La
izquierda necesita hacerse un replanteamiento en tanto expresión de un
pensamiento alternativo al capitalismo, a la lógica del libre mercado, a la
sociedad de clases -crítica que no significa el desechar los ideales de cambio
luego del derrumbe del socialismo europeo sino su profundización a partir de
las lecciones aprendidas-.
Marcelo Colussi / Especial para Con Nuestra
América
Desde
Ciudad de Guatemala
La región
latinoamericana tiene características bastante peculiares en tanto bloque. Si
bien hay diferencias, marcadas incluso, entre algunas zonas -el Cono Sur con
Argentina, Chile y Uruguay es muy distinto a Centroamérica, por ejemplo; o sus
países más industrializados, Brasil y México, difieren grandemente de las islas
caribeñas-, en su composición hay más elementos estructurales en común que
dispares.
Los rasgos
comunes que unifican a toda la región son, al menos, dos: a) todos los países
que la componen nacieron como Estado-nación modernos luego de tres siglos de
dominación colonial europea; y b) todos se construyeron intengrando a los
pueblos originarios en forma forzosa a esos nuevos Estados por parte de las
elites criollas. Estas características marcan a fuego la historia y la dinámica
actual del área.
En un
sentido, toda la historia de Latinoamérica en sus ya más de cinco siglos como
unidad político-social y cultural, es una historia de violencia, de profundas
injusticias, de reacción y luchas populares. De las rebeliones indígenas a la
actual propuesta del ALBA (Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra
América) como proyecto de integración no salvajemente capitalista, las fuerzas
progresistas han jugado siempre un importante papel.
Las izquierdas políticas
en sentido moderno (con un talante socialista podríamos decir, marxistas
incluso) han estado siempre presentes en los movimientos del pasado siglo. De
hecho, con diferencias en sus planteamientos pero con un mismo norte, en casi
todas las sociedades latinoamericanas se dieron procesos populares de
construcción de alternativas socialistas, o nacionalistas antiimperialistas, en
búsqueda de mayores niveles de justicia. En algunas llegando a ocupar aparatos
de Estado, con experiencias disímiles, pero siempre con un talante popular:
Chile con el procso de Salvador Allende a la cabeza, Cuba y Nicaragua con sus
revoluciones vía armada, Bolivia con un proceso particular de nacionalización y
reforma agraria; Guatemala con una perspectiva similar de corte
antiimperialista; Venezuela, Bolivia o Ecuador en la actualidad, con proyectos
nacionales con matices de izquierda; en otras experiencias, peleando desde el
llano: movimientos sindicales, reivindicaciones campesinas, insurgencias
armadas.
Sin ánimo
de hacer un balance de esta historia, lo que vemos entrado ya el siglo XXI es
que la izquierda no está en franco ascenso, pero tampoco ha muerto como el
omnímodo discurso neoliberal actual pretende presentar. Es más: luego de la
furiosa y sangrienta represión de los proyectos progresistas de las décadas de
los 70/80 y de la instauración de antipopulares políticas privatistas en los 90
del siglo pasado, después del derrumbe del campo socialista y un período donde
las luchas por mayores cuotas de justicia parecían totalmente dormidas, en
estos últimos años asistimos a un renacer de la reacción popular.
¿Estamos
entonces realmente ante un resurgir de las izquierdas, de nuevos, viables y
robustos proyectos de cambio social?
Hoy día
suele hacerse la diferencia entre izquierdas políticas e izquierdas sociales.
Hay, sin dudas, un cierto retraso de las primeras en relación a las segundas.
Para decirlo de otro modo: los planteos políticos de fuerzas partidarias a
veces han quedado cortos en relación a la dinámica que van adquiriendo
movimientos sociales. Muchas veces las reacciones, protestas, o simplemente la
modalidad que, en forma espontánea, han tomado las mayorías, no siempre se ven
correspondidas por proyectos políticos articulados provenientes de las
agrupaciones de izquierda. Con variaciones, con tiempos distintos, pero sin
dudas como efecto generalizado apreciable en toda Latinoamérica, hay un desfase
entre masas y vanguardias. Lo cierto es que desde hace algunos años la reacción
de distintos movimientos sociales ha abierto frentes contra el neoliberalismo
rampante que se extiende sin límites por toda la región.
