sábado, 7 de abril de 2012

El Salvador: Monseñor Romero: una voz que se agiganta


La figura humana y social de Monseñor Romero encontró la grandeza de su vida y de su muerte en el hecho de que pudo descubrirse en los más postergados del mundo, de su mundo, de su tierra El Salvador, y que habiéndose descubierto en ellos, como diría Paulo Freire, con ellos sufrió y con ellos luchó. Y yo diría por ellos murió… para vivir siempre en el corazón del pueblo.


Victor Valle / http://salvadorenosenelmundo.blogspot.com/

Palabras en el Instituto Interamericano de Derechos Humanos, el 29 de marzo de 2012, en conmemoración de los 32 años de la muerte de Monseñor Romero en acto organizado por la Embajada de El Salvador en Costa Rica.

Se han dicho muchas frases, lugares comunes, sobre Monseñor Romero que, en su caso, se subliman y engrandecen. Cuando aún no había sido asesinado por los agentes de la oligarquía autocrática de El Salvador, se decía que Monseñor Romero era “la voz de los sin voz”.


Ahora, cuando han pasado más de treinta años de su alevosa muerte, todos los salvadoreños bien nacidos afirman que Monseñor Romero es el más universal de los salvadoreños.
 Y esa universalidad la ha adquirido Monseñor Romero por su clara y decidida opción en favor de los de abajo, por los sufridos del mundo y los condenados de la tierra, como en su tiempo diría el luchador y pensador argelino Franz Fannon.


En realidad, la figura humana y social de Monseñor Romero encontró la grandeza de su vida y de su muerte en el hecho de que pudo descubrirse en los más postergados del mundo, de su mundo, de su tierra El Salvador, y que habiéndose descubierto en ellos, como diría Paulo Freire, con ellos sufrió y con ellos luchó. Y yo diría por ellos murió… para vivir siempre en el corazón del pueblo.


Me siento honrado de que el Embajador de El Salvador, compañero Sebastián Vaquerano, me haya invitado a presentar mis reflexiones sobre Monseñor Romero en esta casa magnífica de los derechos humanos, dirigida por nuestro compatriota Roberto Cuéllar. Me siento también honrado de compartir la mesa con Lisbeth Quesada, luchadora social de larga data quien desde su profesión está cerca del dolor de los seres humanos y desde su función pública ha sida defensora de los derechos humanos, en Costa Rica, razón más que suficiente para estar en este homenaje a alguien que literalmente entregó su vida por los derechos humanos: Monseñor Romero.

Para los salvadoreños y los amigos de El Salvador, que están en todos los confines del planeta, es importante entrelazar la vida de Monseñor Romero con la historia nacional de El Salvador y con las luchas de la humanidad.


Sin El Salvador, con sus grandezas y sus pequeñeces, no habría Monseñor Romero y sin Monseñor Romero difícilmente podríamos alimentar la terca esperanza de que un país desarrollado, honrado, decente y armonioso sea aún posible en El Salvador.


Era marzo de 1980, en Washington DC, donde un grupo de salvadoreños nos veíamos con frecuencia y hablábamos de El Salvador y de su convulsa situación. Aún vivíamos la satisfacción de haber visto la caída Somoza, en Nicaragua, ante el embate de una insurrección popular que se hizo revolución, pero que evaporó sus calidades iniciales. Aún teníamos la esperanza, surgida en los salvadoreños, al ver la caída del último eslabón de la dictadura militar, el General Carlos Humberto Romero. Vivíamos en una atmósfera de esperanzas pues, ingenuamente, creíamos, que el gobierno del presidente Carter no ayudaría a un gobierno represor que ya tenía la confluencia mancomunada de los militares de siempre y del Partido Demócrata Cristiano de Napoleón Duarte. La llamada primera junta, la que derrocó al General Romero, la que tenía a Guillermo Ungo como uno de sus miembros y a Enrique Álvarez Córdova como uno de sus ministros, había sido desplazada; pero aún había esperanzas…


