La mirada europea, al ser la de la
civilización, descubre todo territorio en que su codicia se deposite. La
civilización introduce en la Historia todo territorio descubierto. Así, los
conquistados estarán siempre en deuda con los conquistadores, aun cuando éstos
saqueen sus riquezas: sin ellos, quedarían fuera de la Historia.
José
Pablo Feinman / Página12 (Argentina)
Nuestra literatura está atragantada de
textos racistas. También la de los países restantes de Suramérica. No
“restantes” porque son lo que queda después de nosotros. Somos semejantes en
muchas, demasiadas cosas como para establecer diferencias sustanciales. Somos
un continente que ha tenido y sufrido una historia similar, no idéntica pues
nada es idéntico, lo similar establece un paralelismo y no un bloque, no una
mismidad. Esa mismidad surge dentro de las diferencias, surge como diferencia,
pero se establece, existe como destino compartido, paralelo. Eso nos permite
señalarla. Nosotros, los pueblos de Suramérica, tenemos una mismidad que es la
de nuestros destinos compartidos, la de nuestro origen y la de nuestro despojo.
En junio de 2013, el presidente Evo
Morales se presentó en la reunión de los Estados productores de petróleo, en
Moscú. Llevó a cabo un operativo asombroso y profundo. Hasta ese momento
deambulaba por Internet un texto impecable. Se le atribuía al cacique
Guaicaipuro Cuauhtémoc, se decía que era falso ya que lo había escrito el
venezolano Luis Britto García. Qué pena: el texto es magnífico. Pero ese sabor
a falsía, le erosionaba sus verdades. Evo decidió solucionar la cuestión. Lo
hizo suyo, leyó ese texto en esa reunión de países productores de petróleo.
Sólo él, un auténtico descendiente de los pueblos originarios de América del
Sur, sólo él, un indio como lo fuera el cacique Guaicaipuro, podía hacer suyo
el lenguaje –calmo pero perfecto en su denuncia económica y civilizatoria– de
su antepasado. Ahora no había nada que discutir. Todas las verdades del texto
de Cuauhtémoc eran asumidas por Evo Morales. Ese texto ya no era un invento de
algún escritor temerario que había inventado a un cacique evanescente, de
leyenda, que decía habladurías destinadas a transitar los caminos anónimos,
inverificables, ligados a la falsedad o al rencor, de los laberintos de
Internet. El que hablaba era Evo Morales, en su condición de presidente de
Bolivia.
El discurso de Evo dibuja con exquisita
precisión el saqueo de eso que se llama “descubrimiento de América”. Ese
saqueo, deducía, había posibilitado el despegue del capitalismo en Europa. Y su
revolución industrial. Hay un elemento original y presentado casi en la
modalidad del humor oscuro, doloroso por lo siniestro, pero real. El saqueo de
la conquista y las matanzas que lo hicieron posible han generado (para ese
continente) una deuda externa de dimensiones monstruosas: “Informamos a los
descubridores que nos deben, como primer paso de su deuda, una masa de 185 mil
kilos de oro y 16 millones de plata, ambas cifras elevadas a la potencia de
300. Es decir, un número para cuya expresión total serían necesarias más de 300
cifras, y que supera ampliamente el peso total del planeta Tierra. Muy pesadas
son esas moles de oro y plata. ¿Cuánto pesarían calculadas en sangre?”. También
en grandes autores europeos existe ese reconocimiento. (Salvo que Evo pide a
Europa que pague su deuda y, argumenta, sólo existe un medio: que los europeos
entreguen la entera Europa a los americanos, a los indoamericanos, dice, pero
poca participación tendría Argentina en esa espléndida cobranza, pues se sabe:
descendemos de los barcos, de modo que sugerimos al presidente Evo reclame a
Europa para Suramérica toda.)
Tanto Adam Smith como Karl Marx
destacaron la importancia de nuestro continente para el capitalismo. Marx,
incluso, llega a afirmar, en las primeras páginas del Manifiesto, que el
“descubrimiento” de América posibilitó la creación de la gran industria. Claramente:
hubo capitalismo porque hubo conquista de América. Para todo pensador europeo y
para los europeos en general el concepto de “descubrimiento” expresa la ratio
europeísta. América es, en efecto, descubierta para Europa. La mirada europea,
al ser la de la civilización, descubre todo territorio en que su codicia se
deposite. La civilización introduce en la Historia todo territorio descubierto.
Así, los conquistados estarán siempre en deuda con los conquistadores, aun
cuando éstos saqueen sus riquezas: sin ellos, quedarían fuera de la Historia.
No es casual que Hegel haya creado la expresión “pueblos sin historia” para
aquellos que permanecen ajenos o rezagados ante la marcha de la historia, que
es la de Occidente.
Suramérica habrá de ser pensada, hoy,
por nosotros, suramericanos, por medio de dos conceptos: 1) conquista en tanto
saqueo; 2) condición de posibilidad del surgimiento y desarrollo del
capitalismo occidental. Este segundo punto es el que menos ha sido pensado.
