La
propuesta clásica de toda democracia es: lo que interesa a todos, debe poder
ser decidido por todos, ya sea directa o indirectamente por representantes.
Como se deduce, la democracia no convive con la exclusión y la desigualdad, que
es profunda en Brasil.
Leonardo Boff / Servicios Koinonia
La
opinión de Pedro Demo, brillante sociólogo de la Universidad de Brasilia, en su
Introducción a la sociología es
acertada: «Nuestra democracia es una representación nacional de hipocresía
refinada, repleta de leyes “bonitas”, pero hechas siempre en última instancia
por la élite dominante para que la sirvan de principio a fin. Un político es
alguien que se caracteriza por ganar mucho, trabajar poco, hacer negocios
turbios, emplear a parientes y paniaguados, enriquecerse a costa de las arcas
públicas y entrar en el mercado desde arriba… Si ligásemos democracia con
justicia social, nuestra democracia sería su misma negación» (p. 330.333).
No
obstante, no desistimos de querer gestar una democracia enriquecida,
especialmente a partir de los movimientos sociales de base, proclamando el
ideal de una sociedad en la cual podamos caber todos, incluida la naturaleza.
Será una democracia sin fin (Boaventura de Sousa Santos), cotidiana, vivida en
todas las relaciones: en la familia, la escuela, la comunidad, los movimientos
sociales, los sindicatos, los partidos y, evidentemente, en la organización del
Estado democrático de derecho, se acostumbra decir. Por tanto, se pretende una
democracia más que delegaticia, que no empiece y termine en el voto, sino una
democracia como modo de relación social inclusiva, como valor universal (N.
Bobbio) y que incorpora los derechos de la naturaleza y de la Madre Tierra, de
ahí una democracia ecológico-social.
Este
último aspecto, el ecológico-social, nos obliga a superar un límite interno en
el discurso corriente de la democracia: el hecho de ser todavía antropocéntrica
y sociocéntrica, es decir, centrada solamente en los seres humanos y en la
sociedad. El antropocentrismo y el sociocentrismo suponen un reduccionismo.
Pues el ser humano no es un centro exclusivo, ni tampoco la sociedad, como si
todos los demás seres no entrasen en nuestra existencia, no tuviesen valor en
sí mismos y solamente adquiriesen sentido y valor en cuanto ordenados al ser
humano y a la sociedad.
Ser
humano y sociedad son un eslabón, entre otros, de la corriente de la vida. Sin
las relaciones con la biosfera, con el medio-ambiente y con las condiciones
físico-químicas previas no existen ni subsisten. Elementos tan importantes
deben ser incluidos en nuestra comprensión de la democracia contemporánea en la
era de la geo-sociedad naciente y de la concienciación ecológica y planetaria
según la cual naturaleza, ser humano y sociedad están indisolublemente
relacionados: poseen un mismo destino común, como bien se dice en la encíclica
ecológica del Papa Francisco “cuidando de la Casa Común” y en la Carta de la
Tierra. La perspectiva ecológico-social tiene además la virtud de insertar la
democracia en la lógica general de las cosas. Hoy sabemos por las ciencias de
la Tierra y de la vida que la ley básica que subyace a la cosmogénesis y a
todos los ecosistemas es la cooperación de todos con todos, la sinergia, la
simbiosis y la interrelación entre todos, no la victoria del más fuerte.
Ahora
bien, la democracia es el valor y el régimen de convivencia que mejor se adecúa
a la naturaleza humana cooperativa y societaria. Aquello que está inscrito en
su naturaleza es transformado en proyecto político-social consciente.
Constituye el fundamento de la democracia: la cooperación, el respeto a los
derechos y la solidaridad sin restricciones. Realizar la democracia significa
avanzar más y más en el reino de lo específicamente humano. Significa religarse
también más profundamente con la Tierra y con el Todo.
Este
es el ideal buscado. Sin embargo, en los días actuales estamos presenciando lo
contrario: un ataque a la democracia a nivel mundial y nacional. El avance del
neoliberalismo ultrarradical, que concentra cada vez más poder en poquísimos
grupos, radicaliza el consumismo individualista y busca alinear a los demás
países con la lógica del imperio norteamericano, solapa las bases de la
democracia. El golpe parlamentario dado en Brasil se inscribe dentro de ese
ideario. La Constitución y los derechos no cuentan ya, sino que se ha instaurado
un régimen de excepción donde los jueces determinan la esfera de la política.
Bien dice el analista político de la UFMG Juarez Guimarães: «Encuentro
equivocado decir que Moro es un juez parcial cuando a decir verdad es un juez
corrompido políticamente. Está ejerciendo su mandato de juez de forma
partidaria, contra la Constitución y contra el pueblo brasilero».
Los
golpistas han abandonado la democracia y la soberanía popular en favor del
dominio puro y simple del mercado, de los rentistas y de la disminución del
Estado. Eso ha sido denunciado recientemente por nuestro mejor estudioso de la
democracia, Wanderley Guilherme dos Santos, en su libro, silenciado por los
medios de comunicación empresariales, Democracia impedida, y por el analista
político Juarez Guimarães, antes mencionado, en una entrevista publicada
recientemente en Sul 21.
Nadie
puede prever lo que vendrá en los próximos tiempos. Si los golpistas llevasen
hasta el fin su proyecto de privatizaciones radicales hasta el punto de desgraciar
la vida de buena parte de la población, podríamos conocer revueltas sociales.
En una perspectiva más positiva, tienen sentido las palabras del editor de
Carta Capital, Mino Carta: «el golpe de una pandilla al servicio de la Casa
Grande ha tenido la virtud de despertar la conciencia nacional». Cuidado: una
vez despertada, esta conciencia puede desembarazarse de sus opresores y buscar
otro camino.
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