No
sólo la sociedad mexicana experimenta con honda preocupación e indignación la
muerte o desaparición de miles de ciudadanos, también es testigo de la
destrucción de la vida no humana: extinción de fuentes de agua, desquiciamiento
de equilibrios naturales, abatimiento o desaparición de especies, vegetaciones
y paisajes, envenenamientos de aire, manantiales, suelos, alimentos y de los
mismos cuerpos humanos.
Víctor M. Toledo / LA JORNADA
Mirar
la crisis del país como mero embrollo nacional es un error enorme. Hoy nada ni
nadie escapa a las dinámicas y sinergias globales. En este sentido la
ineficacia de la clase política mexicana corre al mismo ritmo de su falta de
visión, su estrechez de criterios y su mediocridad intelectual. No se ve en el
panorama dirigente ni partido político alguno con la capacidad de análisis de
la compleja situación del mundo y, en consecuencia, capaz de ofrecer
alternativas viables, eficaces y sensatas a la problemática nacional en el
contexto global. La crisis de México no es sino un caso particular, peculiar y
cruento de lo que está sucediendo a escala planetaria. Su tragedia, su
estancamiento y su deterioro son la expresión, en este pedazo del planeta, de
una crisis mayor, de una crisis de civilización.
El
mundo está llegando a su límite. No es solamente la especie humana la que se
encuentra en una encrucijada, sino toda la trama vital y el delicado equilibrio
del planeta. Al incremento explosivo de la población humana, con 7 mil millones
de individuos, y 2 mil millones más para 2050, se ha sumado la expansión de la
civilización moderna con su modelo industrial y su lógica desbocada de
acumulación de riqueza. Esta civilización dominante está basada en una fórmula
que combina industria y tecnociencia con capital, más petróleo y otros
combustibles fósiles, y es la causa profunda, oculta y principal de la
desigualdad social que prevalece en el mundo contemporáneo, y la mayor amenaza
a la supervivencia biológica, ecológica, cultural y, en fin, humana.
Este
modelo civilizatorio, que alcanza hoy la máxima concentración de capital de
toda la historia, no sólo ordena y orienta la economía mundial bajo el dominio
de gigantescas corporaciones, incluyendo bancos y firmas financieras, sino que
incide en buena parte de las políticas nacionales e internacionales mediante el
control y cooptación de gobiernos e instituciones, así como sobre los medios
masivos de comunicación, la innovación científica y tecnológica, y los patrones
culturales.
Este
modelo ha sido construido sobre varios dogmas, tales como los principios de la
economía neoclásica, una idea maniquea, por única, de desarrollo y progreso, el
optimismo tecnocientífico, la supremacía del individualismo y de la
competencia, la supuesta inferioridad de las culturas tradicionales y la
sujeción de la naturaleza, a la cual se le concibe como un sistema que debe ser
detalladamente estudiado, analizado y explotado. Develada en su verdadera
esencia, desenmascarados sus mecanismos depredadores, la civilización moderna,
capitalista e industrial es cuestionada porque en el fondo está centrada en una
doble explotación: la del trabajo de la naturaleza y la del trabajo humano.
No
es, pues, la humanidad, el hombre o la especie humana la que ha creado una
sociedad en riesgo permanente, sino una fracción que es tan minúscula que
probablemente apenas corresponda al uno por ciento. Esta élite cumple una
función depredadora y parasitaria, y con su ideología, sus decisiones y sus
acciones ha puesto en peligro la supervivencia de la vida humana y no humana.
En
este panorama global cada país conforma un escenario particular y único en el
que se encuentran y se ponen en tensión, por un lado las fuerzas que tratan de
imponer ese modelo de civilización y, por el otro, las fuerzas que se resisten
y que buscan otras fórmulas y modelos diferentes. México no escapa a ese choque
de proyectos. Por el contrario, en el país se escenifican conflictos y
contradicciones de lo más cruentos que son resultado de varias peculiaridades,
entre las que destacan una política de corte neoliberal aplicada cada vez con
más fuerza durante los últimos 30 años, la vecindad con la mayor potencia
industrial, capitalista, moderna del planeta, la presencia de amplios sectores
sociales provenientes de un pasado cultural representada por la civilización
mesoamericana, y una tradición de lucha social que ha sido casi permanente
durante 200 años. Por lo anterior, lo que acontezca, lo que ha acontecido y lo
que acontecerá en el país es tan relevante para los mexicanos como para el
resto de los ciudadanos del mundo, y viceversa, los sucesos mundiales atañen
por igual a los habitantes de este país.
No
sólo la sociedad mexicana experimenta con honda preocupación e indignación la
muerte o desaparición de miles de ciudadanos, también es testigo de la
destrucción de la vida no humana: extinción de fuentes de agua, desquiciamiento
de equilibrios naturales, abatimiento o desaparición de especies, vegetaciones
y paisajes, envenenamientos de aire, manantiales, suelos, alimentos y de los
mismos cuerpos humanos. Salir de la crisis es entonces detener y suprimir un
conjunto de proyectos de muerte que amenazan la existencia de organismos, de
elementos vitales, como el agua, los suelos, el aire, las semillas, los genes
y, por supuesto, los seres humanos, incluyendo sus culturas, sus ambientes, sus
paisajes. Frente a este panorama, para el escenario electoral de 2018, debe
surgir una visión alternativa de país que contemple los dramáticos problemas
nacionales como parte de la crisis de la modernidad, y que visualice soluciones
radicalmente diferentes en los campos de la economía, la educación, la salud,
el trabajo y en las relaciones con el mundo natural. La tarea es descomunal,
pero no imposible.
No hay comentarios:
Publicar un comentario