El producto de más de
seis décadas de educación socialista no va a derrumbarse porque una bandera
estadunidense haya sido izada en un edificio de La Habana.
Tras el inicio de la
normalización de relaciones entre Estados Unidos y Cuba, muchos se imaginan que
el futuro inmediato de la isla es una privatización en masa de fábricas,
servicios, escuelas y hospitales y panoramas urbanos repletos de McDonalds,
mafiosos, anuncios luminosos, vehículos de lujo y mendigos. Piensan que la
reapertura de la embajada estadunidense en La Habana es el preludio de la
instauración de una tiranía del mercado y que la isla se dirige a repetir lo
que ocurrió en Rusia, China, Vietnam o Polonia: la claudicación –esta vez honorable–
al propósito de construir una economía y una institucionalidad al servicio de
la sociedad y no de los capitales.
Tal perspectiva está
construida sobre un razonamiento falso: que el acuerdo para el deshielo entre
ambos países incluye la vuelta sin más de Cuba a la economía regida por el
mercado, a la democracia representativa al estilo occidental y un acatamiento
de las fórmulas neoliberales del llamado consenso de Washington. Pero no: ni la
Casa Blanca pudo imponer tales condiciones para el restablecimiento de
relaciones ni el gobierno cubano pretendió exigir a cambio de la reapertura de
embajadas que la administración de Obama expropiara la banca privada. El
proceso de normalización es lo que es: una negociación complicada y barroca
para superar la animadversión de más de cinco décadas entre ambos países.
Ciertamente, la
hostilidad histórica de Estados Unidos hacia el régimen cubano y sus
expresiones prácticas (desde los intentos de invasión y los atentados
terroristas auspiciados por Washington hasta el férreo embargo económico) han
modelado en buena medida la vida interna de la isla y en ésta habrá de
reflejarse cualquier variación significativa de la política anticubana de los
estamentos del poder estadunidense. Pero la transformación en la que está
empeñada la nación caribeña viene de mucho antes de que Obama decidiera
imprimir un giro en la actitud de la Casa Blanca hacia Cuba y avanza por sus
propios ejes.
El punto principal de esa
transición es que la economía planificada se ha mostrado, al menos en la
circunstancia actual del mundo, inviable. La idea de suprimir el mercado por
decreto y de que el Estado sería capaz de operar por sí mismo la producción y
la distribución de las mercancías y de establecer patrones para su consumo se
reveló como una quimera desastrosa desde hace 25 años, con el derrumbe del
bloque del este. Cuba no sólo se quedó sin aliados políticos y estratégicos y
sin sus más importantes socios industriales y comerciales, sino también sin
paradigma económico para sustentar su proyecto político y social. Desde
entonces La Habana ha estado empeñada en la búsqueda de una reformulación que
permita preservar los legados más importantes de la revolución, que son la
soberanía, las conquistas sociales y la consolidación entre la población de una
ética colectiva que se mantiene en pie y que es mucho más sólida que los
procesos de lumpenización heredados del periodo especial, que la corrupción en
algunos ámbitos de la administración pública y que el florecimiento del
individualismo en ciertos sectores dedicados a negocios de oportunidad. El
producto de más de seis décadas de educación socialista no va a derrumbarse
porque una bandera estadunidense haya sido izada en un edificio de La Habana.
Un contraejemplo de la
perdurabilidad de tal legado es el hondo daño moral causado en México por los
gobiernos neoliberales (de Salinas a Peña Nieto), los cuales, en 30 años de
predicar y practicar el pragmatismo extremo, el egoísmo y el desprecio por el
bienestar colectivo, han conseguido el acanallamiento de muchos estamentos
sociales que son, a estas alturas, una suerte de base social para la
persistencia de la corrupción y el saqueo sistematizado de los bienes
nacionales. Las dificultades para remontar aquí esa impronta ideológica –a
pesar de los gigantescos agravios causados a la sociedad por el ejercicio
gubernamental orientado por ella– dan una idea de lo arduo que sería la
demolición, en Cuba, de los valores colectivos y solidarios que constituyen el
impedimento insalvable para cualquier intento de implantación de un
neoliberalismo salvaje e incluso de una restauración capitalista a secas.
La normalización de los
vínculos bilaterales está en marcha y aún le queda por delante un tramo muy
largo. Es razonable suponer que incidirá en un alivio paulatino a las penurias
que la isla padece desde siempre por culpa del bloqueo estadunidense, pero no
hay razón para suponer que genere bruscos cambios internos. La dirección y el
ritmo de la evolución institucional y económica del país está en manos de los cubanos,
y eso hasta el propio John Kerry lo reconoce.
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