Una nueva era despunta en la historia de la humanidad. La lucidez de
la cabeza de la Iglesia lo ha percibido mejor que no pocos de los miembros de
su propio clero y de líderes políticos e intelectuales de diversas latitudes.
Arnoldo Mora Rodríguez / Especial para
Con Nuestra América
Tradicionalmente,
las celebraciones de la patrona nacional de Costa Rica (2 de agosto), la Virgen
de los Ángeles, acrecientan el fervor
religioso de nuestro pueblo. Por eso he creído oportuno dedicar estas líneas a verter algunas
reflexiones en torno a lo que está pasando en el catolicismo. La Iglesia
Católica está experimentando en las últimas décadas un cambio tan radical que
podría calificarse como
“revolucionario”, tanto en su concepción de lo que debe ser su papel en
la historia de la humanidad, como en su estructura interna. En cuanto a lo
primero, fue el Papa Juan XXIII, que fuera calificado por la mayoría de los
analistas consultados con ocasión del cambio de siglo como el líder religioso
mas influyente del siglo XX, quien convocó un concilio ecuménico, máxima
autoridad doctrinal de la Iglesia, no porque hubiese querellas doctrinales
concernientes la ortodoxia, como había hasta entonces sucedido históricamente,
sino porque había un déficit pastoral, al constatar el Papa que la Iglesia no estaba a la altura de los
tiempos actuales. A eso Juan XXIII lo llamó ”aggiornamento”. Pero la reforma
emprendida por el Concilio Vaticano II se estancó por el conservadurismo de sus
sucesores. Lo cual llevó a la Iglesia a una crisis profunda. La corrupción de
la Curia Romana fue tal que, al no poderla controlar, llevó a Benedicto XVI a
tomar la insólita y dramática resolución de renunciar.
Es dentro
de este contexto que es elegido un papa
no europeo, concretamente de América Latina donde viven la mayoría de
los católicos del mundo (45%). El cónclave que lo eligió se convirtió en la
práctica en una especie de senado y no en una anticuada corte de príncipes. Por
eso Francisco enfatiza en la colegialidad del ejercicio del poder. Es en esta región donde surgió la primera
teología no occidental de la historia: la teología de la
liberación. El Arzobispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, se formó
dentro de este contexto pastoral y doctrinal, cuyo modelo es el obispo mártir Oscar Arnulfo Romero. Desde su
llegada al solio papal, Francisco ha mostrado primero con gestos y
declaraciones circunstanciales y ahora en documentos y alocuciones más
formales, como su reciente
encíclica y los discursos en su gira por
varios países de América del Sur, que
promueve cambios revolucionarios en las estructuras económicas, sociales y
políticas para combatir en sus raíces la pobreza de las mayorías y la
explotación irracional de los recursos naturales, empleando para ello un lenguaje contundente y sin eufemismos ante
miles de representantes de movimientos sociales provenientes de 40 países. Todo
lo cual ha hecho de Jorge Bergoglio un líder mundial, el más carismático según
el liberal New York Times, el “más peligroso” según la reaccionaria cadena Fox. De mi parte, veo en ello tan solo una expresión de la sabiduría de una
institución que, no por casualidad, es
la más antigua de Occidente, pero que ha
tomado conciencia de que la hegemonía de Occidente está languideciendo como,
citando al pensador cristiano Romano
Guardini, lo señala el Papa en su
reciente encíclica.
Una nueva
era despunta en la historia de la
humanidad. La lucidez de la cabeza de la Iglesia lo ha percibido mejor que no
pocos de los miembros de su propio clero y de líderes políticos e intelectuales
de diversas latitudes. Es por eso que podemos hablar de “revolución” cuando
aludimos a actos y pensamientos del Papa Francisco.
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