Somos parte de una generación que tiene como responsabilidad salvar el
planeta y avanzar en la construcción de una sociedad más justa y una vida mejor
para las mayorías. Eso no depende de ciclos ni se puede hacer bajo la falsa
bandera del progreso, que solo sirve para encubrir ideas ambiguas y engañosas.
Sergio Rodríguez Gelfenstein / Especial para Con
Nuestra América
Desde
Caracas, Venezuela
Durante los últimos meses hemos sido testigos de un denodado esfuerzo de
un grupo importante de estudiosos, investigadores, académicos y analistas para
aportar a favor o en contra de la idea de lo que se ha dado en llamar “el fin
de ciclo de los gobiernos progresistas” o la “restauración conservadora” como
la ha denominado el presidente Rafael Correa.
Interesantes debates se han producido al respecto. Me da la impresión
que la mayoría de las opiniones responden a una reacción defensiva mientras se
obvia otro debate necesario y paralelo referido a lo que podríamos llamar “el
fin del ciclo neoliberal al exterior de América Latina”. Esta semana hablaremos
del primer proceso y dejaremos el segundo para la próxima.
Para comenzar, quisiera exponer
algunas reflexiones sobre la imagen que trasunta detrás del concepto de
“gobiernos progresistas”. Para mí no es clara. La idea de progreso proviene del
avance ideológico que supuso la superación del feudalismo y el adelanto que en
el mismo ámbito condujo al Renacimiento y a la aceptación de la racionalidad
moderna como superación del paradigma que aceptaba que el conocimiento provenía
de la idea teológica del espíritu. Todo ello sirvió de base para que el
paradigma del progreso fuera usado como soporte del capitalismo en sus fases de
desarrollo más acelerado, en particular durante las revoluciones industriales
que se asociaron a esa idea. En esa medida, el concepto “progreso” se vinculó a
los “éxitos” que el capitalismo generaba y que se visualizaban como una
evolución dialéctica en relación al sistema feudal.
La irrupción de la revolución rusa al entrar el siglo XX, conjeturó un
nuevo debate acerca de la imagen del progreso. La posibilidad real de que el
capitalismo fuera negado por el socialismo no fue aceptada como progreso sino
como regresión. Las ideas socialistas eran presentadas a través de las mass
media como sinónimo de conservadurismo. En esa medida, la “verdadera”
revolución no se produjo en 1917 sino en 1989, teniendo como símbolo la caída
del Muro de Berlín y la posterior desaparición de la Unión Soviética y con ello
el fin de la guerra fría y el mundo bipolar. Por ejemplo, a fines del siglo XX, se llegó a decir que la
Revolución Cubana era expresión de “ideas retrógradas, anquilosadas y
conservadoras” que no tienen sustento en el mundo que se vivía. Con ello se
anticipaba la caída de Cuba y su apropiación por el imperio estadounidense.
El triunfo electoral de Hugo Chávez en 1998 y su asunción de la
presidencia de Venezuela a comienzos del año siguiente inauguró una época que
con el devenir de los años y las victorias en las urnas de otros líderes de la
región condujeron a lo que, -a mi juicio erróneamente- se han dado en llamar
“gobiernos progresistas”. En mi opinión, éste es un término tan ambiguo que
“sirve para todo y no sirve para nada”.
Veamos algunos ejemplos. El lema de uno de los gobiernos más
profundamente neoliberales que ha tenido América Latina, el del chileno Ricardo
Lagos, quien apoyó el golpe de Estado contra el Comandante Chávez en abril de
2002 era “Progreso con igualdad”. Estos gobiernos de la Concertación,
incluyendo el de la Presidenta Bachelet, sostenedores de un modelo neoliberal,
con democracia restringida a las veleidades de la Constitución pinochetista,
también han sido considerados como progresistas.
En el mismo contexto, el 10 de marzo de 2012 el ex presidente brasileño
Fernando Henrique Cardoso visitó Venezuela para dar una conferencia por
invitación el Banco Banesco. En dicho evento, afirmó “un país puede cambiar y
entrar en una senda del progreso, no importa lo difícil con que se presenten
las circunstancias presentes”.
En estos dos casos, pareciera, que la sola oposición a la derecha
fascista bastara para ser catalogado como progresista, sin importar su soporte
del modelo neoliberal y su subordinación a Estados Unidos.
Hoy, son dirigentes de Partidos Progresistas en América Latina, el
neoliberal encubierto Mauricio Macri de Argentina, su amigo, el ambiguo Marco
Enriquez-Ominami de Chile que juega a arañar votos de la izquierda y la derecha, con discursos
acordes en cada caso, a fin de llegar al gobierno, el renegado Henry Falcón en Venezuela con un discurso conciliador que
ambiciona integrar a los indeterminados, engañando por igual a unos y otros, y
el todavía alcalde de Bogotá Gustavo
Petro contra quien se volcaron todos los poderes visibles y fácticos pata
impedir una gestión sana en la capital colombiana. ¿Es posible colocar en este
marco tan turbio de “progresismo” a los gobiernos de América Latina y el Caribe
cuya distinción es haber intentado una redistribución más justa del ingreso y
ostentar una condición anti neoliberal, anti hegemónica y de defensa de la
soberanía?, Lo han logrado en mayor o menor medida, han avanzado en dimensión
superlativa, aquellos que han establecido mecanismos más profundos de
participación y de construcción de poder popular.
