sábado, 21 de noviembre de 2015

¿La III guerra mundial?

El terror se ha convertido en el aire que se respira en todas partes; la guerra, más que una serie de actos, es una atmósfera en la que estamos sumergidos; la violencia es una pseudocultura que penetra los pliegues de lo que aun nos queda de corazón y sensibilidad. 

Arnoldo Mora Rodríguez / Especial para Con Nuestra América

La proliferación de actos de inaudita violencia ha sido calificada  por el Papa Francisco como la manifestación de que estamos en la III Guerra Mundial. Las palabras del Presidente Hollande poco después de los sangrientos atentados de París, diciendo que "Francia está en guerra", podrían interpretarse como una ratificación de lo dicho por el Pontífice.  Vistos bajo esta óptica, los dolorosos acontecimientos mencionados deben verse no como actos desesperados de una red de terroristas fanatizados hasta la demencia, sino como la expresión fáctica de una estrategia de guerra larga y rigurosamente planificada.

Una guerra, aun siendo concebida y ejecutada por una horda de criminales, responderá siempre a un proyecto político; por lo que en cada un de sus movimientos obedece a una lógica  de poder que podría desequilibrar la convivencia civilizada de la humanidad entera. Desde que se ha tipificado  como rasgo característico de nuestro tiempo la llamada  "globalización", y que abarca todos los ámbitos del quehacer humano: economía, política, información, desarrollo científico-técnico, modas, corrientes y expresiones culturales, etc., el mundo se ha convertido en una "aldea planetaria", como la calificaba Mac Luhan haciendo referencia a la supresión de las hasta entonces insuperables  distancias en el espacio y el tiempo.

Lo paradójico de esta realidad - que evoca el mito de la "caja de Pandora"- es que quien ha desencadenado este proceso que hoy parece incontrolable, ha sido la expansión hegemónica de Occidente. Las pretensiones imperiales de alcance planetario de Occidente han llevado a estos lamentables hechos, que muestran la absoluta vulnerabilidad de todos los países. El terror se ha convertido en el aire que se respira en todas partes; la guerra, más que una serie de actos, es una atmósfera en la que estamos sumergidos; la violencia es una pseudocultura que penetra los pliegues de lo que aun nos queda de corazón y sensibilidad. Pero si miramos hacia el pasado, los hechos que comentamos y lamentamos deben verse como la trágica expresión de un proceso que inició la hegemonía mundial de la llamada "Cultura Cristiana Occidental" a inicios del segundo milenio de nuestra era  con la Primera Cruzada  (l081), es decir, con la guerra "santa" en contra del Islam. Hoy al mundo "cristiano" se le paga con la misma moneda. Así se culminaría un ciclo histórico.

El mundo entero con razón ha mostrado indignación  por los atentados de París y conmovedora  solidaridad con el pueblo francés. Pero no olvidemos que esos atentados no han sido los mas mortíferos. La explosión del avión en pleno vuelo con turistas rusos que venían de Egipto lo fue aun más. Los causantes han sido los mismos; las víctimas también: todos civiles inocentes que solo querían divertirse. Desde la II Guerra Mundial la mayor parte de las víctimas son civiles. La genocida invasión de Busch a Irak provocó un millón de muertos. La invasión de la OTAN a Libia sembró el terror, la fragmentación  de la nación y el magnicidio de su líder. Otro tanto pretenden hacer en Siria. Y todo obedeciendo a la perversa lógica inspirada en criterios geopolíticos (control de las vías de comercio del Mediterráneo) y por una sed inagotable de petróleo.  


La única solución a esta peligrosa espiral de violencia debe darse tomando en cuenta dos etapas. La inmediata es tomar medidas policíaco-militares para combatir implacablemente al Estado Islámico y denunciar a quienes lo han amantando con armas y subterfugios políticos. Pero este combate mancomunado contra el terrorismo islámico debe regirse por las normas de la legítima defensa. La otra etapa de mas largo - y, esperamos, definitivo - alcance, consiste en iniciar un diálogo político entre todas las partes involucradas bajo la égida de las Naciones Unidas como garantes de que cualquier solución a que se llegue, se inspire en la aplicación irrestricta de los principios del derecho internacional.

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