Cuba pareció luchar
prácticamente sola contra el mundo con un empeoramiento de los bárbaros efectos
de un bloqueo que pretendió finalmente matar de hambre a los revolucionarios
cubanos. Sin embargo, resistieron. ¡Patria
o muerte! fue nuevamente la consigna.
Carlos
Rivera Lugo / Semanario Claridad (Puerto Rico)
Recuerdo aún cuando
arribé por vez primera al Aeropuerto José Martí . Era 1972 y aunque me hallaba
estudiando en el Chile de la Unidad Popular, el compañero y reverendo Juan
Antonio Franco me convenció a enlistarme en una Brigada de Cristianos por el
Socialismo que visitaría a Cuba, primer territorio libre de América. No tuvo
que forcejear mucho para convencerme. Ya había sido testigo de la visita a
Chile del mítico líder de la Revolución Cubana, Fidel Castro Ruz. Llegó a
Santiago el 10 de noviembre de 1971 para una visita oficial de diez días y
finalmente se quedó veinticuatro. Caminó por el país austral de norte a sur y,
de paso, sin pelos en la lengua, dijo lo que entendía debía decir. Y es que
vivía de acuerdo a la máxima gramsciana: La verdad es siempre revolucionaria.
Siempre recuerdo cuando,
durante su visita a Chile, sentenció que “la revolución es el arte de sumar
fuerzas”, idea ésta que brotaba de su propia experiencia en Cuba. A través del
tiempo, esta idea de la unidad como imperativo estratégico ineludible de las
fuerzas que aspiran a potenciar una nueva posibilidad revolucionaria, probó ser
incontrovertible, como lo demuestran más recientemente las experiencias de
Venezuela, Bolivia y Ecuador.
En su discurso de
despedida en el Estadio Nacional ante miles de chilenos, Fidel advirtió que la
revolución chilena se hallaba amenazada ante el hecho de que se había permitido
que la derecha estuviese ganando “la batalla de la calle”. Otra verdad
incontrovertible: más allá de las urnas, la lucha por el poder se gana, en
última instancia, en las calles.
La Doctrina Dorticós
Un año más tarde, en
noviembre de 1973, tuve la fortuna y el honor de retornar a Cuba, esta vez como
delegado permanente en La Habana del Partido Socialista Puertorriqueño (PSP) y
al frente de la Misión Permanente que desde marzo de 1966 opera en dicho país
hermano para promocionar la causa de la liberación nacional y social de Puerto Rico.
En ese tiempo pude atestiguar cómo se profundizaba la solidaridad ejemplar que
siempre ha caracterizado a Cuba con Puerto Rico. Por ejemplo, estuvo la
organización de la Primera Conferencia Internacional de Solidaridad con la
Independencia de Puerto Rico, celebrada en La Habana del 5 al 7 de diciembre de
1975. En ésta, el entonces presidente Osvaldo Dorticós, presidente de Cuba,
clausuró dicho histórico evento pronunciando un discurso que sentó un
precedente fundamental para la internacionalización de la causa anticolonial
puertorriqueña.
En lo que se conoció como
la Doctrina Dorticós, el Presidente enunció, a nombre del Gobierno
Revolucionario cubano, que Puerto Rico, como nación caribeña y latinoamericana,
es parte integral de la América Latina y, por ende, cualquier intento por
Washington de anexar la isla a Estados Unidos constituiría una violación a la
integridad territorial de la América Nuestra. Según dicha doctrina, la única
vía para descolonizar a Puerto Rico respetando su carácter latinoamericano y
caribeño es la soberanía plena de la independencia.
Ante dicho
pronunciamiento, el entonces secretario de Estado estadounidense, Henry
Kissinger, rompió con el tradicional mutismo e indiferencia que caracterizaba a
la diplomacia yanqui sobre el caso de Puerto Rico y rechazó la Doctrina
Dorticós como una intromisión en los asuntos internos de Estados Unidos. Sin
embargo, a la larga la Doctrina Dorticós siguió ganando adeptos, como bien lo
demuestra la postura de gobiernos como los de Nicaragua, Venezuela, Bolivia y
Ecuador en el seno de la recién creada Comunidad de Estados Latinoamericanos y
Caribeños (CELAC), para que la región toda se implique en la descolonización de
Puerto Rico y su integración a la comunidad de estados soberanos de la América
Latina y del Caribe.
¡Patria o muerte!