En otro ámbito, se les exige a estos gobiernos, logros que son
imposibles de obtener en los marcos en los que se ha desarrollado su gestión.
Me da la impresión que en algunos sectores existe alguna confusión
terminológica y al suponer que estas administraciones encarnan gobiernos
revolucionarios en el marco de la guerra fría. A veces, estamos aprisionados
por términos propios del mundo bipolar que no tienen cabida en el desarrollo de
la política actual. En ese sentido, no es dable que un gobierno
“revolucionario” se juegue su estabilidad y continuidad en elecciones en el
marco estrecho de la democracia representativa y de un sistema económico
mundial que sigue siendo capitalista. Los conceptos de izquierda y derecha no
bastan para construir una correlación de fuerzas que se oponga a la hegemonía
imperial, a la imposición de gobiernos neoliberales, a la incorporación de millones de excluidos
que han estado invisibilizados hasta hoy y a la imperiosa necesidad de salvar
el mundo de la voracidad del capital que lo devasta y que destruye el medio
ambiente. En esta lógica, nadie puede afirmar si Putin es de derecha o de
izquierda, si lo es el gobierno de Irán o el de Siria, todos en primera línea
de enfrentamiento a la expansión imperial. En otro ámbito, nadie podrá poner en
duda que Raúl Castro sigue siendo un militante de izquierda y un inveterado líder revolucionario, después
que Cuba, tras una larga y heroica lucha, logró establecer relaciones con
Estados Unidos y pugnar por la normalización de sus vínculos con la potencia
imperial. Es evidente que los cánones de análisis del pasado, no nos sirven
ahora para enarbolar las mismas banderas
justas de independencia, soberanía y
libertad que ondearon en momentos pretéritos.
Dialécticamente, las revoluciones son un paso adelante que niega un
pasado de ignominia. Si ellas, se llegaran a desarrollar por ciclos no podrían
caracterizarse en tal concepto. La idea estratégica del cambio revolucionario,
la lucha por la independencia y la libertad no se juegan en elecciones por muy
democráticas que estas sean, porque en el trasfondo, las elecciones son
expresión de un sistema restringido que mide la política sólo en términos
cuantitativos, Además, en la realidad de la América Latina de hoy, este propio
sistema de democracia representativa ha sido mutilado cuando el papel de los
partidos políticos lo han asumidos los medios de comunicación que representan
intereses oscuros de poderes fácticos que no son elegidos por la sociedad.
¿Invalida esto, lo que se ha avanzado en el presente siglo? No, al
contrario. La obtención del poder político por estos gobiernos ha creado
condiciones para avanzar en el proceso de organización popular, de formación
política y de toma de conciencia. Es indudable que los pueblos están hoy en
mejor condición que al comenzar este siglo, para luchar por sus derechos. No es
el progreso, lo que puede medir la característica fundamental de estos
gobiernos, ni vivimos fin de ciclo alguno. Lo que hay son elecciones en las que
cada cierto tiempo hay que medir las fuerzas. Hay retrocesos y avances, pero no
se puede confundir sujeto político con sujeto electoral y el sujeto de la transformación
de la sociedad es el político.
La correlación de fuerzas (que es un concepto mucho más amplio y
completo) que el de medición cuantitativa en elecciones, ha avanzado
positivamente, a favor de los pueblos, incluso si se llegaran a perder algunas
elecciones en determinados países. Así, el proceso iniciado por el comandante
Hugo Chávez en 1998, no tendrá retroceso. Las elecciones y la obtención de la
victoria de las fuerzas populares en ellas, permiten colocar a grandes sectores
de la sociedad en mejores condiciones para emprender la lucha por su
liberación, pero no es la liberación en sí misma. La lucha política y la lucha
electoral deben ir de la mano, pero sin dejar de entender que lo electoral es
coyuntural, mientras que lo político es permanente.
Saber distinguir al enemigo principal, construir una correlación de
fuerzas que lo aísle y debilite, establecer las más amplias alianzas bajo la
hegemonía de los trabajadores y el pueblo son el ABC de la política que hay que
poner en práctica en todo momento, incluyendo cuando se miden las fuerzas en
los eventos electorales. Somos parte de una generación que tiene como
responsabilidad salvar el planeta y avanzar en la construcción de una sociedad
más justa y una vida mejor para las mayorías. Eso no depende de ciclos ni se
puede hacer bajo la falsa bandera del progreso, que solo sirve para encubrir
ideas ambiguas y engañosas.
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