escaparse de las páginas para
ser música por un rato. Y es lo que a las palabras más les gusta”.
Eduardo
Galeano viene de caminar, él también, esta Montevideo, como él mismo la define
“tan caminable”. Paradójicamente (o no tanto), cuando Galeano se sienta en El
Brasilero, no deja de caminar sus historias. La de este mismo bar, por ejemplo.
O la de la derrota y victoria de este bar: “Un tipo, un presunto comprador
italiano de este bar, se llevó en una larga noche, amparado por los milicos,
toda la madera de roble de los pisos, todos los muebles. Dejaron un gran
agujero aquí, se llevaron todos los vidrios, los espejos, no dejaron ni una
cucharita. Pasó el tiempo y una pareja de arquitectos que amaba el café decidió
emprender la reconstrucción. Con este café pasó lo mismo que con Leningrado,
esa ciudad que la gente reconstruyó en base a fotos, dibujos, recuerdos. El
Brasilero fue reconstruido por la memoria de los que lo queríamos”.
–¿Cuándo
empezó a parar en este café?
–Cuando
trabajaba, a fines de los ’50 y principios de los ’60, acá a la vuelta, un
edificio enorme donde ahora hay un ministerio, y donde funcionaba el semanario Marcha, que dirigía Carlos Quijano. Nos escapábamos de la
redacción y veníamos en banda a charlar.
–¿Extraña
aquella Montevideo?
–Sí, extraño
algunas cosas. Otras se mantuvieron. Lo que pasa es que las dictaduras
militares no pasan en vano. Nos hicieron mucho daño, más del que sabemos.
Porque se habla de lo más obvio que es el daño físico, los torturados, los
desaparecidos, pero también están los daños invisibles.
–Las juntadas,
las charlas, las escapadas al café, lo cotidiano...
–Exacto, el
daño a la palabra. No hay estadística que las mida pero la ciudad donde nací y
me crié, esta Montevideo, era una ciudad donde la palabra era sagrada. Nadie
firmaba contrato por nada, pero nunca nadie fallaba a la hora de pagar. Durante
todos los años de la dictadura militar el país entero fue obligado a mentir
cotidianamente, había que mentir para sobrevivir. Y la palabra perdió valor.
Con el paso del tiempo hasta cierto punto se recuperó, pero está muy lejos de
ser lo que era.
–Perdió valor
o cambió de significado. La cárcel de Montevideo llamada Libertad es un
paradigma de eso…
–La cárcel
Libertad, por supuesto. La verdad que la dictadura uruguaya fue campeona del
mundo en tortura. Hay algo en lo que no mentían, al contrario, lo mostraban:
era la composición cívico-militar de la dictadura. Cuesta mucho aceptarlo. Se
piensa que era una coartada que los militares usaban para enmascararse, pero en
realidad fue cívico-militar. Acá hubo dictadura militar con la complicidad de
políticos muy importantes. Y eso dañó al país, nos obligaron a mentir para
sobrevivir.
–Dentro de ese
horror, hay una anécdota del documento con el que usted se movía por el mundo
en el exilio…
–Como yo no
tenía documento recurría a las Naciones Unidas para renovar permiso de estadía
en Barcelona todos los meses. Entonces me dieron un documento cruzado en la
tapa con dos rayitas negras que era el que le daban a los terroristas, con lo
cual cada vez que viajaba me sacaban de la cola para interrogarme. En esa época,
yo viajaba mucho para hacer conocer el horror que se vivía en América latina.
Cosas que muestran cómo la realidad es una contradicción incitante. En esas
condiciones, viajar con el pasaporte que tenía las dos rayitas negras no era lo
más cómodo del mundo. Una vez, al llegar a México, me dijeron que tenía que
hablar con la directora de inmigración, una señora policía mexicana que me dijo
“usted no puede entrar porque mintió, llenó un formulario falso”. Le pregunté
que quería decir. Y me dijo que donde pedían nacionalidad yo había puesto
uruguayo. “En realidad, usted es apátrida, así lo dice su documento”. Apátrida,
y yo sin saberlo. Yo pensaba que apátrida era la dictadura militar, una
dictadura obediente que obedecía lo que venía de afuera. “Le prohíbo las
ironías”, me increpó la señora. Nunca iba a poner apátrida, así que le avisé a
un amigo que conocía al canciller de México y me vinieron a rescatar de las
garras de esa mujer policía. Pero volviendo a lo de la mentira, este país fue
dañado en su confianza en el otro.