Ya desde la década del
sesenta, Cuba se había convertido en promotora activa y destacada de la
liberación nacional y social de los pueblos, particularmente en Asia, África y
la América Latina. Desde la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS),
creada en 1967, hasta la Organización de Solidaridad con los Pueblos de África,
Asia y América Latina (OSPAAAL), también conocida como la Tricontinental y
fundada un año antes, Cuba se encargó de potenciar por doquier las aspiraciones
liberadoras de los pueblos.
Ello, claro está, sólo
avivaba el odio imperial contra la joven revolución y su temor a que desde La
Habana se potenciase una ola revolucionaria que arropase a toda la América
Nuestra. Al respecto afirma la histórica Segunda Declaración de La Habana
(1962): “Cuba y América Latina forman parte del mundo. Nuestros problemas
forman parte de los problemas que se engendran de la crisis general del
imperialismo y la lucha de los pueblos subyugados; el choque entre el mundo que
nace y el mundo que muere. La odiosa y brutal campaña desatada contra nuestra
Patria expresa el esfuerzo desesperado como inútil que los imperialistas hacen
para evitar la liberación de los pueblos. Cuba duele de manera especial a los
imperialistas. ¿Qué es lo que esconde tras el odio yanki a la Revolución
Cubana? ¿Qué explica racionalmente la conjura que reúne en el mismo propósito
agresivo a la potencia imperialista más rica y poderosa del mundo contemporáneo
y a las oligarquías de todo un continente, que juntos suponen representar una
población de 350 millones de seres humanos, contra un pequeño pueblo de sólo 7
millones de habitantes, económicamente subdesarrollado, sin recursos
financieros ni militares para amenazar ni la seguridad ni la economía de ningún
país? Los une y los concita el miedo. Lo explica el miedo. No el miedo a la
Revolución Cubana; el miedo a la revolución latinoamericana”.
Seguidamente añade:
“Aplastando la Revolución Cubana, creen disipar el miedo que los atormenta, el
fantasma de la revolución que los amenaza. Liquidando a la Revolución Cubana,
creen liquidar el espíritu revolucionario de los pueblos. Pretenden, en su
delirio, que Cuba es exportadora de revoluciones. En sus mentes de negociantes
y usureros insomnes cabe la idea de que las revoluciones se pueden comprar o
vender, alquilar, prestar, exportar o importar como una mercancía más.
Ignorantes de las leyes objetivas que rigen el desarrollo de las sociedades
humanas, creen que sus regímenes monopolistas, capitalistas y semifeudales son
eternos”.
Ya en abril de 1967,
desde la clandestinidad, el guerrillero argentino-cubano, Ernesto Che Guevara,
hace llegar su histórico mensaje a la conferencia fundacional de la
Tricontinental: “¡Cómo podríamos mirar el futuro de luminoso y cercano, si dos,
tres, muchos Vietnam florecieran en la superficie del globo, con su cuota de
muerte y sus tragedias inmensas, con su heroísmo cotidiano, con sus golpes
repetidos al imperialismo, con la obligación que entraña para éste de dispersar
sus fuerzas, bajo el embate del odio creciente de los pueblos del mundo! Y si
todos fuéramos capaces de unirnos, para que nuestros golpes fueran más sólidos
y certeros, para que la ayuda de todo tipo a los pueblos en lucha fuera aún más
efectiva, ¡qué grande sería el futuro, y qué cercano!”
¡Patria o muerte! ¡Qué
tiempos aquellos en que la vida o la muerte heroica dedicada a la radical
agricultura de la libertad era el destino que tantos y tantas voluntariamente
asumimos. Sólo la apuesta revolucionaria daba sentido a nuestras vidas. “Porque
esta gran humanidad ha dicho “¡Basta!” y ha echado a andar –expresaba la
Segunda Declaración, ese nuevo evangelio de los pueblos – “Y su marcha de
gigantes ya no se detendrá hasta conquistar la verdadera independencia”. La
era está pariendo un corazón, cantaba Silvio Rodríguez, y nosotros nos
sentíamos sus parteros.
La epopeya cubana en
Angola
Para finales de la década
de los setentas y comienzos de la década de los ochentas, Cuba ya se había
erigido en una muy influyente potencia emergente dentro de las relaciones y la
diplomacia internacionales. En 1974, como uno de los motores principales del
Movimiento de Países No-Alineados, contribuye a la elaboración y aprobación,
por la Asamblea General de la ONU, de dos históricas declaraciones como señal
indiscutible de los tiempos: la primera, a favor de la constitución de un Nuevo
Orden Económico Internacional; y la segunda, una inédita Carta de derechos y
deberes económicos de los Estados. Al año siguiente, el entonces embajador de
Washington ante la ONU, Daniel Patrick Moynihan, se quejaba de que su país era
víctima de la tiranía de una nueva mayoría.
