Somos el resultado de esa locura avasallante en la que caen todos, al
unísono, dejándose llevar como borregos por las estrategias armadas en
Washington y repetidas en los medios locales de todas partes hasta el
cansancio, todos los días todo el día. Eso pasa ahora con Venezuela y volvemos
a caer en lo mismo.
Rafael Cuevas Molina/Presidente
AUNA-Costa Rica
Puede
ser que muchos de los que lean estás líneas no tengan la más mínima idea de a
que me refiero cuando hago un paralelismo entre lo que está sucediendo ahora en
Venezuela y lo que sucedió hace mucho, más precisamente hace 63 años, en
Guatemala, el país centroamericano al que el poeta Otto René Castillo llamó
tiernamente “pequeño pájaro herido”.
En
Guatemala, luego de una historia plagada de dictaduras durante todo el siglo
XIX y XX -algunas tan crueles y
aberrantes que dieron pie a novelas como El
señor presidente, de Miguel Ángel Asturias-, en 1944 un movimiento
ciudadano permitió abrir una ventana democrática. La ventana duró diez años
abierta, y la brisa cálida que dejó entrar ventiló no solo a Guatemala sino a
toda América Latina.
En
1954, tras estos “diez años de primavera en el país de la eterna tiranía”, los
Estados Unidos impulsaron una invasión de “patriotas” que dieron al traste con
todo. El “Ejército de Liberación” fue comandado por el coronel Carlos Castillo
Armas, nombrado presidente de facto a partir del 8 de julio de ese año.
Los meses previos a la invasión estuvieron precedidos por
una furibunda campaña internacional promovida por los Estados Unidos y
secundada por los medios de comunicación de la época. En ella, el gobierno de
Jacobo Árbenz Guzmán era presentado como la entronización de las fuerzas del
mal, avanzada del comunismo internacional; como arbitrario, abusivo, prepotente
y autoritario.
Era el ablandamiento para lo que vendría después, el
cruento golpe que cerraría la ventana por donde entraba la brisa e iniciaría
una época claustrofóbica que, sin exagerar, a estas alturas del siglo XXI
todavía se sufre en Guatemala.
Si bien el golpe de Estado comandado por Castillo Armas
no tuvo inicialmente muchas víctimas mortales, la entronización del régimen
durante los siguientes años y décadas implicó un verdadero bañó de sangre, que
tuvo como uno de sus corolarios funestos y hecatómbicos el genocidio perpetrado
a inicios de la década de 1980. ¿Para qué repetir cifras de los desaparecidos,
asesinados, masacrados y exiliados que produjo el régimen de terror?
A estas alturas del siglo XXI, el país que a mediados del
siglo XX se perfilaba promisoriamente como democrático, culturalmente
efervescente, aspirante a la equidad social, no es más que uno de los más
pobres y violentos del continente. Tampoco aquí hay que repetir cifras
vergonzosas que por todos lados se ventilan.
Los que saltaron en 1954 con los ojos inyectados en odio
respaldados por el eterno tío vigilante del Norte, son los que siguen ordenando
al país de acuerdo a sus intereses. O desordenándolo.
Hemos vivido en una larga, fría y oscura noche que ha
levantado voces de protesta en todo el mundo. Los horrores que se acumularon,
indescriptibles a veces, llegaron a provocar un clamor de protesta aún entre
quienes propiciaron la ignominia: ahora, hasta representantes diplomáticos
norteamericanos se pronuncian cuando se abre una nueva fosa clandestina, o se
hace evidente la rapiña descarada.
Pero ¿ahora, para qué se rasgan las vestiduras? Lo hecho,
hecho está. Ahí estamos, como vivo ejemplo de lo que no hay que ser, de “estado
fallido” dicen unos, de “estado botín” dicen otros. Y somos el resultado de esa
locura avasallante en la que caen todos, al unísono, dejándose llevar como
borregos por las estrategias armadas en Washington y repetidas en los medios
locales de todas partes hasta el cansancio, todos los días todo el día.
Eso pasa ahora con Venezuela y volvemos a caer en lo
mismo. Después nos rasgamos las vestiduras pero ya para qué.
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