Debemos ir más lejos de
las calles y salones de Hamburgo, donde se llevó a cabo la cumbre de
los G-20, e ir a la sede de Naciones Unidas en Ginebra, donde 122 países, por
iniciativa de Costa Rica, país que goza de amplio y merecido prestigio moral
por haber suprimido constitucionalmente el ejército, firmaron un acuerdo con el fin de prohibir la producción y
tenencia de armas nucleares.
Arnoldo Mora /
Especial para Con Nuestra América
Acaba de celebrarse,
una vez más, la cumbre de los países llamados G-20. Se trata de la élite de los
países más poderosos del mundo, tanto en lo que a poder político y mediático se
refiere, como a capacidad militar y control monopolístico del comercio mundial.
Ellos cuentan también con la mayor cantidad de población de la humanidad y de
redes de intercambio internacional. Poseen, por ende, el poder que los capacita
para dirigir los destinos de la humanidad y dirimir sus conflictos en todos los
campos, especialmente en el ámbito político. De ellos depende en grandísima
medida, la paz y la guerra, el bienestar o la pauperización del resto de la
humanidad, incluida su propia población.
Por todas estas razones, un encuentro de esta naturaleza, por más
rutinario que aparente ser, no debe pasar desapercibido a los ojos de la
opinión pública mundial. Y esta vez no lo fue en absoluto; no solo por las
razones que acabo de mencionar, sino también por otros rasgos que son novedosos
y que hacen que esta cumbre merezca ser analizada con mayor detenimiento.
Esta cumbre no puede
pasar como ese conjunto de eventos noticiosos variados y dispersos que
atiborran a diario los medios de
comunicación de masas. Como contexto general hay que señalar que esa cumbre fue
una insoportable pesadilla para sus
organizadores, esos disciplinados alemanes, quienes trataron de disimular el evidente descontento
del entorno sin poderlo ocultar; lo cual
demostró hasta la saciedad hasta qué
punto el malestar contra la mayoría de los dirigentes políticos actuales se ha
generalizado entre la mayor parte de los sectores de la población de sus países, especialmente en este caso del
anfitrión. Las protestas que acompañaron al encuentro fueron notoriamente violentas;
nadie temió enfrentar a la policía. La cumbre se llevó a cabo en medio de nubes de humo, especie de neblina que trataba
de ocultar sin lograrlo, el furibundo
descontento de las masas.
Dichosamente esas aguerridas voces de protesta tuvieron eco en un no menos
valiente líder mundial. No estaban solos;
porque uno de los líderes más carismáticos y más mediáticos del mundo
actual, como es el Papa Francisco, levantó su escuchada y limpia voz de
protesta con acentos de bíblico profeta.
Con un gesto que nos recordaba al obispo y mártir salvadoreño, Oscar Arnulfo Romero, el
Pontífice Romano se convirtió en “la voz de los que no tienen voz” o, si la
tienen, no llega hasta los pasillos de la diplomacia donde las grandes
potencias degustan las mieles del poder. Francisco fue la voz de los que,
arriesgando sus vidas, emigran, acosados por el hambre, hacia el Norte
atravesando el Mar Mediterráneo o la frontera Sur de los Estados Unidos,
tocando en vano las puertas y el corazón de algunos de los gobernante allí
reunidos. Francisco clamó por la paz y
el desarme. Insistió en que la justicia
social debe inspirar los acuerdos
comerciales y la políticas en materia económica. Pero este Papa fue más lejos
aún; pues lo dicho anteriormente ha sido siempre el mensaje habitual empleado por sus predecesores. Pero Francisco que, como
señalaban atinadamente algunos
periodistas y comentaristas, es el primer papa no europeo desde hace 1300
años, sembró la sospecha en torno a los acuerdos de esta cumbre; con ello
los deslegitimó de alguna manera.