Toda esta
izquierda social ha tenido impactos diversos, con agendas igualmente diversas,
o a veces sin agenda específica: frenar privatizaciones de empresas públicas,
organización y movilización de campesinos sin tierra o de habitantes de
asentamientos urbanos precarios, derrocamiento de presidentes como en
Argentina, en Bolivia o en Ecuador, oposición a políticas dañinas a los
intereses populares. Por ejemplo, la suma de todas estas movilizaciones impidió
la entrada en vigencia del Area de Libre Comercio para las Américas -ALCA- tal
como lo tenía previsto Washington para enero del 2005, o frenó la instalación
de empresas multinacionales extractivas (mineras o petroleras) en más de una
ocasión. Eso, por cierto, no es la revolución socialista, pero constituye
momentos importantes de una larga lucha de resistencia popular.
El abanico
de protestas es amplio, y a veces, por tan amplio, difícil de vertebrar. Los
piqueteros en Argentina o los movimientos campesinos con un fuerte componente étnico
en Bolivia, Ecuador, Perú o Guatemala, el zapatismo en el Sur de México o la
movilización de los sem terra en Brasil, son formas de reacción a un
sistema injusto que, aunque haya proclamado que "la historia
terminó", sigue sin dar respuesta efectiva a las grandes masas
postergadas. ¿Hay un hilo conductor, algún elemento común entre todas estas
expresiones?
Hoy por
hoy, diversas expresiones de la izquierda política, o al menos, expresiones que
caen bajo el excesivamente amplio y difuso paraguas del denominado
"progresismo" -la izquierda que en estos momentos es posible:
moderada y de saco y corbata- tienen en sus manos el aparato del Estado en
varios países: Brasil, El Salvador, Uruguay, Argentina. Habrá quien ni siquiera
esté de acuerdo con considerar a estos gobiernos como expresiones de la
izquierda. Tal vez no se equivoque quien así lo vea, pero para la derecha
(nacionales, o para el discurso hegemónico de Washington, ese difuso abanico no
deja de tener valor de "desafío".
Con esos proyectos populares, con cierta preocupación social (más, al menos,
que los gobiernos neoliberales abiertos), las posibilidades de
transformaciones profundas, tal como están las cosas y dada la coyuntura con
que arribaron a las administraciones estatales, son limitadas, o quizá
imposibles. Más aún: son "izquierdas" que, en todo caso, pueden
administrar con un rostro más humano situaciones de empobrecimiento y
endeudamiento sin salida en el corto tiempo. En modo alguno podría decirse que
son "traidores", "vendidos al capitalismo", "tibios
gatopardistas". La izquierda constitucional hace lo que puede; y hoy, en
los marcos de la post Guerra Fría, con el triunfo de la gran empresa y el
unipolarismo vigente -más aún en la región latinoamericana, botín histórico del
imperio estadounidense, cada vez más inundada de bases militares lideradas
desde el Norte- es poco lo que tiene por delante: si deja de pagar la ominosa
deuda externa, si piensa en plataformas de expropiaciones y poder popular y si
se atreve a armar a sus pueblos, sus días están contados. Es más: ni siquiera
es necesario pensar en tales extremos de radicalización: coquetear con
propuestas con sabor a popular ya puede ser motivo de reacción, y en algunos
países pequeños, como Honduras, Haití, Guatemala, puede llevar a golpes de
Estado, disfrazados hoy por hoy, pero golpes al fin (Manuel Zelaya en Honduras
o Jean-Bertrand Aristide en Haití fueron movidos de sus presidencias, y casi se
logra lo mismo en un momento determinado con Álvaro Colom en Guatemala).
