No podemos perder jamás
de vista es que el chavismo es contrahegemónico, las fuerzas del capital
transnacional afinan diariamente su arsenal discursivo de captación de
subjetividades. Es urgente que descifremos y despleguemos códigos que puedan
enfrentar el discurso de la muerte y el exterminio.
Giordana García / NODAL
Entre mayo y junio se
manifestaron algunas posturas de la intelectualidad con respecto al chavismo y
la “escalada de violencia” que vive Venezuela. Varios de los intelectuales que
firmaron un comunicado que solapaba un ataque frontal al gobierno venezolano
incluso al chavismo como modelo, se vieron en la necesidad de retractarse o
“aclarar” los motivos de su adhesión, mientras otro grupo se deslindó por
completo y respondieron apoyando abiertamente la Revolución Bolivariana. Desde
entonces comunicados van y vienen, aclaratorias, arrepentimientos y
reiteraciones de posturas. El hecho es que en momentos de crisis cierta
“intelectualidad de izquierda” parece perder seguridad en sus análisis y
prefiere desmarcarse, lo que evidencia la falta de conexión de la misma con los
procesos reales de calle y su relación con el entramado geopolítico actual. Lo
realmente triste es que se pierde la oportunidad de que la “intelligentsia”
aporte soluciones concretas a un escenario cada vez más próximo a la
intervención paramilitar y la guerra civil.
El chavismo ha
significado un hueso difícil de roer no sólo para la derecha neoliberal que
dirige el mundo, sino también para el pensamiento “progresista” que trata de
encasillarlo o diseccionarlo desde una lectura lineal para luego desecharlo
como “experiencia fallida”. Comprender el fenómeno social y cultural que ha
significado el chavismo amerita categorías heterodoxas, que puedan articular
tanto la raigambre histórica, el carácter anticapitalista y la emotividad
popular como elementos potenciadores de identidad. El chavismo ha logrado
construir horizontes posibles mediante la acción popular, ha llenado de sentido
el presente de millones de personas que hoy historizan y contextualizan su
estar-en-el-mundo. El chavismo es entonces un proyecto cultural, sostenido por
sujetos diversos y anclado en una visión antisistémica multipolar.
Luego de los estallidos
sociales ocurridos entre 1987 y 1989 en Venezuela[1], emergió un sujeto
multisectorial, que abarca tanto a los estudiantes que reclamaban sus derechos
ante la verdadera represión policial que los asesinaba y desaparecía, a los
pobladores de los cerros aislados de toda política de Estado, a las mujeres
“amas de rancho” y magas de la administración familiar en tiempos de hambruna
total, a los ancianos execrados del campo social como fuerza de trabajo
desechable, a las personas con alguna discapacidad, completamente invisibles
para políticas que no fueran la “cara caritativa” de alguna empresa
desfalcadora, y así podríamos seguir enumerando los distintos rostros de la
irrupción que se hizo contundencia en el “Caracazo”, pero que venía desarrollándose
durante las décadas de la “democracia vitrina” y se proyectó en un permanente
descontento social que logró unificarse como sujeto de acción en 1998 con la
elección de Hugo Chávez como presidente.
Antes de 1999
simplemente no eran sujetos de derecho. Desde sus inicios el chavismo logró
fundar una nueva forma de hacer política en Venezuela, que superó la
despolitización que intentaron generalizar los gobiernos del Pacto de Punto
Fijo, acomodados a la línea neoliberal, y generó las condiciones para que se
formara una identidad alrededor del gobierno chavista entendido como gobierno
popular, en tanto asumía constitucionalmente el protagonismo de las clases
populares. No en balde una de las primeras políticas del gobierno de Chávez fue
la Misión Identidad, que logró cedular a cientos de miles de personas que antes
ni siquiera eran reconocidas como ciudadanas.
