Vivimos en un mundo en
guerra permanente, con millones de personas moviéndose de un lugar a otro para
sobrevivir. Hordas perseguidas noche y día por la implacable policía
fronteriza, arrinconadas contra muros inexpugnables. Familias enteras, niños,
adultos y ancianos, combatidos como cucarachas.
Roberto Utrero Guerra / Especial
para Con Nuestra América
Desde
Mendoza, Argentina
El neoliberalismo en el
gobierno transformó de un plumazo la democracia en tiranía solapada al comprar
y distribuir entre sus socios y amigos los recursos nacionales y la soberanía.
Soberanía que, en el caso argentino, fue cedida al FMI. Esto ha hecho que el
ciudadano común haya quedado como un rehén de los organismos financieros y los
grupos dominantes. Grupos que manejan la provisión de bienes y servicios y,
desde luego, el sistema financiero y crediticio. Nunca como ahora los bancos y
las transnacionales han ganado tanto sin ningún freno ni escrúpulo. Como rehén,
la relación es la privación de los derechos y el castigo; castigo material y
psicológico. Material porque, por más que se esfuerce, sobrevive apenas y, por
acción de los medios, de víctima pasó a ser el culpable de todos los males. Ese
círculo de maltrato, de tortura, de zozobra es permanente. Desde que se levanta
hasta que se acuesta. Todo el tiempo le taladran el cerebro con que es culpable
de los subsidios que acarrean al déficit fiscal, de que estaba mal acostumbrado
a consumir más de lo que le correspondía. Es decir, le recuerdan su condición
de esclavo. Y, como esclavo, con que sobreviva, basta y sobra. De allí que el
esclavo carga con todo el peso del Estado, puesto que los impuestos con que se
nutre el aparato administrativo, son traslativos al consumo. Consumo del que no
está excluido ni un simple mendigo que recibe un billete en la puerta de una
iglesia (valga un ejemplo burdo) con el que comprará un bocado.
Como ciudadano, según
la Carta Magna, le cae todo el peso de la ley para justificar el magnífico
edificio jurídico y represor (policía y demás) que llena las cárceles de
miserables ladrones de gallinas. Delitos que inundan las pantallas de tv y
retroalimentan el circuito reclamado por las clases medias, de mayor seguridad
y para eso, más armas y equipamiento policial. El círculo perverso. Los otros
delitos, las fugas de capitales, los millonarios, no aparecen, se diluyen en
papeleos y trámites que al final, los eximen.
Para escapar a esa
feroz realidad, la población desesperada hace uso y abuso de las drogas,
lícitas e ilícitas. Vive empastillada, alcoholizada, drogada, atontada
permanentemente. Mucho más en la era de las comunicaciones y las redes que la
mantienen prisionera del mundo virtual, desconectada del contacto humano, de lo
palpable. Hordas de zombis son fácilmente gobernables, que es a lo que han
reducido a esas personas.
Siempre hemos sabido de
la inmoralidad inmanente del capitalismo, de su egoísmo y competitividad,
promotor de las desigualdades. De su concentración y especulación. De su
ambición y voracidad. De su falta de humanidad, de valores y escrúpulos. Que
nace del saqueo, de la invasión de la mano del guerrero. Que es implacable y no
perdona. Que somete y esclaviza. Por más que se explique a través de doctrinas
y escuelas y suavice los métodos, estrangula con guantes de seda. Siempre
perseguirá el beneficio por sobre el costo, aunque el costo sea la vida humana.
La ley de la selva, aunque se disimule con trajes y oficinas impecables, tras
sonrisas hipócritas. Porque el cinismo es el camino obligado. La mentira entronizada
intentó ocultar desde siempre a la plusvalía, tras una maraña de normas y
regulaciones que han disimulado la despiadada explotación. Esto es claramente
verificable en “el corazón de las tinieblas”, en las incontrolables periferias
planetarias, esclavizadas en extremo. Allí donde la civilización y sus
organizaciones hacen la vista gorda. Allí donde lo visible se hace invisible.
Vivimos en un mundo en
guerra permanente, con millones de personas moviéndose de un lugar a otro para
sobrevivir. Hordas perseguidas noche y día por la implacable policía
fronteriza, arrinconadas contra muros inexpugnables. Familias enteras, niños,
adultos y ancianos, combatidos como cucarachas.
Todo es negocio: las
armas, los recursos no renovables, la enfermedad y los medicamentos.
Finalmente, la salud de un planeta que agoniza.
Sabemos que el sistema
socaba la solidaridad natural de las personas, evita el compromiso e ideales
socializadores. Lo sabemos a través de la historia que dio lugar a la reacción
del socialismo utópico, de la experiencia de los falansterios de Fourier, del
origen de los gremios y sindicatos, cooperativas, mutuales e incluso, de los
seguros sociales que se transformaron en los institutos de la seguridad social
con que el Estado organiza y administra los recursos y demanda individual que
hacen posible infinidad de prestaciones, más identificadas por los sistemas
previsionales, de salud, pilares del Estado de Bienestar. Ese modelo que está
siendo progresivamente erosionado por el mercado, por la volatilidad de las
ganancias, de las finanzas fugaces respaldadas por paraísos fiscales.
Debilitado por ficciones democráticas, respaldadas en el fraude y la influencia
nefasta de la esfera de la información que penetra por los poros y resquicios
de la conciencia. Conciencia manipulada, anulada que lo reduce a rehén, sin
capacidad de reacción.
Hecho celebrado por las
derechas occidentales, desde el Tío Sam a la Unión Europea y sus subalternos
aliados, sobre todo en nuestra castigada y desigual América Latina.
Sin embargo, las
levaduras de la resistencia y la lucha fermentan, crecen y se desparraman con
chalecos amarillos, en convocatorias masivas, con antorchas o sin ellas.
Multitudes que no descansan y se autoconvocan en plazas y lugares públicos,
haciéndole la vida imposible a los predadores que gobiernan. Predadores que no
pueden salir sin la guardia pretoriana, sin un círculo de sicarios que los
acompaña al baño.
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