En este
recodo de la historia, cuando las derechas imperiales y financieras avanzan sin
cesar, en el sur y en el norte, aprender del naufragio puede ser el mejor modo
de recuperar los horizontes perdidos.
Raúl Zibechi / LA JORNADA
El
naufragio siempre es el momento más significativo, escribió Fernand Braudel
en Historia y ciencias sociales (Escritos sobre la historia, FCE,
1991). En opinión del historiador, mucho más significativos aún que las
estructuras profundas son sus puntos de ruptura, su brusco y lento deterioro
bajo el efecto de presiones contradictorias.
En los
debates de las izquierdas globales, parece haberse esfumado una tensión básica
del pensamiento crítico, presente desde los primeros tiempos: la mirada larga
en el tiempo, la negativa a jugar todo el movimiento en maniobras tácticas,
tener siempre presente el legado a las generaciones futuras.
Durante más
de un siglo el movimiento revolucionario en el mundo estuvo enfrentado en dos
tendencias que, de forma un poco simplificada, se podían dividir entre
revolucionarios y reformistas. Buena parte de la producción teórica de Marx y
de Lenin estuvo dedicada a zanjar diferencias con aquellos que llevaban al
movimiento hacia su adaptación en el sistema y rechazaban la necesidad de
rupturas. Rosa Luxemburgo llegó a escribir, en Reforma o
revolución, que la teoría del colapso capitalista es la médula
del socialismo científico.
En su
polémica con Eduard Bernstein argumentaba que sin el colapso del
capitalismo no se puede expropiar a la clase capitalista. Toda la vida y la
organización de los revolucionarios estaban dedicadas a prepararse para el
momento del colapso, aunque no lo llegaran a vivir. Todo lo que hacían en los
grises años de calma social consistía en esa preparación anímica y
organizativa, espiritual y teórica. Esa larga preparación es lo que le permitió
a hombres como el Che o Lenin estar a la altura de las
situaciones cuando era necesario actuar de forma decidida.
En las
últimas décadas estas tensiones se han perdido. Predomina ahora una mirada de
corto plazo, demasiado ligada a la coyuntura y, en particular, a lo electoral.
Las diferencias, incluso teóricas, entre reforma y revolución, parecen haberse
esfumado. Rosa no rechazaba las reformas, pero decía que eran un medio, no un
fin. Los argumentos que dan algunos intelectuales para defender el voto por un
candidato progresista hablan por sí solos sobre este enorme retroceso. Hay, por
cierto, políticas sociales positivas y necesarias. Pero ese no puede ser el eje
de una argumentación que apueste por la transformación revolucionaria de la
sociedad.
A mi modo
de ver, hay dos razones de fondo que pueden contribuir a explicar el enorme
retroceso de las izquierdas, del pensamiento crítico y de las consecuencias de
haber desaprendido lo mismo el odio que la voluntad de
sacrificio (Benjamin, en Tesis sobre la historia).
La primera
es que la caída del socialismo real, la derrota de las revoluciones
centroamericanas y de los grandes movimientos (obrero, feminista y de
lasminorías étnicas) ha provocado un doble y simultáneo fenómeno:
crecimiento del pragmatismo y del posibilismo, y pérdida del horizonte del
tiempo largo.
El
pragmatismo desmadeja la ética del compromiso, a favor de la adaptación a lo
que existe. No hay compromiso que contenga garantías de ventajas personales
concretas. El compromiso con una causa siempre fue un salto al vacío, incierto,
en el que cada quien pone el cuerpo sin esperar recompensas ni reconocimiento.
Perseguir lo posible supone caer en el oportunismo y renunciar a cambiar las
cosas; porque lo posible es, apenas, administrar lo existente.
La segunda
se relaciona con los cambios en la cultura, tanto en la hegemónica como en la
popular, e incluso en la contracultura. La necesidad de obtener resultados
inmediatos, la falta de fibra para nadar contra la corriente, la dificultad
para decir las cosas por su nombre por temor al rechazo y la soledad, forman
parte del sentido común actual, incluso entre muchos que dicen ser de
izquierda.
Un
maravilloso relato de Pasolini sobre los melenudos, en Escritos
corsarios, es una buena muestra de lo que pretendo explicar. La melena
fue símbolo de rebeldía o de inconformismo en los años 60, pero terminó siendo
adaptada por la moda, al punto que ya no es defendible porque ya no es
libertad. Rechazaba con vigor, y desesperación, el afán de amoldarse al
orden degradante de la horda, usando símbolos de rebeldías, absorbidos por la
cultura del poder.
Por alguna
razón, nada difícil de adivinar, volvemos a redescubrir a Pasolini. Como
escribe Franco Berardi, Bifo, había entendido de antemano que
el poder del cambio tecnológico estaba destinado a prevalecer sobre las culturas
libertarias e igualitarias, abriendo un tiempo de barbarie (La mirada larga, en
comune-info.net).
Estamos
inmersos en una cultura en la que desaparecieron las distinciones de clase, en
la que derecha e izquierda se han fundido físicamente, como apuntaba el
italiano. Esa indistinción tiene su correlato en la política. Es posible que
hayamos interiorizado el fin de la historia de modo involuntario e
inconsciente. Si no hay diferencias culturales, tampoco habrá diferentes
opciones políticas y todo se reduce a optar por lo menos malo o lo más
atractivo, como en el supermercado.
Es la
degradación de la política emancipatoria. El momento del naufragio. Pero hay
más. Todavía debe recordarse que el mundo nuevo, el socialismo o como se llame,
es fruto del trabajo, del esfuerzo cotidiano, no del reparto de lo que existe.
Pero el trabajo tiene sus reglas que la cultura rentista no comprende, ni está
dispuesta a aceptar.
En este recodo de la historia, cuando las
derechas imperiales y financieras avanzan sin cesar, en el sur y en el norte,
aprender del naufragio puede ser el mejor modo de recuperar los horizontes
perdidos. El hundimiento del socialismo real no puede llevarnos al lodazal del
posibilismo ni de la rendición a la cultura hegemónica. Si el riesgo es la
soledad y la intemperie, habrá que afrontarlas. Lo único que no podemos hacer
es dejarle a las generaciones futuras un legado de sumisión y pragmatismo sin
ética.
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