El proceso de
identificación con el gobierno de Chávez fue creciendo hasta consolidarse en
una clara mayoría popular. La recuperación de la historia nacional jugó un rol
clave en la enunciación de un discurso que reuniera a la población venezolana
alrededor de un pasado libertario común, así la gesta independentista se
reactualizó como imaginario popular. Nociones como pueblo, poder popular, clases
populares fueron llenándose de nuevos sentidos en contraposición a los
imaginarios de las clases media y alta que sintieron rápidamente amenazados sus
intereses y se identificaron principalmente con las elites políticas que
luchaban por mantener el statu quo: medios de comunicación dirigidos por
empresarios, altos funcionarios de PDVSA (“gente del petróleo”), dueños de
monopolios, todos comandados desde los lobbies transnacionales para mantener su
“campo petrolero trasero”.
En las movilizaciones
de la oposición de los años 2001 y 2002 no era extraño ver banderas de Estados
Unidos, personas con disfraces de la estatua de la libertad, etc. Ha pasado
década y media desde el golpe de Estado de 2002 y hoy los símbolos que
identifican a la clase opositora al chavismo parecen no haber cambiado, más
bien asistimos a una sumisión cada vez más abierta a narrativas foráneas,
particularmente al imaginario producido por la industria del entretenimiento
estadounidense. Más allá de lo tragicómico de la situación, ver en las actuales
marchas de la oposición a muchachos disfrazados de “caballeros templarios”,
soldados de la Guerra de las Galaxias, Superman, Capitán América o robots
transformers, nos muestra cómo el imaginario bélico hegemónico sigue
inoculándose con alta efectividad en sectores de la sociedad. Lo trágico del
asunto es que estos muchachos están siendo parte de una estrategia de
desestabilización violenta que ha armado a grupos civiles e importado
paramilitares con el objetivo no sólo de “tumbar a Maduro” sino de aniquilar al
chavismo, es decir a la población que desde 1999 viene asumiendo un rol activo
en la política y en la vida social del país.
Las referencias
simbólicas de estos grupos demuestran cómo el neoliberalismo ha logrado
producir subjetividades a partir de discursos que cosifican a los sujetos
relegándolos a meros espectadores. La hegemonía del capitalismo neoliberal se
ve así sustentada en los mecanismos de seducción que llevan a las personas a
perder la capacidad agenciadora de sí mismas y a desear ser parte de narrativas
ajenas, incluso fantásticas, alejadas por completo de la posibilidad de
concretar transformaciones sociales.
Más allá de la
alienación y la falsa conciencia evidente, alarma el uso que de estas
subjetividades lleva a cabo la hegemonía capitalista al direccionar la
violencia difundida por sus propios discursos contra objetivos políticos
adversos a sus intereses. Los nuevos golpes blandos y las llamadas
“revoluciones de colores” utilizan ese capital simbólico acumulado por años de
consumo de discursos basados en la eterna reedición de la lucha de un “nosotros
bueno”, blanco, exitoso y civilizado contra los “otros malos”, negros,
bárbaros, árabes, chavistas… Así se justifican las más crueles reducciones del
otro como no-humano o como merecedor del exterminio. Los recientes casos de
linchamientos públicos de personas por ser chavistas, negros o por
supuestamente estar robando, han sido una triste muestra de esta degeneración
emocional que se azuza desde los transmedia hegemónicos.
