El giro de Estados Unidos, que en el pasado había negado toda injerencia
de Irán en la búsqueda de una salida negociada al conflicto sirio, supone un
cambio significativo en la geopolítica del Medio Oriente y, en general, en el
ámbito global. Ello ha conducido a un malestar entre los aliados de Estados
Unidos en la región: paradójicamente los otrora adversarios Israel y Arabia
Saudita.
Sergio Rodríguez Gelfenstein / Especial para Con
Nuestra América
Desde
Caracas, Venezuela
No quiero ser insistente con el tema, pero la
“porfiada realidad” como fue llamada por alguien, no deja de confirmar que la construcción de
un sistema internacional de balanza de poder sigue avanzando. Hace un año y
medio (en abril de 2014) se publicó mi libro en el que argumentaba en ese
sentido, y en este lapso, nuevas acciones de los actores hegemónicos corroboran
el enunciado.
Durante las últimas semanas, dos hechos vienen a
alimentar la hipótesis. En primer lugar el viaje del presidente de China, Xi
Jinping a Gran Bretaña en el que se firmaron importantes acuerdos, -impensables
hace sólo 10 años- y la reunión en Viena para evaluar una salida a la crisis en
Siria, con la participación de Rusia, Irán, Estados Unidos, Turquía y Arabia
Saudita, -impensable hace solo un año-.
Más allá de la parafernalia del espectáculo mediático
que rodea cualquier visita a un país en el que la monarquía juega un papel
protagónico, muy superior al de los líderes políticos, el presidente Xi tuvo
una extraordinaria acogida en Gran Bretaña, a pesar de su subordinación extrema
a Estados Unidos en temas de la esfera internacional. Las máximas autoridades
del Estado chino y del gobierno británico establecieron una “asociación
estratégica a nivel global para el siglo XXI” en áreas que van desde la internacionalización de la moneda china, el
renminbi (RMB) o yuan y el libre comercio, hasta la ciber seguridad, la
protección de la propiedad intelectual y el cambio climático. La visita se
desarrolló en un clima de amistad y calidez muy distante del frío recibimiento
que tuvo Xi en Estados Unidos durante el mes de septiembre. Así mismo el Reino
Unido reafirmó su respaldo a la inclusión del RMB en la cesta de derechos del
Fondo Monetario Internacional y anunció su intención de incrementar su empleo
en las transacciones bilaterales. De igual manera, Beijing y Londres ajustaron
procedimientos sobre un estudio de viabilidad a fin de establecer vínculos
entre las Bolsas de Shanghái y Londres.
En otro ámbito, los dos países firmaron acuerdos
comerciales por un monto superior a los 60 mil millones de dólares en las
esferas energética y de transporte, entre otras. En esa materia, lo más
destacado es el financiamiento por parte de China de una tercera parte de la
primera central nuclear que construye el Reino Unido desde 1995. La potencia
asiática participará en este proyecto en
conjunto con el gigante energético francés EDF. En el transcurso de la visita,
el presidente Xi y el primer ministro Cameron también llegaron a acuerdos para
una inversión china en los sectores gas y petróleo en asociación con las
empresas británicas Rolls Royce y British Petroleum (BP). De igual manera China
estará presente en la renovación y puesta en funcionamiento nuevamente de la
central de Hinkley, paralizada desde hace algunos meses y el diseño y
construcción de la de Essex con una participación del 66,5%.
Estos acuerdos, -que siembran perspectivas de un
equilibrio mundial de otro tipo entre potencias globales, en este caso dos
miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU-, resultan
inverosímiles si nos atenemos a la dinámica de la confrontación retórica que
ambos países tienen en otros escenarios del enfrentamiento estratégico como el
Medio Oriente. Steve Hilton, ex asesor político de David Cameron, en una
entrevista con la BBC llegó a caracterizar los acuerdos como “una de las
mayores humillaciones internacionales a las que hemos asistido”, sobre todo por
las acusaciones occidentales a China como país que practica el espionaje
electrónico.
Asimismo, sin tener tanto impacto, pero con acuerdos
de similar trascendencia se han producido en días recientes las visitas a China
de los Jefes de Estado de dos de los principales aliados de Estados Unidos en
Europa: el presidente de Francia, François Hollande y la Canciller Federal de
Alemania Angela Merkel.
Por separado, en otro escenario, también se ha
producido un acontecimiento que es expresión del nuevo orden mundial que nace.
Durante los pasados jueves 29 y viernes 30 de octubre, se desarrolló en Viena,
el intercambio más amplio jamás habido entre países directa o indirectamente
implicados en el conflicto sirio. La novedad es la aceptación por Estados
Unidos y sus adláteres Turquía y Arabia Saudita de la ineludible presencia de
Irán. En el evento también participaron
representantes de Francia, Alemania, la Unión Europea, China, Irak,
Catar, Líbano, Egipto, los Emiratos Árabes Unidos y Omán, así como el emisario
especial de la ONU para Siria, Steffan de Mistura.
