José Martí, fiel a la
palabra de pase de su generación, no sólo creó una transformación en la
conciencia de su tiempo, sino, y ante todo, un cambio radical en el sentido de
las conductas sociales en la América Latina, que dejó abierta la posibilidad de
una transformación profunda de la realidad en tiempos posteriores.
Guillermo Castro H. / Especial
para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
Para
Ibrahim Hidalgo, en Labana,
sin cuya
labor no podría yo realizar la mía
“Después
del mar, lo más admirable de la creación es un hombre. El nace como arroyo murmurante, crece airoso
y gallardo como abierto río, y luego – a modo de gigante que dilata sus
pulmones, se encrespa ciego, y se calma generoso - ¡genio espléndido de veras,
que sacude sobre los hombros tan regio manto azul, que hunde los pies
monstruosos en rocas transparentes y corales!; ¡genio híbrido y extraño que
cuando se mueve se llama tormenta, y cuando reposa, noche de luna en el Océano,
lluvia de plata, y plática de estrellas sobre el mar.”
José Martí[1]
Como un río, también,
puede ser imaginado el proceso de formación y transformaciones del pensamiento
de José Martí sobre la América nuestra, que viene a desembocar el 31 de enero
de 1891 en la publicación - en México, en el periódico El Partido Liberal – del ensayo Nuestra
América, que es como el acta de nacimiento de nuestra contemporaneidad.
Allí están, en síntesis apretada y fecunda, los frutos de una experiencia vital
que iba ya de la frustración del primer movimiento independentista cubano,
entre 1868 y 1878, a la del proyecto de una Reforma Liberal de las nuevas
repúblicas hispanoamericanas, que Martí vivió, en carne propia, durante sus
residencias de exilado político en México, Guatemala y Venezuela, entre 1875 y
1880.
Los textos que elabora
a partir de 1884, en particular, nos conducen a lo largo de un río que crece –
siempre en contrapunto con su descubrimiento de la entraña norteamericana –
desde aquellos manantiales de origen hasta el delta cenagoso de la Conferencia
continental convocada por el Secretario de Estado James G. Blaine en 1889, para
desembocar –convertido en un Amazonas de razones y certezas sobre nuestra
condición y nuestro destino – en el Océano de una historia aún en construcción.
En esta perspectiva, Nuestra América culmina y sintetiza, a
un tiempo, el proceso de maduración de la pequeña burguesía cubana como clase
nacional y, al propio tiempo, latinoamericana, en cuanto la crisis del
colonialismo en Cuba coincide con el primer auge de la lucha contra los Estados
oligárquicos en nuestra región. Así, hay en Nuestra
América un fundamento vital de cubanía, como habrá en la guerra necesaria a
la que convocará el Partido Revolucionario Cubano en 1895 un elemento de
radical hispanoamericanidad.
La postura misma de
quien convoca aquí a sus pares es la propia de un grupo social nuevo que, en
las vísperas de la batalla por acceder al Estado, busca definir y promover su
hegemonía mediante la sistematización de los intereses del conjunto de las
capas subordinadas en un cuerpo único de doctrina, organizado en torno a una norma original de socialidad. En esa
perspectiva, se busca aquí incitar a los pares hispanoamericanos de las capas
medias cubanas en proceso de radicalización a adoptar un horizonte de
visibilidad histórica nuevo, en el que se combinaban en un mismo proceso la
lucha por la independencia nacional y por la revolución democrática.
