Viendo
los entuertos de todos los matices de la izquierda latinoamericana actual, la
ética guevariana ascética, implacable, llevada a todos los extremos de la vida,
pareciera pertenecer a otro planeta.
Rafael Cuevas Molina / Presidente AUNA-Costa Rica
La
corrupción atraviesa transversalmente a la política latinoamericana. Es una
vieja lacra, de tal manera que a los débiles y venales gobiernos
centroamericanos de principios del siglo XX, caracterizados como fácilmente
sobornables por parte de los inversionistas extranjeros, se les caracterizó
como Banana Republics y, hasta el día de hoy, es el término peyorativo con el
se nombra cualquier chambonada gubernamental propia de estados de opereta.
Pero
la corrupción no es patrimonio exclusivo, ni mucho menos, de los gobiernos centroamericanos,
ni ha quedado relegada a esos primeros años del siglo XX, cuando generales y
coroneles se enseñoreaban en el poder del Estado y gobernaban patriarcalmente
su país como si fuera una gran finca.
No es
patrimonio, tampoco, de corriente política u orientación ideológica específica.
Concebir al Estado como botín parece ser, desgraciadamente, una tendencia que
se repite por doquier. Entendemos que muchos se hacen eco de aquel dicho
mexicano que clama: “a mi no me den, pónganme donde haiga”, confiando en las
propias fuerzas y habilidades para hacerse un patrimonio a costas de
marrullerías.
No se
trata, tampoco, de acceder a un puesto necesariamente en la cabeza del
gobierno; basta con que se tenga un pequeño espacio, un “lugarcito” en donde
hacer gala de las dotes cleptómanas, como aquel alcalde de un pueblo perdido
que retrata magistralmente la película “La ley de Herodes”. Es decir, cada
quien en su lugarcito haciéndose su pequeño capital, asegurándose el futuro,
viendo cómo costearse “algunas comodidades”.
De
ahí la celebración del vivazo, del pícaro, del tipo “que se la juega”; del que
logra burlar los controles, inventa estratagemas para despistar y es ambicioso.
Los que no son ambiciosos son tontos, bobos, dormidos; los que no están en
nada. La vida no da oportunidades dos veces, y cuando una pasa al frente hay
que agarrarla a como dé lugar, no desperdiciarla, montarse en el tren y salir
pitando, que los demás se hagan a un lado.
Se
supone que la izquierda parte de preceptos distintos. Sus expresiones más
radicales, o “consecuentes”, como se decía allá por los años setenta, tienen
entre sus referentes históricos figuras como el Che Guevara, que pusieron a la
ética en el centro de su pensamiento y su propuesta. Viendo los entuertos de
todos los matices de la izquierda latinoamericana actual, la ética guevariana
ascética, implacable, llevada a todos los extremos de la vida, pareciera
pertenecer a otro planeta.
En
muy buena medida por eso es que Pepe Mujica es visto como bicho raro.
Fotografían a la perra coja; a la Topolansky tendiendo la ropa en el patio; los
sillones desvencijados de la sala; el escarabajo Volkswagen tosiendo por el
camino de tierra que lleva a la pequeña chacra donde vive.
¡Qué
lejos está Mujica del exvicepresidente argentino Amado Boudou que fue arrestado
el viernes 3 de noviembre pasado! Y no porque haya robado o no, pues eso debe
probarse aún en tribunales, sino por el estilo de vida. Sale esposado y
sonriente de su apartamento en uno de los rincones de más tupé de Buenos Aires,
Puerto Madero, en donde viven “los de la guita”, a los que les ha ido bien o,
al decir de los mexicanos, los que fueron puestos donde había.
Uno
puede comprender los errores políticos; las medidas económicas erradas; los
desaciertos personales; a veces la prepotencia y tantas otras cosas que pueden
ser atribuibles a errores humanos, inexperiencia, buena voluntad sin sustento o
cualquier otra causa que pueda ocurrírsenos. Pero meter la mano en el arca,
aunque esta esté abierta, puede ser que lo haga el justo, pero no el político
que se reivindica como de izquierda. Eso es imperdonable.
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