En realidad, lo que estaba en marcha era una estrategia contra-insurgente que buscaba, a toda costa, derrotar al movimiento insurgente que ya, colmada una paciencia histórica, había echado a andar y se había alzado en armas. La contrainsurgencia estaba organizada sobre la base de tres soportes: el ejército salvadoreño, el Partido Demócrata Cristiano y el gobierno de estados Unidos que, aún con el Presidente Carter a la cabeza, no podía permitir que El Salvador –como decían los discursos oficiales-, cayera en manos de los comunistas. Suficiente eran Nicaragua, Irán y Vietnam donde Estados Unidos había perdido bastiones importantes de su geopolítica en los cinco años anteriores.


La noche del 24 de marzo de 1980, en mi casa de Alexandria, Virginia, recibí una llamada del ilustre amigo costarricense Rodolfo Silva quien me dio la noticia del asesinato, en plena misa, de Monseñor Romero y me expresó su solidaridad. Me quedé perplejo. Poco después recibí otra llamada del amigo salvadoreño Luis Buitrago quien, con su habitual vehemencia, me dijo: nos quedamos sin voz… Recuerdo que con esa frase se me hizo un gran silencio en la mente y creí estar en medio de una noche profunda y muy oscura… pero inmediatamente pensé que su voz no se apagaría y que más bien se haría luz…. y esa luz se hizo, para quedarse y agigantarse después , esa noche del 24 de marzo de 1980.


En los meses previos a su asesinato, habíamos oído mucho de Monseñor Romero, de sus homilías, de los atentados denunciados, de sus frases para la historia: si muero resucitaré en el pueblo,….si denuncio y condeno la injusticia es porque es mi obligación como pastor de un pueblo oprimido y humillado…la justicia (de los jueces judiciales) es como las serpientes…solo muerde a los descalzos…


El 17 de febrero de 1980, escasas cinco semanas antes de que Romero entrara en la historia, él envió una carta al Presidente Carter que, aún con su promoción de los derechos humanos, ya daba señas de ayudar al régimen contrainsurgente de El Salvador. En ella Monseñor Romero le decía a Carter: 


“Me preocupa bastante la noticia de que el Gobierno de Estados Unidos esté estudiando la manera de favorecer la carrera armamentista de El Salvador enviando equipos militares y asesores para “entrenar a tres batallones salvadoreños en logística, comunicaciones e inteligencia
… dado que como salvadoreño y Arzobispo de la Arquidiócesis de San Salvador tengo la obligación de velar porque reine la fe y la justicia en mi país, le pido que si en verdad quiere defender los derechos humanos:
Prohíba se dé esta ayuda militar al Gobierno Salvadoreño. 

Espero que sus sentimientos religiosos y su sensibilidad por la defensa de los derechos humanos lo moverán a aceptar mi petición evitando con ello un mayor derramamiento de sangre en este sufrido país...
 Atentamente, Oscar A. Romero Arzobispo”.


Seguramente ya Monseñor Romero, visionario, presentía que uno de esos batallones perpetraría, menos de dos años después, la masacre del Mozote, sobre la cual hay indudables evidencias de los niveles de terror al que había llegado el régimen represivo de El Salvador.


Cinco semanas después de esta carta, que nunca fue respondida, Monseñor Romero lanzó al mundo la famosa homilía donde ordenaba a los soldados y guardias nacionales no disparar contra el pueblo y les decía firme y sin temblar: “En nombre de dios: cesen la represión”.


Muchos creyeron que el régimen salvadoreño, oprobioso, represor y explotador, se abstendría de matar a un arzobispo. Lo que demostró el asesinato de Monseñor Romero es que ese régimen no tenía límites en la defensa y preservación de un sistema que, por siglos, habían construido para amasar fortunas sobre las espaldas de los trabajadores. Monseñor Romero, desde su apostolado religioso, quiso enfrentar esa tendencia e intentó humanizar al régimen salvadoreño. Y lo mataron físicamente; pero su martirologio queda como parte del caudal moral de un pueblo que aún brega por un mundo mejor, con dignidad y libertad para todos y, sobre todo, con satisfacción plena de necesidades.