–¿Se recuperó
esa confianza?
–Hasta cierto
punto. A veces me cuesta reconocerme en los demás, pero creo que se pudo salvar
buena parte de lo que éramos. Es como este café que pudo resucitar por sus
clientes querientes. De alguna manera, el país se va reconstruyendo porque, de
algún modo mágico, la gente supo guardar la memoria de lo mejor que habíamos
tenido.
–En esto de
rescatar la memoria, escribió Uruguay, el continente, el mundo entero. Yendo de
lo enorme a lo pequeño, ¿este café no es un libro, un libro que tendría que
escribir?
–Quizá no
necesite que yo lo escriba para ser un libro, porque ya lo es. La verdad es que
los cafés fueron muy importantes para mí, éste y otros de Montevideo, de modo
que si escribiera ese libro sería un texto de gratitudes a los cafés que fueron
mi universidad. Aprendí en los cafés el arte de contar, escuchando a los
grandes narradores orales y anónimos. Me las arreglaba, porque era muy
jovencito, para colarme en las mesas y escuchar historias. Aquí aprendí a escuchar
dos veces antes de decir una, a recordar que tenemos dos orejas y una sola
boca. Aprendí que para no ser mudo hay que empezar por no ser sordo.
–Hablando de
gratitudes, ¿quiénes son sus escritores uruguayos predilectos?
–Tengo una
deuda de gratitud personal con Mario Benedetti y con el gordo Martínez Moreno
que me ayudaron mucho. O con Paco Espínola, que también me estimulaba: “Vos sos
una alegría del páis”, me decía. Y
con otros que me ayudaron mucho leyéndolos nomás. Pero el más importante para
mí fue Juan Carlos Onetti. Me enseñaba callando, ya que era de poco hablar y de
mucho fumar. Era difícil para él encontrar quién lo acompañara en el consumo de
ese vino de cirrosis instantánea que tomaba, y yo, que en esa época tenía 17 ó
18 años y un hígado de acero, era el ladero indicado. Me quedaba horas sentado
a su lado mientras él estaba en la cama, fumando. Y de vez en cuando largaba
alguna palabra y yo aprendía. También me peleaba. El viejo jodía mucho con que
él escribía para él. “Yo escribo para mí”, decía. Entonces le propuse un pacto:
que me diera todo lo que había escrito en esos días, yo lo ensobraba y se lo
mandaba por correo a su casa de la calle Gonzalo Ramírez. Le dije que al
recibirlo y leerlo se cumpliría el circuito.
–¿Y aceptó?
–Se puso furioso,
me echó. Pero tres o cuatro días después me llamó: “Se puede saber qué carajo
te pasa que no venís”, me gritó por teléfono. Después hay otro escritor que me
influyó pero que no conocí, lamentablemente: Felisberto Hernández, ese gran
uruguayo desconocido. Tuve el proyecto, cuando murió, de hacer un libro sobre
él siguiendo las huellas no de sus pasos, sino de los de las seis esposas que
compartieron su vida. Una idea linda: reconstruir a alguien a través de seis
voces femeninas que lo evocaban como amante, como marido, como compañero, como
tipo insoportable o querible. Pero comprendí que me iba a meter en un gran lío.
–¿Por qué?
–Porque él, en
realidad, había vivido de las seis: Felisberto no había trabajado nunca. Amaba
el piano, daba muchos conciertos, pero siempre se escapaba por la ventana
porque lo recaudado no le alcanzaba para pagar el hotel. No le gustaba nada
trabajar, y las mujeres lo mantenían. Lo lloraron todas alrededor del ataúd.
Eso es una hazaña universal, además de las que cometió como escritor. Le
pasaron cosas demasiados locas para meter en una narración.
–Una, nada
más...