¿Es mejor,
entonces, desechar de una vez la lucha en los espacios de las democracias
constitucionales? Es un espacio más, uno de tantos; pero no más que eso, y
deberíamos ser muy precavidos respecto a los resultados finales de esas luchas.
La experiencia ya ha demostrado con innegable contundencia que cambiar el
sistema desde dentro es imposible (los casos de Venezuela, Bolivia o Ecuador
son una pregunta abierta al respecto: ¿hasta dónde pueden llegar sus
transformaciones reales en tanto se mueven en la lógica delas democracias
representativas clásicas?) Los movimientos insurgentes que, desmovilizados,
pasaron a la arena partidista, no han logrado grandes transformaciones de base
en las estructuras de poder contra las que luchaban con las armas en la mano
(piénsese en las guerrillas salvadoreñas o guatemaltecas, por ejemplo, o el
M-19 en Colombia). Todo lo cual no debe llevar a desechar de una vez el ámbito
de la democracia representativa; debe abrir, en todo caso, la pregunta en torno
a los caminos efectivos de las izquierdas. Algo así como la pregunta que se
hacía Lenin hace más de un siglo en Rusia zarista: ¿qué hacer?
Las
izquierdas que hacen gobierno desde otra perspectiva (Cuba, o Venezuela con su
Revolución Bolivariana, una izquierda bastante sui generis po cierto, o procesos como los de Bolivia o Ecuador,
interesantes semillas de fermento popular sin dudas) son el blanco de ataque
del gran capital privado, expresado fundamentalmente en la actitud belicosa y
prepotente de la administración de Washington.
Lo que está
claro es que en esta post Guerra Fría, con el papel hegemónico unipolar que ha
ido cobrando Estados Unidos y su plan de profundización de poderío global,
Latinoamérica es ratificada en su papel de reserva estratégica (léase: patio
trasero). Ante la desaceleración de su empuje económico (el imperio no está
muriéndose, pero comienza a ver amenazado su lugar de intocable a partir de
nuevos actores como China o la Unión Europea), el área latinoamericana es una
vez más un reaseguro para la potencia del Norte, apareciendo ahora como
obligado mercado integrado donde generar negocios, proveer mano de obra barata
y asegurar recursos naturales a buen precio, por supuesto bajo la absoluta
supremacía y para conveniencia de Washington. De esa lógica se deriva la nueva
estrategia de recolonización dada a través de la firma de los diversos Tratados
de Libre Comercio -que, por supuesto, de "libres"
no tienen nada-, acompañada por la ultra militarización de la zona, con una
cantidad de bases como nunca había tenido durante el siglo XX.
La
situación actual puede abrir la interrogante sobre cómo enfrentarse a ese poder
hegemónico: ¿unirse como bloque regional quizá? Como dijera Angel Guerra
Cabrera: "La victoria no concluye hasta conseguir la integración
económica y política de América Latina y el Caribe. Y es que la concreción en
los hechos del ideal bolivariano -como lo vienen haciendo Venezuela y Cuba en
sus relaciones- es lo único que puede evitar la anexión de nuestra región por
Estados Unidos y propiciar que se desenvuelva con independencia y dignidad
plena en el ámbito internacional. Lograrlo exige la definición de un programa
mínimo que agrupe en cada país a las diferentes luchas sociales en un gran
movimiento nacional capaz de impulsar transformaciones antiimperialistas y socialistas".
Seguramente ahí hay una agenda que las fuerzas progresistas no pueden
descuidar: una integración real y basada en intereses populares, una posición
clara contra mecanismos de ataque a la integridad latinoamericana como el Plan
Patriota (ex Plan Colombia) o el Plan Mérida (para México y Centroamérica) y
los nuevos demonios que circulan y pueden permitir el desembarco de más tropas:
la lucha contra el narcotráfico y contra el terrorismo internacional, coartada
perfecta para la geoestrategia del gobierno de Estados Unidos.
