Nos alejamos velozmente del modelo ideal del Estado
de Derecho (todos iguales ante la ley) y nos acercamos al del Estado de policía
(todos sometidos al que manda).
Eugenio R. Zaffaroni / Página12
Desde los Comuneros colombianos, Túpac Amaru y los
quilombos brasileños, nuestra historia es la de una lucha entre liberación y
colonia, como brecha histórica.
Tuvimos momentos de avance: los movimientos
populares de diferentes épocas y países, que abrieron y ampliaron el espacio a
la ciudadanía real. También hubo retrocesos, porque es historia de lucha y no
relato de marcha triunfal, que es como relatan sus historias las sociedades
decadentes.
Nuestra lucha como historia está repleta de
retrocesos durísimos: el genocidio de nuestros originarios, la guerra al
Paraguay, el asesinato de Dorrego y de nuestros caudillos, la rebelión de 1880,
la Revolución de 1890, la masacre de Falcón, los asesinatos de la Patagonia, la
Semana Trágica, las represiones de 1930 y 1955, el bombardeo a la Plaza de
Mayo, los fusilamientos de 1956, los crímenes atroces de la dictadura de
1976-1983, y quedan más en el tintero. Pasar revista a la región sería
agotador. Pero nada de eso impidió el avance de nuestra ciudadanía real.
Ahora sufrimos otro momento de retroceso. El Estado
de Derecho se derrumba: hay presos políticos (Milagro Sala y sus compañeros);
se encubren homicidios (Maldonado); se quieren revisar condenas por crímenes de
lesa humanidad; se desconocen decisiones de justicia internacional; se persigue
a jueces díscolos; casi se secuestró a un senador para demorar su incorporación
al Consejo; se reclaman jueces propios; se acusa de mafiosos a los
laboralistas; se estigmatiza al sindicalismo; se propone derogar el derecho
laboral; se intentó nombrar ministros de la Corte Suprema por decreto; un
sector de jueces se presta a un revanchismo análogo al de 1955; se inventan y
clonan procesos; se imponen prisiones preventivas infundadas; se montan shows
judiciales; desapareció la imparcialidad en amplios sectores judiciales; se
quiso computar doble la prisión preventiva de genocidas que no la habían
cumplido nunca; se extorsiona a los gobernadores para manipular al Congreso; se
amenaza el sistema previsional; se desfinancian el desarrollo científico y
tecnológico y las universidades; se persigue judicialmente a sus rectores;
crece la deuda externa a velocidad nunca vista; se vuelve al colonialismo del
FMI y, como frutilla del postre se forzó la renuncia de la Procuradora General
de la Nación y se amenaza la autonomía del Ministerio Público, con lo que se
manipulará selectivamente el ejercicio (y no ejercicio) de las acciones
penales.
Es obvio que nos alejamos velozmente del modelo
ideal del Estado de Derecho (todos iguales ante la ley) y nos acercamos al del
Estado de policía (todos sometidos al que manda).
Esta regresión responde al marco mundial de
pulsiones del totalitarismo corporativo, dominante en los Estados-sede, en que
el lugar de los políticos lo ocupan los autócratas de las transnacionales. En
los periféricos debilita la soberanía y fortalece la represión, porque la
soberanía es de los pueblos y la represión es contra los pueblos, lo que
empalma con su proyecto de 30% de inclusión y 70% de exclusión, racionalizado
con la ideología única de idolatría del mercado, que exige libertad para
personas jurídicas y represión para las humanas, usurpando el nombre de
liberalismo (nunca mejor acompañado por el neo), con el que domina las
academias y se vulgariza a través de los monopolios mediáticos. Todo esto, sin
contar con las noticias falsas, los mensajes emocionales, la manipulación
digital de conducta y los big data, con sus millones de dobles del consumidor,
del peligroso y también del votante.
La pulsión totalitaria corporativa mundial trata de
generar sensación de impotencia, mostrándose eterna y omnipotente. Se trata de
otra fake new (así se llaman las mentiras del Tea Party), porque no hay poder
que no pase y que no tenga fisuras ni contradicciones. La impotencia genera
depresión y, como es obvio, el deprimido no puede oponer resistencia (aunque
puede volverse loco, matar y suicidarse).
Para provocar depresión es necesario ocultar la
historia, otrora con el relato mitrista, ahora menos intelectualmente (acorde a
la decadencia de nuestras minorías), tapándola con globos amarillos y shows
televisivos.
Desde la aporía agustiniana el tiempo es un
problema, dado que el presente es una línea móvil entre dos cosas que no son:
el pasado porque ya fue y el futuro porque aún no es. Pero lo cierto es que sin
conocer lo que ya no es, tampoco podemos proyectar lo que aún no es. La
fijación en la línea del presente sin percibir su movilidad es lo que causa la
sensación de impotencia y la consiguiente depresión, porque al ignorar las
otras dimensiones se obtiene una falsa visión estática de un mal momento
histórico.
Todo poder autoritario o totalitario acude a la
táctica de incapacitar para la resistencia ocultando la historia para provocar
depresión, porque fuera del contexto de lucha no se comprende que ese también
es nuestro futuro, dado que el colonialismo continuará –aunque cambie de
careta– y no parece cercano el momento en que no haya hegemonías mundiales que
nos quieran colonizar.
Además, sin ese contexto, tampoco es posible
ponderar el balance positivo de la lucha de nuestra historia periférica, que es
nada menos que nuestro ser, que aquí estamos, argentinos y latinoamericanos, y
no sólo estamos, sino que también llegamos a ser y somos, que es lo más
importante: avanzamos, resistimos y no han podido impedir que seamos y sigamos
siendo.
Nuestros próceres no estaban angustiados –como se ha
pretendido–, al menos no por separarse de un absolutismo monárquico. Tampoco
San Martín se deprimió por Cancha Rayada ni Bolívar aflojó pese a sus
reiterados fracasos. No debemos estarlo nosotros, aunque hoy la lucha contra la
colonia no consista en cruzar los Andes a caballo.
Nuestra historia continúa conforme a su esencia de
historia de lucha anticolonialista y desde el pasado nuestros próceres nos
exigen seguir sus ideales liberadores, reafirmando hoy que, argentinos y
latinoamericanos, aquí estamos y aquí somos, nunca nos fuimos, no nos iremos ni
dejaremos de ser: estamos, somos y seguiremos estando y siendo y, por supuesto,
en la buena empujando y en la mala resistiendo, sin deprimirnos.
* Profesor Emérito de la Universidad de Buenos
Aires.
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