Asesinar un arzobispo en plena función litúrgica es algo que no sucede todos los días. Según se informó por esos días, hacía ocho siglos que había ocurrido un hecho similar, cuando en 1170 sicarios del Rey de Inglaterra Enrique II habían asesinado, camino al altar, a Monseñor Thomas Becket, Arzobispo de Canterbury, cuando este Arzobispo aún era parte de las estructura de la Iglesia Católica y los divorcios, terminados en ejecuciones, de Enrique VIII, aún no habían dado origen a la Iglesia Anglicana bajo la conducción del Rey o Reina de Inglaterra. Seguramente los inspiradores estratégicos del asesinato de Monseñor Romero no supieron de esa rareza histórica: matar un arzobispo celebrando misa; pero sin proponérselo cometieron un hecho que entró de lleno en la historia para quedar escrito en piedra de milenios. 


Se dice que antes de que Tomás Becket fuera asesinado, su enemigo e inspirador de su asesinato, el Rey Enrique II de Inglaterra, dijo aquellas célebres frases: "¿no habrá nadie capaz de librarme de este cura turbulento?" y "es conveniente que Becket desaparezca".

¿Habría habido alguien que mal dijo que Monseñor Romero era un cura turbulento y que debía desaparecer? ¿Quién sería ese Enrique II de los tiempos modernos que inspiró a d’Aubuisson y a Saravia a poner en marcha el operativo asesino? La respuesta es una tarea pendiente para claridad histórica.


Monseñor Romero es ahora universal y pertenece a la humanidad. Ahí está, en la Abadía de Westminster, junto a otros mártires de las causas nobles modernas entre ellos el líder de los derechos civiles, sobre todo para los negros oprimidos de Estados Unidos de América, Martin Luther King.


La Abadía de Westminster se fundó en el Siglo XI, como templo católico y dependiendo de Roma. Es un lugar reverenciado por los actuales seguidores de la iglesia anglicana, de raíces cristianas, y muy conocido como emblema de la religiosidad y la realeza inglesas. 

En 1998 se abrió al público, en la Abadía de Westminster, la Galería de los Mártires del Cristianismo en el Siglo XX. Ahí está Monseñor Romero, cargando un niño, como símbolo de su visión futurista y universal.


Para confirmar esa universalidad de Monseñor Romero, recordemos que, el 21 de diciembre de 2010, la Asamblea General de Naciones Unidas emitió una resolución en homenaje a Monseñor Romero y proclamó el 24 de marzo Día Internacional para el Derecho a la Verdad en relación con las Violaciones Graves de los Derechos Humanos y para la Dignidad de las Víctimas;
Supe de Monseñor Romero desde que era un obispo conservador de Santiago de María, lugar de terratenientes y cafetaleros conservadores que descansaban su poder en la trilogía de siempre: la iglesia católica, los terratenientes y los militares.


En plena dictadura militar, entre los presidentes Molina y Romero, se ventiló el nombramiento de un nuevo Arzobispo, para sustituir al retirado y primeramente conservador Arzobispo Luis Chávez y González, surgido durante la dictadura de Hernández Martínez y el papado Pio XII, pero evolucionado hasta ser progresista después de las reformas del Concilio Vaticano II.


Como era usual, la dictadura cabildeaba por un Arzobispo aceptable y en la puja de poder por la sucesión el Papa Paulo VI, a principios de 1977, designó como Arzobispo de San Salvador a Monseñor Romero a quien, de seguro, la dictadura lo veía como confiable. No sabían que los sufrimientos del pueblo, que el acompañaba, lo harían optar por los pobres y oprimidos hasta jugarse la vida. Fue breve el Arzobispado de Monseñor Romero, menos de tres años, pero dejó una huella profunda y cargada de fecundidad para iluminar los caminos de la justicia social.