Esto nos
lleva, entonces, a la reconsideración de las nuevas izquierdas en
Latinoamérica, tarea impostergable y vital. La izquierda necesita hacerse un
replanteamiento en tanto expresión de un pensamiento alternativo al capitalismo,
a la lógica del libre mercado, a la sociedad de clases -crítica que no
significa el desechar los ideales de cambio luego del derrumbe del socialismo
europeo sino su profundización a partir de las lecciones aprendidas-.
Preguntas, en definitiva, que podrán servir para reenfocar las luchas.
Si esa
reformulación se hace genuinamente, deberá preguntarse qué es lo que está en
juego en una revolución: ¿se trata de mejores condiciones de vida para la
población, como se está dando en estos momentos en Venezuela con un reparto más
equitativo de la renta petrolera, o hay que profundizar el poder popular y la
construcción de una nueva ética? (en el país caribeño, por ejemplo, sigue
siendo dominante la idea de los certámenes de belleza femenina, y el gobierno
central destina 300 millones de dólares para apoyar a "su" piloto de Fórmula 1. ¿Eso es el socialismo del siglo
XXI?) De tal forma, abriendo esos debates, deberá atreverse a buscar a
tiempo los antídotos del caso contra los errores que nos enseña la historia; preguntarse
qué, cómo y en qué manera puede cambiar lo que se intenta cambiar; hacer
efectiva la máxima de "la imaginación al poder" del mítico
Mayo Francés de 1968, hoy ya tan lejano y olvidado, como una garantía, quizá la
única, de poder lograr cambios sostenibles.
En esa
reconceptualización, sabiendo que nos referimos a Latinoamérica, es necesario
retomar agendas olvidadas, o poco valorizadas por la izquierda tradicional.
Heredera de una tradición intelectual europea (ahí surgió lo que entendemos por
izquierda), los movimientos contestatarios del siglo XX ocurridos en
Latinoamérica no terminaron de adecuarse enteramente a la realidad regional. La
idea marxista misma de proletariado urbano y desarrollo ligado al triunfo de la
industria moderna en cierta forma obnubiló la lectura de la peculiar situación
de nuestras tierras. Cuando décadas atrás José Mariátegui, en Perú, o Carlos
Guzmán Böckler, en Guatemala, traían la cuestión indígena como un elemento de
vital importancia en las dinámicas latinoamericanas, no fueron exactamente
comprendidos. Sin caer en infantilismos y visiones románticas de "los
pobres pueblos indios" ("Al
racismo de los que desprecian al indio porque creen en la superioridad absoluta
y permanente de la raza blanca, sería insensato y peligroso oponer el racismo
de los que superestiman al indio, con fe mesiánica en su misión como raza en el
renacimiento americano", nos
alertaba Mariátegui en 1929), hoy día la izquierda debe revisar sus
presupuestos en relación a estos temas.
De hecho, entrado el tercer milenio, vemos que las reivindicaciones
indígenas no son "rémoras de un atrasado pasado semifeudal y
colonial" sino un factor de la más grande importancia en la lucha que
actualmente libran grandes masas latinoamericanas (Bolivia, Perú, Ecuador,
México, Guatemala). Sin olvidar que Latinoamérica es una suma de problemas
donde el tema del campesinado indígena es un elemento entre otros, pero sin
dudas de gran importancia, la actitud de autocrítica es lo que puede iluminar
una nueva izquierda.
Pensar que
las izquierdas están renaciendo con fuerza imparable, además de erróneo, puede
ser irresponsable. Si el "progresimo" actual puede llevar a plantear
un "capitalismo serio", eso
no es más que un camino muerto, o sumamente peligro incluso para las grandes
mayorías populares. Pero creer que todo está perdido, es más
irresponsable aún. En ese sentido, entonces, la utopía de un mundo nuevo no ha
muerto porque ni siquiera ha terminado de nacer.
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