–Uno de sus
seis matrimonios fue con una señora española, costurera. Cuando volvieron a
Montevideo de España, consiguió un programa de radio financiado por la embajada
de Estados Unidos para hablar mal del comunismo. Claro, le habían dicho que si
venía el comunismo lo iban a obligar a trabajar. En ese programa se dedicaba a
echar mierda al comunismo y a decir que era una sociedad de hormigas que
aniquilaba el alma humana y la creatividad. Él se juntaba en su casa a discutir
el programa con algunos amigos, y cuando llegaba la señora saludaba y se iba a
coser al altillo. Con los años, se supo que esa mujer era la que dirigía la KGB
para toda América del Sur. Y adentro de las máquinas de coser tenía unos
aparatos de transmisión tremendos que no enviaban ningún reporte, por supuesto,
del anticomunista profesional con el que se había casado.
–Vayamos a Los hijos de los días. Leyéndolo, y
leyendo fundamentalmente el día 3 de septiembre, armé una hipótesis sobre el
génesis del libro que usted, como hacedor de la cosa, puede destrozar a gusto.
Ése es el día de su nacimiento, en 1940. Supongo que para un cumpleaños le
regalaron el diario ABC de España del 3 de septiembre de 1940, y allí vio una
foto de Franco sonriente ante las victorias nazis en Europa.
–Está bueno
ese origen, pero no fue así. Para el 3 de septiembre yo escribí un texto que no
es el que salió en el libro porque era demasiado autorreferencial.
–¿Qué decía?
–Me da cierta
vergüenza contarlo. Hacía un retrato del mundo en ese momento, las tropas nazis
avanzando y devorando el mapa de Europa, país por país. Y al final decía: “El
mundo no esperaba nada bueno, entonces nací”.
–Bueno, ahora,
el verdadero génesis...
–El libro
nació en 1966 en Guatemala. Estaba escribiendo un libro sobre ese país como el
primer laboratorio de la guerra sucia en América latina. Ahí, los Estados
Unidos ensayaron lo que habían aprendido, realizado y usado en Vietnam. Yo
estaba metido con las guerrillas en la montaña y clandestino en la ciudad, un
período difícil. Muchos de los guerrilleros, que eran indios mayas, me contaron
sus historias y yo las anotaba y las guardaba para que no interfirieran con mi
proyecto central que era la denuncia de lo que iba a ocurrir y ocurrió. Allí
aprendí que la cultura maya habla del tiempo como fundador del espacio. Algo
que después diría Einstein, que probablemente era maya sin saberlo. La idea del
tiempo fundador del espacio me apasionó. Tomaba apuntes y anoté eso que sirve
de umbral al libro: “Y los días se echaron a caminar. Y ellos, los días, nos
hicieron. Y así fuimos nacidos nosotros, los hijos de los días, los
averiguadores, los buscadores de la vida”. Quedó ahí, guardadito, pero iba
creciendo dentro de mí. Y un día dije por qué no hacer un libro que sea un
calendario, el mío y el de la gente con la que vivo. Tomé ese disparador para
hablar del tiempo desde mi tiempo, del modo que estoy acostumbrado a vivirlo y
en cierto modo a medirlo, aunque sea una aventura imposible. Entonces, se me
ocurrió hacer un libro que contara historias muy diversas pero que cada una
naciera de un día, lo cual no tenía nada de raro porque si al fin y al cabo era
verdad que nosotros somos hijos de los días era muy normal que cada día tuviera
una historia para contar. Estamos hechos de historia, aunque me dijeron que
estamos hechos de átomos. A partir de ese momento se me ocurrió una estructura
de calendario y empezaron a llover las historias y a caer exactamente en los
lugares donde debían caer, porque cuando hay una estructura sólida montada como
proyecto para escribir, después es cuestión de sentarse a ver como los
ladrillitos son tan amables que se van colocando donde deben.
–Desde aquel
momento en Guatemala hasta la edición del libro, en el medio publicó El libro de los abrazos, Memorias del fuego, Espejos, tantos otros. ¿Qué ladrillitos iba seleccionando para que
fueran Los hijos de los días?
–No lo podría
explicar porque era algo que ocurría. Yo camino las ideas; ése es el privilegio
que tenemos los montevideanos: vivir en una ciudad caminable. Puedo pasarme
horas caminando siempre a la orilla del agua y las palabras caminan dentro de
mí y van creciendo. Ese caminar influyó mucho sobre mi modo de escribir.