Ante esta narrativa del
exterminio, ¿qué ofrece el chavismo como proyecto cultural? Un logro
irrefutable del chavismo fue posicionar los símbolos del pabellón nacional
(bandera, escudo e himno) en el imaginario cotidiano de los venezolanos. Antes
del chavismo estaban confinados a la repetición mnemotécnica escolar y a
ciertos actos acartonados y elitescos de la burocracia. El sentimiento de
arraigo por lo nacional se generalizó y consolidó gracias al talante
nacional-popular del chavismo, que rescató no sólo el ideal de Nación sino
también la noción mucho más politizada aún de Patria. Sin embargo, uno de los
logros que en materia simbólica llevó a cabo la oposición fue apropiarse de los
colores de la bandera luego de que fuera el chavismo el que los portara como
símbolo indentitario. Muestra de ello fue el uso de la gorra con la bandera
nacional por parte del líder de oposición Henrique Capriles Radonsky durante la
campaña presidencial de 2012, y la errática respuesta de la dirigencia chavista
al optar por identificarse con una gorra igual pero con un “4F” estampado en un
lado. La gorra tricolor es hoy símbolo de la oposición. Pero el uso de estos
símbolos es distinto en uno y otro lado, ejemplo de ello han sido los distintos
episodios donde vemos cómo la bandera nacional es portada e incluso izada al
revés como señal de descontento o de protesta. El efecto logrado ha sido el
contrario, pues voltear la propia bandera denota un abierto distanciamiento de
lo que representa: la nación, la patria, ¿o será que representa al chavismo?
Si bien la oposición no
logra configurar narrativas propias que puedan estructurar un discurso nacional
identitario, el chavismo ha sufrido un desgaste progresivo en los símbolos que
lo identifican. El asumir posiciones de gobierno y “tomar el poder” implica una
contradicción evidente –y allí el gran reto– para movimientos políticos y
sociales antisistema, pues se encuentran con el objetivo de cambiar las
relaciones sociales con el mismo aparato institucional a ser cambiado y en
medio de un panorama geopolítico adverso. Por ello ha sido tan fácil para la
derecha en la región posicionar la noción de “cambio” como propuesta innovadora
de sus planes de gobierno cuando en realidad significa todo lo contrario: el
regreso al pasado neoliberal y antipopular que se pretendió superar. La misma
posición de gobierno y Estado y sobre todo la política propagandística
fundamentada en la consigna y el panfleto, han venido vaciando de sentido
nociones antes bandera del chavismo como poder popular y pueblo.
Sin embargo, el
chavismo como proyecto cultural es mucho más que una consigna de gobierno o una
campaña electoral. A pesar de la muerte de Chávez, del continuo azote que ha
significado para la vida diaria la guerra económica y la falta de respuestas
contundentes por parte del gobierno, aunado al intervencionismo belicista que
padece el país, el chavismo sigue siendo una fuerza territorial activa y
politizada. El chavismo significa aún un horizonte posible, una forma de
transformar las relaciones sociales y afianzar la perspectiva anticapitalista
como esperanza en medio de la crisis civilizatoria que acontece en el mundo.
Lo que no podemos
perder jamás de vista es que el chavismo es contrahegemónico, las fuerzas del
capital transnacional afinan diariamente su arsenal discursivo de captación de
subjetividades. Es urgente que descifremos y despleguemos códigos que puedan
enfrentar el discurso de la muerte y el exterminio. Un sujeto clave para la
hegemonía es la juventud. Es importante que diseñemos narrativas que convoquen
a los jóvenes, tanto de las clases populares como de la clase media, sobre todo
de la nueva clase media que se consolidó gracias a las políticas de acceso a
estudios y trabajo de la Revolución bolivariana.
El chavismo permitió a
los venezolanos e incluso a muchos latinoamericanos situarse históricamente,
ubicar las coordenadas geopolíticas que intervienen en la cotidianidad más
sencilla del día a día, con ello inauguró una forma de hacer verdadera
política, la que nos liga a un territorio compartido y nos aviva una necesaria
voluntad de transformación. Es necesario consolidar esa ruta, sopesar errores e
inventar soluciones, la consigna puede ayudar pero el análisis, la propuesta y
el trabajo mucho más.
NOTA:
[1] El llamado “marzo
merideño” ocurrió en 1987 a raíz del asesinato del estudiante Luis Carvallo
Cantor por parte de un abogado que le disparó por estar orinando en el portón
de su casa. Se desató entonces una rebelión estudiantil de más de cinco días
que fue reprimida duramente mediante la militarización de la ciudad y la
persecución de estudiantes por las fuerzas de seguridad del Estado.
Texto publicado
originalmente en la revista Síntesis.
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