En este sentido, Nuestra América es un documento de
redefinición de la hasta entonces llamada América española en cuanto constituye
una declaración de principios del independentismo liberal – radical cubano
respecto del liberalismo oligárquico que había venido a ser dominante en las
demás sociedades hispanoamericanas. Esa declaración, elaborada a partir de las
peculiares condiciones que signaban al independentismo cubano en aquel momento
histórico, vincula de manera original las contradicciones internas del Estado
oligárquico, sus articulaciones externas con las estructuras de poder de un
sistema mundial que ya evolucionaba hacia su fase imperialista de desarrollo, y
los riesgos que ello planteaba para la independencia y el bienestar de nuestras
sociedades, para llegar a un planteamiento de claro carácter programático:
A
lo que es, allí donde se gobierna, hay
que atender para gobernar bien; y el buen gobernante en América no e el que sabe cómo se gobierna el alemán o
el francés, sino que sabe con qué elementos está hecho su país, y cómo puede ir
guiándolos en junto, para llegar, por métodos e instituciones nacidas del país
mismo, a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce, y
disfrutan todos de la abundancia que la Naturaleza puso para todos en el pueblo
que fecundan con su trabajo y defienden con sus vidas. El gobierno ha de nacer
del país. El espíritu del gobierno ha de ser el del país. La forma del gobierno
a de avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más que el
equilibrio de los elementos naturales del país.[2]
Aflora, aquí, una
interpretación de la historia que caracteriza a la cultura nacional-popular
latinoamericana en su sistematización martiana. Mientras la cultura oligárquica
asumía la historia de América como una mera extensión de la europea, en Martí
lo peculiar americano debe ser entendido en su especificidad, tal como se
expresa en las capacidades de las sociedades que hacen esa historia. Aquí, el punto de referencia en el análisis es
el que resulta de preguntarse
¿en
qué patria puede tener un hombre más orgullo que en nuestras repúblicas
dolorosas de América, levantados entre las masas mudas de indios, al ruido de
pelea del libro con el cirial, sobre los brazos sangrientos de un centenar de
apóstoles? De factores tan descompuestos jamás, en menos tiempo histórico se
han cread naciones tan adelantadas y compactadas.[3]
En este planteamiento,
la política es asumida como cultura en acto, que exige recuperar y
reinterpretar el pasado, para superar el estancamiento de nuestro desarrollo
natural provocado por tres siglos de violencia y explotación colonial, que
tendían a prolongarse en las nuevas Repúblicas. Aquí, se nos dice, el problema
de la independencia, dice, “no era el
cambio de formas, sino el cambio de espíritu”[4], que
exigía llevar hasta sus últimas consecuencias los contenidos democráticos
implícitos en las luchas de independencia como única garantía, además, para
evitar una recolonización de nuevo tipo.
Esto, por otra parte,
es concebido como una tarea a desarrollar por las masas mismas bajo la
dirección de un grupo social nuevo, cuya ausencia de compromisos con el con el
sistema de dominación le permitía avanzar en la definición de los intereses
populares que afloraban en la creciente resistencia espontánea de los
trabajadores del campo y de la ciudad al autoritarismo oligárquico, y de los
medios que esos intereses requieren para ejercerse. Así, el programa político –
cultural implícito en Nuestra América
nos plantea la necesidad de conocer para resolver:
Conocer
el país, y gobernarlo conforme al conocimiento, es el único modo de librarlo de
tiranías. La universidad europea ha de ceder a la universidad americana. La
historia de América, de los incas acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se
enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia
que no es nuestra. Nos es más necesaria. Los políticos nacionales han de
reemplazar a los políticos exóticos. Injértese en nuestras repúblicas el mundo;
pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas. Y calle el pedante vencido;
que no hay patria en que pueda tener el hombre más orgullo que en nuestras
dolorosas repúblicas americanas.[5]
De aquí se transita sin
dificultad a la tesis central de Nuestra
América en materia cultural. Entre nosotros, se afirma, “el libro importado
ha sido vencido en América por el hombre natural. Los hombres naturales han
vencido a los letrados artificiales. El mestizo autóctono ha vencido al criollo
exótico. No hay batalla entre la
civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza.”[6]
Más allá de la evidente
referencia a Domingo Faustino Sarmiento – el más importante ideólogo del
liberalismo oligárquico, que en 1845 había sintetizado su programa en el
llamado a luchar contra la barbarie americana en nombre de la civilización
europea –, cabe resaltar aquí, medio siglo después, la contradicción de fondo
entre dos modalides antagónicas de pensamiento. El proceso de conocimiento
martiano es básicamente dialéctico, y percibe y lleva al plano de la acción
política las tendencias fundamentales del proceso social y económico que lo
determinaba en última instancia. El de Sarmiento, en cambio, opera mediante
rígidas antítesis que le obligan a moverse en un ámbito escindido entre lo que
es – y que él percibe con notable intuición- y lo que “debería ser”,
planteándose por ejemplo que “de eso se trata, de ser o no ser salvaje”.[7]
Esto explica la
capacidad de Martí para trascender la
dicotomía misma de Sarmiento, al cuestionar la perspectiva de análisis en que
podía tener algún sentido, para rechazar la interpretación de la realidad en
torno a la cual se organiza la cultura oligárquica dominante en su tiempo, y
destacar su carácter particular e interesado. Universal, aquí, es la propuesta
martiana de vincular la discusión de los problemas nuestros al análisis de los
conflictos que desgarraban a las mismas sociedades Noratlánticas que el Estado
oligárquico reclamaba como su modelo evolutivo.