Con sus
observaciones de acento marcadamente
crítico, se situó más allá de un mensaje que recordaba los principios de la
ética humanitaria pero sin salir de lo políticamente “correcto”. Por lo
contrario, a Francisco no le tembló la voz al situarse en el campo abiertamente
político. Dejó entender que los acuerdos
de cúspide, sin tomar en cuenta el clamor de las masas, no pasan de ser
componendas “peligrosas”; con lo que él mismo se sitúa en zona peligrosa, allí
donde incomoda a quienes pretenden
arreglar el mundo a espaldas de los pueblos.
Pero, a fuer de
sinceros, hay que reconocer que no todo
fue negativo ni mucho menos en esa cumbre.
Además de los ya señalados, hubo gestos positivos como el encuentro
entre Putin y Trump, del cual salió el
acuerdo de concertar una tregua en la martirizada Siria. Ojalá éste sea el primer paso de un camino conducente a una paz duradera
inspirada en los principios del derecho internacional, que no solo ponga fin al
baño de sangre de ese sufrido país, sino que alcance a todo el Medio Oriente, que ha sido históricamente y
por razones geopolíticas, un foco de amenazas a la paz mundial. Igualmente, no es menos importante que el
esperpéntico gobernante yanqui haya quedado solo, aislado en sus oscurantistas
políticas en materia ecológica y de comercio internacional. Trump se
recetó a sí mismo y, con ello, a su propio país, una especie de “usaexit”, enfrentándose prácticamente al
mundo entero. Su acuerdo con la gobernante británica no es más que el abrazo de
dos solitarios, como los náufragos que
en pleno océano se aferran a una tabla que, lejos de ser de salvación, no pasa
de ser tan solo un espejismo, un canto
de sirena de quienes añoran con nostalgia esos no ta lejanos tiempos en que sus
países, convertidos en imperios planetarios,
hacían temblar los cimientos de la tierra entera. Esperemos que, más
temprano que tarde, esos pueblos despierten y se encaminen hacia la
construcción de un mundo sin imperios ni
muros.
Sin embargo, debemos ir
más lejos de las calles y salones
de Hamburgo, donde se llevó a cabo la
cumbre de los G-20, e ir a la sede de Naciones Unidas en Ginebra, donde 122
países, por iniciativa de Costa Rica, país que goza de amplio y merecido
prestigio moral por haber suprimido constitucionalmente el ejército, firmaron un acuerdo con el fin de prohibir la producción y
tenencia de armas nucleares. Se objeta, con sólidas razones, que dicho acuerdo
no pasa de ser un gesto simbólico de una ineficacia inmediata casi nula, pues
las grandes potencias, que poseen los mayores arsenales nucleares, no lo
firmaron (excepto China que se abstuvo); todo lo contrario, no dudaron en levantar su voz para
justificar, con mal disimulado cinismo, su posición.
Por esta razón, para
que sea realmente eficaz y no meramente
testimonial, este esperanzador gesto
debe verse como un primer paso de un largo camino. Para ello, los países que prohijaron esta
meritoria iniciativa deben lanzar una fuerte campaña a fin de sumar a más y más países, comenzando por el
significativo y nada desdeñable grupo de quienes se abstuvieron. Hay que unirse
y apoyar a los ciudadanos que se oponen a sus propios gobiernos que se negaron
a firmar. Esas personalidades y grupos pacifistas son nuestros aliados naturales.
Hay que mantener contacto con dirigentes
religiosos, intelectuales y del mundo del arte y la cultura, de periodistas y
formadores de opinión, que luchan por esta noble causa. Hay que abrirse espacio
en los medios de comunicación; hay que estar presentes en reuniones y
actividades que buscan lograr una paz duradera entre los pueblos; hay que dar
la palabra a miembros de la sociedad civil y a políticos de todos los rincones del planeta, que luchan
denodadamente en pro de una paz que detenga la espiral armamentista y destinar
esos inmensos recursos,
ahora empleados en la fabricación de armas, a combatir la pobreza y
defender a la Naturaleza. El panorama político mundial se asemeja a lo que
vemos en una noche despejada en el campo: en un trasfondo de tinieblas titilan también las estrellas.
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