La única vez que conversé con Monseñor Romero, por pocos minutos, fue en ocasión de una reunión de obispos que hubo en Costa Rica allá por 1978. Y aquí me voy a referir a algunos hechos que están en mi memoria y que ilustran lo dicho: Monseñor Romero estuvo siempre entrelazado con las historia de El Salvador.


Un día de 1978 fui a Washington DC por asuntos de trabajo. Por allá estaba Luis Buitrago quien me dio una copia de un informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos sobre los derechos humanos en El Salvador., que le habían dado manos amigas. En esos tiempos no había ni fax, ni Internet. La copia era un tesoro político pues contenía claras denuncias contra el gobierno militar del General Romero, suscritas nada menos que por una comisión de la OEA. Llevé la copia a Costa Rica, cuando el documento aún no era de dominio público. Con Sebastián Vaquerano produjimos un librito que contenía el Informe completo y le pusimos de título “Violación de Derechos Humanos en El Salvador. OEA”. 


El libro circuló ampliamente. Fue uno de los arietes intelectuales con que se abatió al gobierno dictatorial del General Romero que terminó cayéndose en octubre de 1979.
Por esos días, y sabiendo que Monseñor Romero estaba en Costa Rica, Sebastián Vaquerano y yo fuimos a buscarlo al lugar donde se reunía con sus colegas obispos. 


Él no nos conocía; pero rápidamente nos dio su confianza. Le entregamos unos cuantos libritos y él nos agradeció. Nos preguntó por la familia Claramount, que estaba exilada des marzo de 1977 en Costa Rica, después del fraude electoral que le hicieron a la coalición electoral de demócratas cristianos, socialdemócratas y comunistas. Monseñor nos pidió ponerlo en contacto con ellos. Antes de despedirnos, nos pidió más libritos para repartir entre sus amigos.


Me quedó grabada la humildad, la firmeza y la claridad de su conversación. Sin duda alguna comunicaba lo que pensaba.
Creo que Monseñor Romero pertenece a esa casta de salvadoreños que, originados en los espacios del poder tradicional, pero sensibilizados con el sufrimiento de los oprimidos y los pobres de la patria, liaron bártulos ideológicos y se pasaron al lado del pueblo sufrido. Nuestra historia recoge, en el pasado reciente, cómo conspicuos representantes de los militares, de la oligarquía y de la iglesia católica se pasaron de verdad al lado del pueblo y cómo los tres fueron asesinados por el régimen reaccionario y pro-oligárquico de El Salvador. Me refiero al Coronel Benjamín Mejía, al acaudalado empresario Enrique Álvarez Córdova y a Monseñor Romero. Tres vidas singulares que ojalá haya tiempo de escribir sus biografías, en el contexto de la historia nacional durante sus vidas y durante sus muertes. Los tres fueron asesinados en 1980 por los escuadrones de la muerte al servicio de un poder reaccionario y asesino.


Murió Monseñor Romero; no nos quedamos sin voz. Monseñor Romero sigue como voz de denuncia y de protesta y es luz del pensamiento. Sus poderosas homilías lo retratan como un hombre claro, sereno, valiente y sensible con las penas del pueblo humilde.


Y por eso es universal, y por eso está en Westminster y por eso las naciones del mundo le rinden tributo desde la Asamblea General de Naciones Unidas y por eso resucita cada día en las luchas cotidianas de los mejores hijos de El Salvador.


Sea este mi homenaje a la vida, pasión y muerte de Monseñor Romero. Una vida sencilla y valiente. Una pasión por combatir la injusticia, principalmente la que padecen los pobres y los humildes, y una muerte que no es muerte, sino comienzo de rutas colmadas de esperanzas. Gloria a Monseñor Romero.

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