Las proyecciones de
aquellos conflictos en América, a través de las agresiones francesa y
norteamericana a México, las pretensiones expansionistas del Secretario de
Estado James Blaine, el interés siempre renovado de los Estados Unidos por
apoderarse de Cuba, o la injerencia británica en la guerra
chileno-peruano-boliviana de 1879, son
puntos de luz que iluminan el análisis de la experiencia histórica que
lleva a Martí a sostener la necesidad de crear las condiciones que hicieran
posible una activa defensa de los intereses nacionales y populares de las
repúblicas hispanoamericanas. Así, dice,
Con
los oprimidos habría que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a
los intereses y hábitos de mando de los opresores. […] La colonia continúo
viviendo en la república; y nuestra América se esta salvando de sus grandes
yerros – de la soberbia de las ciudades capitales, del triunfo ciego de los
campesinos desdeñados, de la importación excesiva de las ideas y fórmulas
ajenas, del desdén inicuo [. . .] de la raza aborigen, - por la virtud
superior, abonada con sangre necesaria, de la república que lucha contra la
colonia.[8]
De este modo, Martí
politiza de manera consciente el análisis cultural para echarlo “todo al fuego,
hasta el arte, para alimentar la hoguera”.[9]
Por lo mismo, siendo la crítica “ejercicio del criterio”[10]es
necesario dotar a ese criterio de los
elementos de juicio que requiere para cumplir su misión mediante una
transofrmación en la concepción misma y en los métodos y las formas del proceso
de producción de conocimientos, planteados desde la más estrecha unidad entre
práctica sociopolítica y conocimiento.
Aquí, el sentido práctico
del conocimiento exige resultados prácticos; la cultura, popular por su origen,
ha de serlo también por sus funciones, pues se debe a los intereses del sujeto
que ha de realizarla en la práctica. Este sujeto es designado por Martí con el
nombre genérico de hombre natural, para referirse al conjunto de las
clases subordinadas y, en particular, a los trabajadores del campo. Así, el
“hombre natural” se presenta ante nosotros como un sujeto histórico en proceso
de desarrollo, la arcilla fundamental para la obra del “gobernante-creador” que
debe dotarlo de la conciencia necesaria sobre sus propios objetivos y de las
estructuras de trabajo intelectual capaces de expresarlos. Con ello se hace
evidente que
en
pueblos compuestos de elementos cultos e incultos, los incultos gobernarán, por
su hábito de agredir y resolver las dudas con su mano, allí donde los cultos no
aprendan el arte del gobierno. […] ¿Cómo han de salir de las universidades los
gobernantes, si no hay universidad en América donde se enseñe lo rudimentario
del arte del gobierno, que es el análisis de los elementos peculiares de los
pueblos de América? A adivinar salen los jóvenes al mundo, con antiparras
yanquis o francesas, y aspiran a dirigir un pueblo que no conocen. En la
carrera de la política habría de negarse la entrada a los que desconocen los
rudimentos de la política. [11]
A partir de aquí, la
interpretación de la historia en Martí alcanza uno de sus momentos más altos en
la negociación-superación de la cultura dominante, al vincular el análisis de
las contradicciones internas con los riesgos que emrgen de las transformaciones
en curso en el sistema mundia. “Pero otro peligro, corre, acaso, nuestra
América”,- dice – “que no le viene de sí, sino de la diferencia de orígenes,
métodos e intereses entre los dos factores continentales, y es la hora próxima
en que se le acerque, demandando relaciones íntimas, un pueblo emprendedor y
pujante que la desconoce y la desdeña”[12]
Y eso lo lleva a dar un nuevo paso en la interiorización del análisis. La defensa,
ante lo que no le viene de sí, debe surgir en nuestra América de sí
misma, entendiendo que
El
desdén del vecino formidable, que no la conoce, es el peligro mayor de nuestra
América; y urge, porque el día de la visita estará próximo, que el vecino la
conozca, la conozca pronto, para que no la desdeñe. Por ignorancia llegaría,
tal vez. A poner en ella la codicia. Por el respeto. Luego que la conociese
sacaría de ella las manos.[13]
El conocimiento al que
se refiere Martí es, desde luego, el que resulta de una praxis
histórica, y nunca de una mera actitud puramente reflexiva. Por lo mismo, la
denuncia se fundamenta aquí en una comprensión general del movimiento histórico
que permite derivar de ella la posibilidad de un papel activo para la América
Latina en la escena mundial. Y, con ello, la cultura nacional-popular se revela
como la única capaz, en este continente, de desempeñar un papel realmente
universal.