Ahora bien, lo que
acabó de consagrar a la Revolución Cubana como una protagonista internacional
de peso fue su presencia político-militar solidaria, en 1975, con el pueblo de
Angola y el gobernante Movimiento Popular para la Liberación de Angola (MPLA)
en contra de la invasión militar del régimen racista de Sudáfrica, cuyas
fuerzas militares eran consideradas hasta ese momento invencibles. En lo que se
conocerá como la “Operación Carlota”, se protagonizó una de las más grandes
epopeyas en la historia político-militar contemporánea, con la participación de
hasta 300,000 combatientes cubanos en las diversas etapas de la Operación que
duró hasta 1991. Ello constituyó una decisiva profundización de la política
internacionalista de los cubanos en África, la que comenzó con el paso del Che
Guevara por el Congo.
Sin que Washington tomara
conocimiento alguno de la operación cubana hasta que ya era muy tarde y apoyado
por la Unión Soviética, Cuba transportó inicialmente un batallón de tropas
especiales, junto a mil tanques de combate, desde La Habana a Luanda, la
capital angolana. Sobre ello escribió Gabriel García Márquez: “De modo que la acción
solidaria de Cuba en Angola no fue un acto impulsivo y casual, sino una
consecuencia de la política continua de la Revolución Cubana en África. Sólo
que había un elemento nuevo y dramático en esa delicada decisión. Esta vez no
se trataba simplemente de mandar una ayuda posible, sino de emprender una
guerra regular de gran escala a 10 mil kilómetros de su territorio, con un
costo económico y humano incalculable y unas consecuencias políticas
imprevisibles. (…) Al principio de la guerra, cuando la situación era
apremiante, Fidel Castro permaneció hasta 14 horas continuas en la sala de
mando del Estado Mayor, y a veces sin comer ni dormir, como si estuviera en
campaña. Seguía los incidentes de las batallas con los alfileres de colores de
los mapas minuciosos y tan grandes como las paredes, y en comunicación
constante con los altos mandos del MPLA en un campo de batalla donde eran seis
horas más tarde. Algunas de sus reacciones en esos días inciertos revelaban su
certidumbre de victoria” (Gabriel García Márquez, Operación Carlota).
En un contexto, como el
angolano, en que muchos africanos negros creían que a los africanos blancos “no
le entraban las balas”, como narra García Márquez, la derrota de los tropas
sudafricanas en Cabinda, al sur de Angola, permitió cambiar la historia en esa
parte del mundo. Se posibilitó la independencia nacional de ese país hermano y,
de paso, se marcó el principio del fin definitivo del notorio régimen del
apartheid en África del Sur. A su vez, se facilitó la eventual independencia de
la vecina Namibia en 1990, la consolidación de la independencia nacional de
Mozambique y la liberación nacional definitiva de Zimbabwe en 1980.
Ahora bien, la victoria
en Angola fue importante para los cubanos en otro sentido, como bien apunta García
Márquez en el escrito antes mencionado: “Desde la victoria de Girón, hacía más
de 15 años, habían tenido que asimilar con los dientes apretados el asesinato
del Che Guevara en Bolivia y el del presidente Salvador Allende en medio de la
catástrofe de Chile, y habían padecido el exterminio de las guerrillas en
América Latina y la noche interminable del bloqueo, y la polilla recóndita e
implacable de tantos errores internos del pasado que en algún momento los
mantuvieron al borde del desastre. Todo eso, al margen de las victorias
irreversibles pero lentas y arduas de la Revolución, debió crear en los cubanos
una sensación acumulada de penitencias inmerecidas. Angola les dio por fin la
gratificación de la victoria grande que tanto estaban necesitando”.
La contrarrevolución del
capital
Por su parte, el
emplazamiento antisistémico que en lo económico representaron tanto el avance
de las demandas producto de la lucha de clases al interior del Estado social,
así como las reivindicaciones de los pueblos del llamado Tercer Mundo, apoyados
por el campo socialista, a favor de un Nuevo Orden Económico Internacional; y
que en lo político-militar representó la victoria de Cuba en Angola, hizo que
los capitalistas se sintiesen políticamente amenazados.
