En rigor, nadie que se
proponga mirar con justicia lo sucedido en la región durante los últimos años,
podría desconocer los notorios avances socioeconómicos que han alcanzado a las
mayorías populares suramericanas. No obstante ello, sería un grave error
desconocer que nuestras sociedades aún se erigen sobre estructuras
fundamentalmente desiguales.
Agustín Lewit / Miradas al Sur
El presidente Correa instaló en Ecuador un debate de alcance regional sobre la redistribución de la riqueza. |
Dicho de otro modo: la
variopinta batería de políticas heterodoxas que los nuevos gobiernos
progresistas llevaron a la práctica en la última década larga, aún cuando la
misma haya subsanado muchas de las lesiones provocadas por las décadas
neoliberales logrando trazar, además, nuevos contornos a los procesos
distributivos, sigue encontrando hasta ahora un límite concreto en la
desigualdad intrínseca al orden capitalista que –más allá de los giros
discursivos– aún permanece intacto en sus aspectos fundamentales. Para ir de
lleno al punto: el núcleo económico duro de nuestros entramados sociales –por
naturaleza, generador de desigualdades– todavía no ha sido perforado ni menos
aún desactivado.
Herencia y plusvalía
El escenario político
ecuatoriano de las últimas semanas, signado por los apoyos y las resistencias
que suscitaron dos leyes promovidas por el Ejecutivo de dicho país –la ley de
Herencia y la ley de Plusvalía– asoma como un terreno fértil para pensar el
punto presentado más arriba. En principio, porque ambas leyes proponen
problematizar dos aspectos clave del orden capitalista en general: la herencia,
mecanismo impulsor por antonomasia de la acumulación y la concentración
intergeneracional, y la plusvalía, que, aún cuando el proyecto no se ciña de
manera estricta a la célebre acepción que el marxismo le dio al término, apunta
a su misma naturaleza, vale decir, regular una ganancia extraordinaria, en este
caso puntual, en el ámbito inmobiliario.
Incluso sin ahondar en
detalles, no es difícil divisar la potencia redistributiva de los dos proyectos
en cuestión: aplicar impuestos allí donde la riqueza –siempre generada
socialmente– se concentra, para luego desparramarla entre los amplios sectores
que hasta entonces la veían circular de lejos. Además de reponer un principio de
ordenamiento social igualitario y democratizador, las iniciativas del gobierno
ecuatoriano refuerzan una de las claves centrales de aquello que, de una forma
quizás un tanto general, se nombra como “la nueva época regional”: es el Estado
–más que cualquier otro actor– quien tiene la capacidad para generar marcos de
igualdad más amplios. Es en el Estado –y no en otro lugar– donde se deben
sentar las condiciones para una democracia sustancial.
Riqueza y desigualdad
La “osadía desmedida” que
suponen tanto la ley de Herencia como la de Plusvalía –de inconfundible signo
plebeyo ambas y, por eso mismo, imperdonables para los sectores poderosos
acostumbrados a moverse a sus anchas– significa un salto cualitativo respecto
de lo avanzado estos años. En efecto, Correa parece haber entendido,
interpelado además por un contexto económico internacional complicado, que no
basta con generar trabajo que se incluya, a su vez, por la vía del consumo; que
no alcanza con nacionalizar gran parte de la explotación de los recursos
naturales y socializar los fondos allí obtenidos; que no son suficientes los
numerosos programas de transferencia económica que han restituido derechos
fundamentales a millones de suramericanos desatendidos. En consecuencia, si el
horizonte efectivamente se sitúa en la construcción de sociedades realmente
igualitarias, pues indefectiblemente, más temprano o más tarde, habrá que hacer
estallar los viciosos circuitos mediante los cuales la riqueza siempre se
acapara en unas pocas manos. No hay muchas vueltas: los ficcionales escenarios
de –todos ganan– en algún momento comienzan a mostrar la costura.
Subvertir estructuras
Está claro que asumir la
quijotesca tarea de democratizar la distribución de la riqueza en absoluto es
una tarea sencilla. Supone, ni más ni menos, que subvertir órdenes
solidificados por décadas –sino siglos– y resistir las furibundas embestidas de
quienes hasta ahora han tenido la manija. Esos sectores cuentan, entre otras
cosas, con la mayoría de los medios de comunicación –hasta ahora, la principal
herramienta para construir hegemonía– y una clase media temerosa y propensa a
abrazar causas ajenas, incluso cuando las mismas resultan a todas luces dañinas
de sus propios intereses. Coadyuva al espinoso escenario, una izquierda obtusa
e infantil y con serias dificultades para leer la coyuntura con la finesa y
seriedad que amerita.
Pero no por difícil el
desafío desaparece. El gobierno de Correa ha dado un paso fundamental para
iniciar un debate por demás postergado en la región. Los últimos años
restituyeron la confianza y la certeza de que es posible mejorar la vida de las
mayorías sociales. El quántum de eso encierra una disputa política que, ojalá,
empiece a emerger con toda la fuerza que requiere.
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