Está en el discurso de Evo Cuauhtémoc Morales que hemos citado. La deuda que
tienen con nosotros es tan inmensa que apenas si alcanzaría con que nos dieran
la Europa entera para cancelarla. No es una propuesta disparatada. Si se
hicieron a sí mismos con lo que se llevaron de Suramérica, lo que nos deben es,
entonces, el ser. Han sido y son Europa por el saqueo de las colonias. Esa
deuda tienen. Para cancelarla tienen que darnos el ser. Si algo son, eso que
son se lo deben a los saqueados y masacrados de las colonias. Lejos siquiera de
imaginar alguna forma de devolución, el Occidente capitalista (trágicamente
hoy) lleva su racismo al extremo. Los “esclavos” y los “monstruos” que
fabricaron con su rapiña, desesperados, hambrientos, quieren “entrar” en
Europa. O porque ahí hay comida o porque huyen de regímenes sanguinarios
siempre sostenidos y armados por Europa, según sus intereses. Igual sucede con
el porteño que detesta a los bolitas, los paraguas, los yoruguas o los perucas
porque “vienen a robarse el país” o porque “no trabajan” o porque “roban” o
“porque trabajan demasiado”. Este racismo porteño viene desde los inicios del
siglo XIX. Siempre estuvo en Buenos Aires la “civilización”, la “gente bien”,
los “blancos”.
El odio al Otro siempre es racial. El
Otro es el negro. La negritud es enemiga de la civilización. No mencionemos
aquí, por haberlo hecho otras veces, el racismo en El matadero o en Facundo.
Pero no dejemos pasar Amalia, de 1851, novela publicada en Uruguay por el
exiliado unitario José Mármol, distinguido representante de la elite porteña.
Ya David Viñas hizo un gran trabajo en su clásico Literatura argentina y
política. Ahí analiza la descripción que realiza Mármol de dos habitaciones
duramente diferenciadas: la de Amalia y la de Rosas. Con Amalia apela al
romanticismo espiritualista. Con Rosas, al naturalismo, a ese naturalismo que
había extremado Echeverría para describir a los secuaces del Restaurador en
tanto bestias. Expulsado de la condición humana, el Otro se convierte en lo
absolutamente Otro, nada importará matarlo. Esta reducción del Otro a la
condición de bestia es la condición de posibilidad de todo verdadero racismo. En
la conquista de América ese papel lo juega el Evangelio. Al no tener los indios
“alma”, al negarse a la evangelización, sólo restaba matarlos o esclavizarlos,
dándoles un trato aún peor que a los animales.
El tema es uno de los más calientes de
este momento histórico. Los bárbaros atacan las ciudades de la opulencia. Con
sólo odiar a los bolivianos o a los paraguayos, todo porteño puede sentirse un
europeo. ¿Qué son los bolitas y los paraguas? Inmigrantes, la figura pre-humana
y la escoria social más odiada (y temida) en Europa. “El primer ministro
británico”, escribe Cahal Milmo en The Independent de Inglaterra (texto
publicado el 37/07/2015 en este diario, Página/12), “David Cameron, calificó
ayer de ‘enjambre’ a los migrantes”. Acudiendo a una terminología adecuada a
sus propósitos, que sólo de ese modo pueden expresarse sin caer en la
corrección política o el progresismo de mejores modales (en el que cayeron
quienes se apresuraron a criticarlo), el ministro Cameron dijo: “Esto (la
inmigración indeseada) nos pone a prueba, lo acepto, porque hay un enjambre de
inmigrantes que llega a través del Mediterráneo buscando una vida mejor”.
Aquí, a los inmigrantes, también se los
supo tratar. Cameron necesita urgente a un Miguel Cané que le redacte una Ley
de Residencia, ésa, la 4144, también llamada Ley Cané y que él nombraba como
“deliciosa ley de expulsión”. (Cané, además, padecía una paranoia sexual con los
inmigrantes: “¡Violarán a nuestras vírgenes!”.) Pero hay que detenerse en el
notable y preciso concepto de enjambre que Cameron utiliza. Remite, ante todo,
a las abejas. Una abeja es un insecto. Al calificar a los grupos de inmigrantes
en tanto “enjambre”, Cameron los deshumaniza, los reduce a la condición de
insectos. Los inmigrantes son insectos. Los piojos también. Los inmigrantes
son, para Cameron, eso que los judíos eran para Hitler: insectos, piojos. El
piojo no debe formar parte de la comunidad nacional porque vive a costo de
ella, le chupa la sangre, es parasitario. Es “un cuerpo extraño en el organismo
nacional”. También los bolitas y los perucas y los paraguas son eso.
“El judío”, escribe Hitler, o le dicta a
Rudolf Hess durante los días de su prisión, “fue siempre un parásito en el
organismo nacional de otros pueblos (...) Propagarse es una característica
típica de todos los parásitos, y es así cómo el judío busca siempre un campo de
nutrición” (Adolf Hitler, Mi Lucha, capítulo XI: La nacionalidad y la raza). El
odio al Otro, al diferente, desde el odio al negro, al judío, a los inmigrantes
indeseados o a las travestis, es un arma política para seducir a los mediocres,
a los resentidos, a los que no tienen otro modo de sentirse algo sino por medio
del odio a algún otro. “Vienen a robarnos Alemania”, dice un neonazi. Por
consiguiente, Alemania es mía. “Vienen a robarnos el país”, dicen los
argentinos del odio. Por consiguiente, Argentina es de ellos. Qué sencillo,
pero enfermo, modo de apropiarse de un país que, saben, nunca fue de ellos ni
lo será.
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