–Así se
entiende por qué leer sus libros es leer Uruguay...
–La ventaja
que tiene este país, es que es muy abierto y eso hace que yo mismo tenga una
cultura muy diversa dentro de mí, sobre todo por mis andares latinoamericanos
que fueron los que más me marcaron. Pero después hay un redescubrimiento del
mundo en el que siento que se me abrió el corazón y se me amplió la razón. Esto
de que nada de lo que ocurre en el mundo me es ajeno. Eso me multiplicó los
mapas y los tiempos y me dio la capacidad de locura necesaria para meterme con
cualquier tiempo del mundo y con cualquier mapa. Eran cosas que yo vivía o leía
o me las contaban. Escuchaba y pensaba cómo lograr que esa baldosita que había
nacido dentro de mí haber se entendiera con otras baldositas para formar el
mosaico. Los libros son eso: mosaicos de pequeñas baldositas.
–Voces de
muchos que usted galeaniza mientras camina Montevideo...
–Pero
poniéndome en un segundo plano, como alguien que escucha y transmite. Muestro e
intento abrir oídos de lectores para ofrecerles voces que no conocen o que
valdría la pena que conocieran. Claro que no es una antología de toda esa
gente, son textos míos donde cuento cosas que le han pasado a otros y me
parecen dignas de ser contadas. Estoy allí, y supongo que es por la identidad
que uno siente con las cosas que más lo golpean o que más hondamente le llegan.
Es el modo de saludarse de los indígenas mayas, justamente, que cuando se
cruzan se dicen “yo soy tú y tú eres yo”. Uno es el resultado de las muchas
cosas que va aprendiendo a lo largo del camino y también de todo lo que va
rechazando. Es el legítimo derecho a incorporar y también el legítimo derecho a
decir esto no es lo mío, no me gusta, yo no quiero vivir así. Yo no quiero
vivir para ser más que los otros o para tener más que los otros como enseñan
las reglas actuales, esas consignas bobas de los valores del mercado que son el
precio de cada persona y el precio de cada país. Lo está viviendo Europa. Acabo
de leer una estadística que dice que los suicidios en Grecia en el último año
crecieron un 40%. Eso revela hasta dónde es trágico el programa único de
gobierno al que estamos sometidos los habitantes de este planeta que ahora está
en manos de los magos de las finanzas, de gente que nos enseña a vivir para
morir y a no compartir la vida. Pocas veces el mundo ha sido sometido a un
sistema tan universal. Ahora es el imperio global de las altas finanzas que
gobiernan el mundo y que te enseñan a ser mercancía y a tratar a los demás como
mercancía.
–Además, hasta
no hace mucho, Europa era intocable. Para eso estaban Asia, África, América.
Ahora, ellos mismos empezaron a caer.
–Están
envenenando todo, el aire, el agua, la tierra y el alma. No sé a qué planeta se
piensan ir los que mandan, los amos del mundo. No hay que someterse a esta
especie de dictadura universal del miedo que es la que estamos padeciendo, ese
miedo visible a veces y a veces invisible. Vivimos bajo un sistema universal de
poder que quiere convencernos de que el prójimo es nuestro enemigo, que el otro
no es nunca una promesa sino una amenaza. Los medios de comunicación, que mucho
han contribuido a esto, tienen un poder de irradiación impresionante o que se
nota más que antes. Y enseñan el miedo, enseñan que hay que desconfiar todo el
tiempo. Éste es un mundo inseguro, pero no como lo pintan los medios, sino
porque el propio sistema trabaja para multiplicar la inseguridad y para
generarla. El sistema genera miedo: miedos que nacen de la propia dinámica del
sistema en el cual el ser humano ha desaparecido como factor. Sólo servimos
como numeritos, cuántos somos, cuántos quedamos, a cuántos van a comprar,
cuántos van a quedar afuera. No es un mundo muy cautivante, muy estimulante
éste que estamos habitando, pero no es el único mundo posible. Hay muchos
munditos que están queriendo nacer en la barriga del mundo que padecemos.
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