La contrarrevolución
neoliberal que empieza a arropar al planeta a partir del cruento golpe en Chile
de 1973, a modo de un vuelco violento en el balance real de fuerzas, constituye
el intento del capital por restituir a la fuerza su poder de clase y ampliarlo
a una escala hasta ahora desconocida. Ello será facilitado, en cierta medida,
por el colapso de la URSS y del campo socialista europeo, hecho que presagió el
Che Guevara por entender que éstos representaban unos regímenes que actuaban de
espaldas a sus trabajadores y, por ende, carecían de la nueva cultura y
consciencia que permitiese la constitución de hombres y mujeres comprometidos
con la práctica consecuente de unos valores realmente comunistas.
En esa coyuntura Cuba
pareció luchar prácticamente sola contra el mundo con un empeoramiento de los
bárbaros efectos de un bloqueo que pretendió finalmente matar de hambre a los
revolucionarios cubanos. Sin embargo, resistieron. ¡Patria o muerte! fue
nuevamente la consigna.
La continuada apuesta
revolucionaria
Pero la historia siguió
dándole la razón. En 1989, mientras en Berlín se derrumbaba una muralla propia
de la Guerra Fría y se anunciaba la alegada victoria definitiva del capital
sobre los “proletarios del mundo”, se produjo el acontecimiento histórico del Caracazo
en Venezuela, el cual anuncia el principio no sólo de la resistencia contra las
nuevas políticas neoliberales del capital sino que también la potenciación de
nuevas posibilidades para superar el inestable y crecientemente desacreditado
nuevo orden del capital global. En 1994, hizo presencia en Chiapas, México la
guerrilla del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, comprometiéndose a
potenciar un mundo muy otro al pregonado bajo el neoliberalismo e, incluso, el
reformismo yermo. En ambos casos, se trataba del despertar político de los
hasta ahora condenados de la tierra: los pobres y marginados, así como
los pueblos indígenas. Luego vinieron las victorias electorales de Hugo Chávez
Frías en Venezuela, Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil, Néstor Kirchner en
Argentina, Evo Morales Ayma en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador y, finalmente,
Daniel Ortega en Nicaragua.
En la Cumbre del Mar del
Plata en noviembre de 2004, se enterró el proyecto neocolonial del ALCA
impulsado desde Washington. En su lugar, Cuba y Venezuela lanzaron en diciembre
de 2004 una inédita Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra
América-Tratado de Comercio de los Pueblos (ALBA-TCP). En febrero de 2010 se
creó la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), dentro del
cual Cuba ha jugado un papel de singular importancia para ir consolidando esta
nueva iniciativa de unidad continental como alternativa a la decrépita y
desacreditada Organización de Estados Americanos (OEA), la que Cuba siempre
denunció como el “ministerio de colonias” de Washington por su complicidad, en
su momento, en los intentos de Estados Unidos de destruir la Revolución Cubana.
Ante dichos cambios y su
creciente aislamiento en la región luego de más de cincuenta años de agresiones
criminales contra Cuba, a Washington no le quedó otra que finalmente aceptar la
existencia de la Revolución Cubana y la igualdad soberana de su pueblo para
determinar libremente su destino. Ahora bien, mientras declara sentirse vencido
en sus pretensiones imperiales por poner fin a la Revolución Cubana, a la misma
vez pretende redirigir sus ambiciones desestabilizadoras inmediatas contra la
Revolución Bolivariana de Venezuela.
Al momento del anuncio de
la normalización por parte de los respectivos presidentes de Cuba y Estados
Unidos, Raúl Castro Ruz y Barack Obama, yo me hallaba de visita en Caracas,
cumpliendo con una invitación de su Tribunal Supremo de Justicia con motivo del
XV aniversario de su Constitución Bolivariana. Junto con la manifestación
generalizada de alegría que observé por la buena nueva, escuché también algunas
expresiones de duda sobre las implicaciones que ello tendría para el apoyo
cubano a Venezuela ante la evidente conspiración de Washington de la que es
víctima en la actualidad.
La respuesta del Gobierno
Revolucionario de Cuba no se dejó esperar. Hablando ante la recién celebrada
Cumbre de las Américas en Ciudad de Panamá, el presidente cubano, Raúl Castro
Ruz, declaró la solidaridad inquebrantable con la Revolución Bolivariana… así
también con el derecho inalienable del pueblo de Puerto Rico a su
autodeterminación e independencia, entre otros. La normalización de las
relaciones con Estados Unidos no será a costa de la Revolución misma y su
continuada convicción de que otro mundo sigue siendo posible más allá del
capital.
* El autor
es doctor en Derecho, profesor universitario y miembro de la Junta Directiva de
CLARIDAD. Fue delegado en Cuba del Partido Socialista Puertorriqueño a
principios de la década de 1970. crivlugo@gmail.com
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