Aquí, la historia de
que se trata debe llevar a una situación que permita construir la cultura humana
a través del aporte igualitario y original de todos los pueblos de la tierra,
en cuanto la socialidad cordial es, en Martí, la norma por excelencia de lo
humano. Por lo mismo, la prevención antiimperialista apunta a la preservación
de derechos que no se niegan a otros y se sustenta en una profunda conciencia
de la historia como devenir y del hombre como ser perfectible, como resulta
evidente en la advertencia de que
se ha de tener fe en lo mejor del hombre y desconfiar de
lo peor de él. Hay que dar ocasión a lo mejor para que se revele y prevalezca
sobre lo peor. Sino, lo peor prevalece. Los pueblos han de tener una picota
para quien les azuza a odios inútiles; y otra para quien no le dice a tiempo la
verdad [. . .] Ni ha de suponerse, por antipatía de aldea, una maldad ingénita
y fatal al pueblo rubio del continente [. . .] ni se han de esconder los datos
patentes del problema que pueda resolverse, para la paz de los siglos, con el
estudio oportuno y la unión tácita y urgente del alma continental[14]
Una conclusión abierta.
De Nuestra América acá, lo que había sido un conjunto disperso de
brotes espontáneos de resistencia popular al proceso de consolidación del
Estado Liberal Oligárquico pasa a convertirse en una racional y coherente
concepción del mundo, organizada en torno a un pensamiento social dotado de
sentido propio y capaz, por tanto, de generar una ética acorde con su
estructura. Desde esa concepción del mundo, la razón y a la historia son
concebidas como ámbitos de un conflicto social más amplio que ellas mismas, que
obliga a relativizar lo términos son que hasta entonces habían sido pensadas.
Si para la oligarquía la
historia es vista como un pasado que concluye y se justifica en el presente de
su dominación, para el movimiento nacional – popular se trata de un proceso en
marcha hacia la superación de toda forma de dominación. Del mismo modo, si la
cultura dominante es esencialmente mimética y contemplativa, y se asume a si
misma como producción de objetos para un sujeto ya formado, la cultura
nacional-popular es ante todo actividad productiva del sujeto histórico
necesario para superar el presente, esto es, adecuado a un objetivo de
transformación social que la misma praxis política va redefiniendo en
sus contornos y su alcance. De aquí que, mientras la cultura dominante se
ofrece como una vía de movilidad dentro de una estructura social y a
conformada, la cultura nacional-popular es asumida como vía de movilización de
masas para transformar esa estructura social.
José Martí, fiel a la
palabra de pase de su generación, no sólo creó una transformación en la
conciencia de su tiempo, sino, y ante todo, un cambio radical en el sentido de
las conductas sociales en la América Latina, que dejó abierta la posibilidad de
una transformación profunda de la realidad en tiempos posteriores. Gracias a
ello, el pueblo cubano supo después de 1898 que si vivía en una república
mediatizada, ello se debía a que esa república había nacido de una revolución
inconclusa. Y esta lección era válida para el resto de la América Latina, que
supo grabarla en lo más hondo de su conciencia y de su cultura, y la asume hoy,
una vez más, como la más importante de sus tareas pendientes.
Ciudad del Saber, Panamá: 2010 - 2015
NOTAS:
[1] Martí, José: Obras
Completas. Editorial de Ciencias
Sociales, La Habana, 1975. XIX, 15: “Apuntes”. [ c. 1875 – 1877]
[2] J. M.:”Nuestra
América”, O. C. , t. 6, p. 17
[3] J. M. “Nuestra Améica”,
O. C., t. 8, p. 16.
[4] Ibid., p. 19.
[5] J. M.: “Nuestra América”,
O. C., t. 6, p. 18.
[6] Idem, p. 17.
[7] D. F. Sarmiento: op.
cit., p. 12.
[8] J. M: “Nuestra
América”, O. C., t. 6, p.19.
[9] J. M.: “La exhibición
de pinturas del ruso Vereschagin”, O. C., t. 15, p . 433.
[10] J. M.: “Carta a Bartolomé Mitre y Vedia” de 19 de diciembre
de 1882, O. C., t. 9, p. 16.
[11] Ibid., p. 17-18.
[14] J. M. : “Nuestra
América”, O. C., t.6, p. 22-23.
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