Desde América Latina, pero
especialmente desde México y Centroamérica, hay un río de gente que llega hasta
el Río Grande y hace lo imposible para pasar al otro lado. El “otro lado” está,
literalmente, del otro lado de un muro que, por cientos de kilómetros, se
extiende a lo largo de la frontera.
Rafael
Cuevas Molina/Presidente AUNA-Costa Rica
Un muro de cruces blancas en Tijuana, frontera entre México y Estados Unidos. |
El 9 de noviembre se cumplen 26
años desde la caída del Muro de Berlín, el principal símbolo del cambio epocal
suscitado por el derrumbe del campo socialista de Europa del Este, con la Unión
Soviética a la cabeza, que dio por terminado el período de la Guerra Fría, que
signó las relaciones internacionales de la segunda mitad de siglo XX.
A partir de entonces, Occidente,
el contendiente capitalista que salía victorioso, interpretó que se abría ante
sí un camino expedito para extender y profundizar el sistema. Francis Fukuyama,
en el clímax de la euforia, consideró que se había llegado al fin de la
historia y solo restaba perfeccionarlo, y en los Estados Unidos surgieron
iniciativas como el Proyecto Nuevo Siglo Americano, que auguraron eufóricos
cien años de más de liderazgo norteamericano en el mundo.
Aunque este vaticinio resultó
falso, y los Estados Unidos ven hoy cuestionado su poderío económico, militar y
financiero en todo el mundo, la década de los noventa del siglo pasado sí fue
escenario de la desbocada profundización de un capitalismo más agresivo, al
punto de llegar a ser caracterizado como “salvaje”.
Esta vuelta de tuerca del sistema
es conocida como la implementación del modelo neoliberal, que nos es más que un
estadio superior de desarrollo del capitalismo que, desembarazado de su
oponente, no teniéndolo ya como referente positivo para amplias capas de
trabajadores, se quitó la careta y emprendió la reingeniería necesaria para
desprenderse de lo que consideró lastres para la realización plena del capital
y el incremento de excedentes de la producción: la conquistas de los
trabajadores, que caracterizó como “privilegios”, provocando así, por un lado,
el incremento de la explotación del trabajo y, por otro, una mayor acumulación
de riqueza en cada vez menos manos.
Las consecuencias de esta nueva
situación han ido saliendo a flote poco a poco. El llamado mundo desarrollado,
cada vez más rico, estableció un orden internacional que, por un lado, ha
provocado que amplias capas de la población se vean marginadas de los
beneficios del desarrollo y el progreso. Por otra parte, su voraz apetito de
fuentes energéticas, le ha llevado a devastar militarmente países y regiones
enteras, en donde se ha hecho imposible la vida civilizada en sociedad.
El resultado ha sido el creciente
flujo de personas desde el sur hacia el norte, es decir, tanto desde los países
que se encuentran pauperizados por la división social del trabajo
internacional, como desde aquellos en los que la guerra es pan de todos los
días.
Los principales destinos de estos
cada vez mayores flujos de población son los Estados Unidos y Europa, que no
encuentran como resolver el problema que ellos mismos han contribuido a
provocar.
En América, desde América Latina,
pero especialmente desde México y Centroamérica, hay un río de gente que llega
hasta el Río Grande y hace lo imposible para pasar al otro lado. El “otro lado”
está, literalmente, del otro lado de un muro que, por cientos de kilómetros, se
extiende a lo largo de la frontera.
Lo mismo sucede en Europa. Ya
España había levantado un muro altísimo, erizado de alambres de púas,
centinelas y fortificaciones en Ceuta y Melilla, último reducto del
colonialismo español en el continente africano y hoy, en los Balcanes, aparecen
más muros en Hungría, en Croacia, en Serbia y, seguramente pronto en Rumanía.
Así como el Muro de Berlín fue
símbolo de su época, estos lo son de la nueva que ahora vivimos, la de la
exclusión y la guerra provocadas por la insaciable voracidad del capitalismo
desbocado contemporáneo.
El muro no fue derrumbado,
solamente se trasladó de lugar.
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