Cuánta falta nos hace ponernos
la camiseta del otro lejos de mezquinos y baratos egos; infantiles necesidades
afectivas y precarias de figurar y corretear detrás de fugaces y personalistas
éxitos.
José Toledo Alcalde / Especial
para Con Nuestra América
Yo soy peruano es un
sentimiento, no puedo parar, es una locura si no lo entiendes no sé cómo te
puedo describir gane o pierda siempre te vamos amar…
Hinchada
peruana
Pasan las horas y aún sigo en shock. No recuerdo la alegría del ‘82
cuando el Perú fue al mundial. Mi padre no hacía mucho había partido, a jugarse
un pichanguita más allá de este,
nuestro transitorio estadio. En aquella época, no podía gritar con la alegría
que hubiese deseado. Ahora, treinta seis años después, la historia nos permite gritarlo
GOLLLLL!!! y alegrarnos inconmensurablemente. Un estado de éxtasis colectivo nos
arropa. Un sentimiento, increíblemente placentero, nos engrandece y no nos empequeñece
como tantas otras innombrables, por ahora, experiencias, que desde el panorama
nacional e internacional, nos agobian. Y, todo esto a través de un deporte que
se eleva a dimensiones teológicas en donde la esperanza como fuerza redentora de
los pueblos nos tira a los aires y sumerge a las profundidades de la Pacha Mama
desde la amargura de las vísceras de una cadena de derrotas que en este 15-N
perdió toda hegemonía.
Quizá se pueda argumentar sobre la industrial especulación económica
detrás del deporte. Millones ingresan a las arcas de megas corporaciones que
lucran con un deporte que antes que instrumento de enriquecimiento debería ser
el derecho a la alegría de los pueblos. Quizá se pueda argumentar, como lo
hicimos en reflexiones anteriores, que el futbol fue usado como opio de
enajenación en manos de los monstruos de la democracia de una América latina
que lloró, antes que de alegría, por la persecución y asesinato de sus sueños y
esperanzas. Se podría hablar de esto y
mucho más pero hoy, como peruano, siento ganas de hablar desde el corazón de un
sentimiento compartido por millones de hermanas y hermanos, como asumo debería
ser siempre. Hablar por quienes por diferentes razones no lo pueden hacer.
Cuantas situaciones buenas para nuestro pueblo queremos vivir antes
del último suspiro. Cuantas cosas buenas deseamos que pasaran tan solo con un
abrir y cerrar de ojos, por ahora, todo esto no se puede como quisiéramos que sea.
Pero intentaré ser consciente, aunque sea por esta vez. No se puede gozar de
todas las bondades esperadas en un mismo instante, aunque pareciera que hace
unas horas se pudo hacer. En este bendito 15-N, pareció que en una breve
fracción de tiempo todas las posibilidades concentradas de placer y bienestar
deseado se aglomeraron a un solo grito en noventa minutos de nuestras vidas.
Quizá ha sido el orgasmo más grande en tiempo y dimensión que podríamos haber
deseado tener. Disculpen, lo escribo, lo
siento y no lo creo. Perú clasificó al mundial de futbol Rusia 2018 después de
tres décadas de decepciones de un pueblo y torcidos torneos financieros de
autoridades que antepusieron mezquinos
interés personales sobre la búsqueda de la excelencia del carácter y la
disciplina deportiva.
Por alguna razón, más allá de teorías conspiratorias, en la historia,
se crean oportunidades en donde la matriz solidaria y creadora de los pueblos
encuentran la posibilidad de ser materializadas y, por medio de la siempre
inmaterial ciencia de las matemáticas, llegar a convertirse en monumentos
poéticos escritos en uno de los más bellos pergaminos de la historia, el
corazón del pueblo. Y, para muestra un botón de la enseñanza de lo vivido.
Gran lección, no solo deportiva, sino humana y social nos impregnó el
triunfo peruano el pasado 15-N. ¿Quién de las llamadas estrellas del futbol
mundial atribuye su triunfo a estelares del firmamento del balón que por alguna
fortuita razón no pueden brillar como quisieran hacerlo?
Por lo menos no tenemos información sobre algo parecido pero en este
glorioso encuentro, que nos abre las posibilidades al carnaval futbolístico
mundial, un grande del balompié nacional, Jefferson Agustín Farfán Guadalupe, dejó de lado las tentaciones de eternizarse
en el mítico #10 y pasar al Olimpo de divinidades como Teófilo Cubillas, Edson
Arantes do Nascimento “Pele” y nuestro “el Pelusa “Maradona. La “foquita”
Farfán se despojó de la histórica y fugaz gloria del #10 visibilizando al #9,
quien no estaba, José Paolo Guerrero Gonzáles, el “Depredador”, nuestro gran capitán,
el #9. Bajaste al #10 de la cumbre de la montaña glorificando al menor, al #9.
Y, he allí la trascendencia de eventos, para
muchos banales, como el futbol. ¿Quién en la cima de la gloria y el éxito,
cuando todo puede obnubilar, dice ser quien no es? ¿Quién, más allá de formales
y retoricas dedicatorias, se pone, literalmente, la camiseta del otro, excluido
e invisibilizado?
Todo lo contrario, lo que se convirtió en
cultura es usar, valerse del otro para llegar a efímeras cimas y
fantasmagóricas alegrías, por medio de estafas y geniales encantamientos de
serpientes. Ahora, hace tan solo unas horas no fue así. Hace tan solo en una
fracción de tiempo, un equipo de guerreros jugó en el nombre de quien no estuvo
en la cancha pero si en los corazones de millones de personas que antes de
perder la memoria, la ennoblecieron.
Farfán hizo algo que muy pocos se atreven
hacer, jugársela por el otro.
Porque “la foquita” sabía que o se perdía o se ganaba, no había término medio y
si se puso el #9. Podía perder en nombre del otro, pero el jugó a ganar y así
lo hizo.
Cuánta falta nos hace
ponernos la camiseta del otro lejos de mezquinos y baratos egos; infantiles
necesidades afectivas y precarias de figurar y corretear detrás de fugaces y
personalistas éxitos. Que este merecido triunfo de la selección peruana resaltado
bajo la batuta del profesor Ricardo Gareca se convierta en el prolegómeno de
una historia reescrita desde un nuevo decálogo de valores y principios donde
trascendamos de lo anecdótico a lo históricamente relevante. Farfán venia del
fango de banales debilidades y antes de aprovecharse de la magnífica
oportunidad de levantarse a nombre propio glorificó en cuerpo a quien la
historia lo excluyó temporariamente. Fortaleció al débil, visibilizó al
invisibilizado, hizo del separado una oportunidad de reencuentro y satisfacción
hermanadamente colectiva.
Ahora
el brillo que le diste a Guerrero te ilumina a ti también, “foquita”. Profe Gareca,
equipo de asesores y todos los muchachos de nuestra blanquiroja sigan
haciéndola bonita como la hicieron. ¡Viva el Perú carajo!
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