sábado, 15 de julio de 2017

Las paradojas de la coherencia, a propósito de la muerte del cantautor Jorge Marziali

Se le ocurrió partir al pie del monumento de El Che en Santa Clara, en el centro de ese gran caimán que es Cuba, en donde participaba del Festival del Caribe entre esa ciudad y Santiago; había llegado acompañado de su compañera, la cantora entrerriana Marita Londra y el actor cordobés José Luis Serrano, más conocido como Doña Jovita.

Roberto Utrero Guerra / Especial para Con Nuestra América
Desde Mendoza, Argentina

Jorge Marziali
No tuvo mejor ocurrencia su leal corazón que dejar de latir luego de haber cantado la noche anterior en el escenario, El niño de la estrella, dedicado justamente a su admirado compatriota, Ernesto Guevara de la Serna, ese santo laico, aventurero, romántico y vagamundo, como lo identifica en su biografía, el escritor mexicano Ignacio Paco Taibo II.

Jorge había nacido en Guaymallén de Mendoza, como narra en su canción y había ido a la primaria y al Colegio Nacional con mi primo Rubén, con quien, a los seis años, iban a escuchar las guitarreadas en la casa de don Hilario Cuadros en La Cañadita alegre, como si advirtieran en esas farras su futuro. Fue un juglar desde muchacho y, eligió partir el 9 de julio, el Día de la Independencia, como si todo lo hubiera previsto en su maravillosa cabeza de militante latinoamericano, de luchador de la Patria Grande, cuyas canciones iluminaban el camino de liberación por dos siglos postergado.

Siguió los pasos de otro poeta mendocino reconocido en toda América Latina, Armando Tejada Gómez, el autor de Canción con todos y Canción de las simples cosas, salido de ese grupo maravilloso que se plantó frente al mundo con El nuevo cancionero en 1963, donde estaba Oscar Matus, guitarrista y compañero de Mercedes Sosa, Tito Francia y otros pioneros que, desde la Revolución cubana, sabían que debían cambiar la poesía y el contenido de la música popular que expresara lo que sentían los desposeídos, los condenados de esta parte del planeta y que, la rebelión de los pueblos era posible, como lo había sido en su momento el levantamiento de los campesinos en la Revolución Mexicana la primera década del siglo pasado, el levantamiento de Sandino o, los barbudos que a fines de los ‘50 expulsaron a Fulgencio Batista y despertaron la furia imperial por haberse atrevido a dejar de ser el prostíbulo de los yanquis.

Luego vendría el peregrinaje de El Che, descendiendo por el espinazo de América del Sur, que terminó con su muerte en Las Higueras, Bolivia. Pero no se apagó la llama libertaria con él, sino que siguió su derrotero caprichoso: llevó a la rebelión en Guatemala en 1967, donde murieron tantos indios y entre tantos insurgentes, el poeta Otto René Castillo, autor de “Vámonos Patria a caminar yo te acompaño”, año fatídico para República Dominicana que fue invadida por los mariners del Tío Sam, ellos que habían tolerado los excesos de Rafael Leónidas Trujillo, quisieron mostrarse en el patio trasero y vigilar de cerca lo que sucedía en El Caribe. Sin embargo no nos amedrentaban, la lucha continuaba con saldos trágicos para el pueblo como siempre: el asesinato de miles de estudiantes mexicanos por el sanguinario Díaz Ordaz en La plaza de las tres culturas en octubre de 1968, quienes podían alterar el desarrollo de los juegos olímpicos, también encendió las calles de La Docta con el Cordobazo, en 1969, con el Gringo Tosco a la cabeza, como también hizo posible la otra cara pacífica de la revolución en Chile, con la unión popular de Salvador Allende e hizo falta el bombardeo feroz del Pinocho para sacarlo muerto de la Casa de la Moneda. La sangre del pueblo siempre regó las calles y, por más que las mangueras oficiales las lavaran, la epopeya la levantaron los bardos y se cantaron en reuniones clandestinas para mantener viva la memoria. Allí, estaban nuestros cantores populares como el Jorge, alentando con su maravillosa prosa subvirtiendo el orden de los cementerios que pretendían imponer las botas.

Después vino la democracia y la fiesta popular convocó a los que regresaban del exilio, allí estaba la Negra Sosa, como volvía a Montevideo Alfredo Zitarrosa, entonces comenzó a ser conocido a nivel nacional y aparecieron sus discos. Incursionó en el periodismo, pero invariablemente la canción era su oficio, lo que mejor le salía, donde ponía su aguda mirada y sentimiento para retratar las cosas cotidianas y ponerles melodía.

Me moriré en París o en el carajo, un día jueves o si no un domingo. En el bulín que está, sino le chingo, cerca del Rin, el Paraná o el Tajo. Espicharé a la gurda, y no me rajo; quizá tendré una cacharpaya en gringo y allí el Jorge, el John, el Paul y el Ringo tocarán… si andan flojos de trabajo. Será un velorio piola: tendrá gancho… Alguien dirá: “fue un punto divertido”. Alguien también me llorará a lo chacho. Y alguien, que llegará sin hacer ruido, silenciará a los Beatles, lo más pancho, y yo me iré con él, con el olvido…

1 comentario:

Jorge dijo...

Desde AUNA-Argentina, emocionante nota, una gran pérdida. Contáctenos.