Es evidente que el cambio de posición de Estados
Unidos tuvo que ver con el auge de las acciones del ejército sirio en el
terreno de los combates y el éxito de las operaciones aéreas de Rusia en la
lucha contra el terrorismo. En este trazado, hoy también resulta imposible
obviar el papel trascendente de Irán y del movimiento libanés Hezbollah en el
apoyo político militar y económico al gobierno de Bashar El Assad. De ahí, la
presencia de la nación persa en las conversaciones de Viena.
El giro de Estados Unidos, que en el pasado había
negado toda injerencia de Irán en la búsqueda de una salida negociada al
conflicto sirio, supone un cambio significativo en la geopolítica del Medio
Oriente y, en general, en el ámbito global. Ello ha conducido a un malestar
entre los aliados de Estados Unidos en la región: paradójicamente los otrora
adversarios Israel y Arabia Saudita. Sin embargo, es importante decir que esta
decisión no ha sido una concesión gratuita a
Irán. Los persas lo han ganado con su firme resistencia ante la agresión
a la que ha sido sometido durante los últimos años y su irrestricto apoyo a
Siria, Irak, Palestina, Yemen y Líbano, creando una nueva correlación de
fuerzas en la región que ha hecho impensable tomar decisiones sin contar con su
opinión.
Estados Unidos parece haber escuchado a Henry Kissinger
quien en su libro más reciente World
Order (Orden Mundial), publicado en septiembre de 2014 opina que las
diferencias culturales entre distintos países y regiones deben ser sorteadas, a
fin de buscar consensos que sean aceptados por todas las partes. Este consenso
debe ser tomado a partir de la aceptación de que las diferentes culturas
entiendan el orden como base de las relaciones internacionales.
Respecto del Medio Oriente, Kissinger señala que esta
es la región más complicada para lograr el anterior desafío y que para
establecerlo, se debe organizar un orden regional sustentado en el islam y
hacerlo compatible con la paz y la estabilidad en todo el mundo, considerando
que el planeta aún no se pone de acuerdo respecto del orden internacional del
futuro. Con relación a Irán, el ex Secretario de Estado durante el gobierno de
Richard Nixon, expone que éste es un Estado moderno, que ha aceptado jugar con
las reglas internacionales vigentes.
Sugiere sin embargo, que Occidente no debería intentar
establecer de manera ideal una “cruzada por la democracia” a partir de su
propia visión de ella. En ese sentido, recomienda tomar en cuenta que otras
regiones del mundo tienen sus propias definiciones respecto de los conceptos de
legitimidad y poder. Todo esto, debería conducir a elaborar estrategias que lleven
a objetivos realizables en pos de dirigir la política internacional hacia el
equilibrio. El gobierno de Obama tradujo estas propuestas como “smart power” o
“poder inteligente”, entendido como la combinación entre el poder blando (soft
power) y el duro (hard power).
Lo que Kissinger está planteando es que resulta
imposible suponer que los valores culturales y políticos de Occidente puedan
ser impuestos a los pueblos árabes y musulmanes únicamente por vía de la
fuerza, y que solo una adecuada amalgama de instrumentos políticos, económicos,
diplomáticos y militares les puede permitir lograr los objetivos. Por cierto,
el fin último para Kissinger es conservar el poder de Estados Unidos como
potencia hegemónica mundial.
Es decir, la estrategia no varía, pero debe
modificarse la táctica y, en ese sentido, es que puede explicarse el acuerdo
sobre el programa nuclear iraní y la invitación a éste para que participara en
las conversaciones de Viena. Vale un paréntesis, para decir que esto es también
lo que explica el cambio de política de Estados Unidos respecto a Cuba.
Este marco, nos da la pauta de que para Kissinger, la
balanza de poder es una obligación de Estados Unidos si quiere sostenerse como
máxima potencia mundial y apela a la flexibilidad de todos los actores,
incluyendo del propio Estados Unidos, toda vez que le atribuye a éste el rol de
principal responsable del mantenimiento de la balanza.
En su visión hegemónica, Kissinger apunta a la
creación de una cultura y una justicia global que debe ser aceptada por todos y
en la que deben coexistir todos. Sorpresivamente, apunta hacia el objetivo de
“alcanzar el equilibrio, restringiendo mientras tanto a los perros de la
guerra”.
Que una voz tan autorizada en el establishment
estadounidense y global recurra a estas definiciones, sólo puede ser entendido
como la aceptación de que un nuevo orden mundial está emergiendo, que las
imposiciones unilaterales a través de la fuerza no tienen cabida en el futuro,
y que las resistencias que ello pueda generar conducen a un debilitamiento
estratégico del poder “único” de Estados Unidos. Es la admisión del concepto
del “equilibrio por obligación” como se denomina el capítulo 14 de mi libro. Pero,
otra cosa piensa Rusia, otra cosa piensa China y otra cosa debemos pensar los
latinoamericanos si queremos sobrevivir en el mundo del futuro.
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