América
Central sigue siendo un enclave estratégico en la geopolítica global y su
control permanece en disputa abierta. Los Estados Unidos la consideran una de
las cinco prioridades de su política exterior, en tanto que China y Rusia
adelantan posiciones con la inversión en el Gran Canal de Nicaragua y la firma
de acuerdos de cooperación, en diversos campos, con el gobierno de Managua.
Andrés Mora Ramírez /
AUNA-Costa Rica
“El capital
debe ser capaz de resistir el choque de la destrucción de lo viejo y estar
dispuesto a construir un nuevo paisaje geográfico sobre sus cenizas. Para ese
propósito deben existir, a su alcance, excedentes de capital y de mano de obra”.
David
Harvey. [1]
El siglo XX
fue para nuestra región ístmica el siglo del tránsito interoceánico de buques y
del comercio de mercancías por el Canal de Panamá, en virtud de una obra de
infraestructura de proporciones faraónicas que implicó una transformación del
espacio geográfico y natural sin precedentes. Esa ruta, avizorada por los
ingleses y franceses desde el siglo XIX, y en la que habían invertido dinero y
no pocas maniobras políticas y diplomáticas, finalmente fue completada por los
Estados Unidos e inaugurada en 1914. En torno al Canal y su geopolítica se
articuló el complejo sistema de plantaciones bananeras y ferrocarriles que el
capital monopólico estadounidense había sembrado, a sangre y fuego, por toda
América Central y el Caribe, y que constituyó uno de los pilares de su
dominación en el continente y más allá.
Este hecho,
que daba cuenta del progresivo desplazamiento del poder mundial de Europa a los
Estados Unidos, perfiló una modalidad de desarrollo y unas específicas configuraciones
políticas, sociales, económicas, ambientales y culturales para la joven
república panameña (recién había declarado su independencia en 1903), que debió
luchar por décadas para recuperar la soberanía sobre sus territorios ocupados.
Además, en un sentido más amplio, determinó la forma de inserción –o mejor aún,
de absorción- de la región en el
largo proceso del desarrollo capitalista y en la consolidación del imperialismo
estadounidense.
Un siglo
después, América Central sigue siendo un enclave estratégico en la geopolítica
global y su control permanece en disputa abierta. Los Estados Unidos la consideran
una de las cinco prioridades de su política exterior, en tanto que China y
Rusia adelantan posiciones con la inversión en el Gran Canal de Nicaragua y la
firma de acuerdos de cooperación, en diversos campos, con el gobierno de Managua.
En este escenario,
las
obras de la ampliación del Canal de Panamá (cuyo costo superó los 5 mil millones de dólares) y el inminente
inicio de la
construcción del Gran Canal de Nicaragua (estimado en 50 mil millones de
dólares y otorgado a un empresario chino mediante una larga concesión de medio
siglo, prorrogable por otros 50 años), nuevamente nos enfrenta al dilema de
repensar nuestra condición ístmica y sus implicaciones en el sistema
internacional, especialmente ahora que se configura un mundo multipolar. Y sobre
todo, nos emplazan para discutir hasta qué punto estos proyectos, pese a los
beneficios relativos que suponen para las economías nacionales, en el fondo no
hacen sino profundizar el sometimiento de la región en su conjunto a las
lógicas de acumulación y de reproducción del capital en tiempos de crisis.
David
Harvey, el geógrafo, antropólogo y teórico marxista inglés, en su análisis del
capitalismo contemporáneo, señala que el “paisaje geográfico que el capital
construye no es un mero producto pasivo”[2],
sino que hace parte de una de sus contradicciones cambiantes, a saber, la
contradicción entre los desarrollos desiguales y la producción de espacios de
acumulación. El capital desarrolla dinámicas económicas globalizadas y requiere
para ello condiciones que el Estado capitalista debe satisfacer: como el tiempo
es dinero, explica Harvey, el capital necesita, particularmente, aniquilar el espacio mediante el tiempo,
aunque ello implique, como en las rutas transoceánicas
de Panamá y Nicaragua, introducir transformaciones geográficas y ambientales
que modifican el paisaje humano (desplazamientos forzados de poblaciones,
destrucción de comunidades, desgarramiento de tejidos sociales y culturales,
insatisfacción de necesidades humanas básicas para satisfacer las necesidades
artificiales del mercado). La clave es “reducir costes o tiempo en la
circulación del capital”[3],
y para eso se desencadenan “los poderes de la destrucción creativa sobre la tierra. Algunos sectores o grupos se
beneficia de la creatividad, mientras que otros sufren el embate de la
destrucción”[4].
Para
Harvey, los incentivos a la competencia capitalista interregional, como los que
se argumentan hoy en el debate sobre los beneficios potenciales y las
limitaciones de los canales de Panamá y Nicaragua, “no es tan solo un medio
primordial por el que lo nuevo sustituye a lo antiguo, sino un contexto en el
que la búsqueda de lo nuevo, presentada como búsqueda de ventajas competitivas,
resulta decisiva para la capacidad de reproducción del capital. El desarrollo
geográfico desigual sirve, por encima de todo, para desplazar los fallos
sistémicos del capital de un lugar a otro”[5].
Si, como lo
expone Harvey con crudeza, al final,
pase lo que pase, el capital es quien gana y se sale con la suya; y si el desarrollo prometido para los pueblos no es otra cosa que la trampa de la
propia destrucción en el proceso de aniquilación
del espacio mediante el tiempo, no debemos equivocarnos en la identificación
del enemigo, ni mucho menos en la construcción de las alternativas a este
paradigma que, evidentemente, deberán apuntar a un horizonte de superación del
capitalismo.
Estos
elementos bien pueden ayudarnos a construir una perspectiva crítica, más allá
de localismos y de prejuicios políticos frente a gobiernos de uno u otro signo,
de la era de los canales en la que se
aventura una vez más América Central, con la amenaza de tropezar con las mismas
piedras del pasado.
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