No tengo ninguna duda
(porque conozco a Cuba profundamente y desde adentro) que las nuevas
generaciones darán continuidad a la obra iniciada por Fidel y Raúl, por el Che
y Camilo, para perpetuar la independencia de Cuba, también como un ejemplo para
los jóvenes que no la vieron nacer ni desarrollarse en sus primeros pasos, pero
que pueden percibir que a 60 años el espíritu de lucha, de combate y de
victoria se mantiene incólume en este mundo diferente.
Sergio Rodríguez Gelfenstein / Especial para Con Nuestra
América
Desde Caracas,
Venezuela
La revolución cubana
arriba a su 60 aniversario, ¿cómo expresar en pocas palabras todo el
significado que la efeméride tiene para América Latina y el Caribe y para el
mundo?, ¿cómo hacer patente algo diferente a lo que personas de todas las
latitudes y longitudes de la región y del planeta han dicho y dirán durante
estos días para enunciar el profundo significado que esta fecha encarna en la
vida de varias generaciones de revolucionarios, luchadores por la democracia,
la independencia y la paz?
Tal vez, lo mejor sea
no caer en generalidades y obviar en esta ocasión lo que ya todos conocemos: la
trascendencia del Moncada y la “Historia me Absolverá”; la entereza en la
prisión; el exilio en México; la epopeya del Granma; la lucha desigual en la
Sierra Maestra; la victoria de enero de 1959; la derrota del imperialismo en
Playa Girón, el heroísmo inclaudicable del pueblo para resistir casi 60 años de
bloqueo; la voluntad de estar de pie ante el chantaje nuclear; la construcción
de las nuevas instituciones del Estado revolucionario; la formación de millones
de profesionales dotados de una ética distinta que pone al ser humana en el
centro; la defensa permanente ante los atentados terroristas, la agresión y la
contrarrevolución asesina, incluyendo la guerra química y bacteriológica; la
solidaridad internacionalista; la victoria de Cuito Cuanavale y la derrota
definitiva del apartheid; la superación del período especial cuando todos
auguraban el fin; el liderazgo
indiscutido del Comandante en Jefe Fidel Castro; el prestigio de los dirigentes y del partido comunista; la
continuidad en la conducción tras la salida de Fidel y Raúl de la máxima
jerarquía del Estado y el gobierno y; sobre todo, la inquebrantable voluntad
del pueblo cubano de resistir y defender a cualquier precio su soberanía, su
independencia y el sistema de gobierno que se dieron.
En fin, nada que no se
haya dicho… y hay mucho más, tanto que los límites estrechos de un artículo no
permiten exponer la magnitud del hecho más importante de la historia de la
América Latina del siglo XX.
Por ello, tal vez lo único
diferente que pueda decir es contar la experiencia propia de mi relación con
Cuba como exposición vivida de su magnificencia y como receptor de su afecto y
solidaridad. El inicio de mi acercamiento a Cuba vino desde la niñez, en las
noches, mi padre escuchaba en sumo silencio la radio por onda corta y se hizo
natural que yo repitiera con suprema inocencia (y con el temor de mi padre que
lo hiciera fuera de casa) aquel lema que exponía toda una declaración de
principios: “Aquí Radio Habana Cuba, transmitiendo desde La Habana, Cuba,
primer territorio libre de América”. El
hecho que tan simple acción entrañara peligro y, por tanto la
inquisitoria recomendación de papá de no comentarlo en la escuela ni ante
extraños, fue forjando un halo de misterio en torno a aquella palabra que era
el nombre de un país donde “estaban ocurriendo cosas importantes para que los
niños pudieran ser felices” según la sabia explicación de mi padre.
En el Chile de Allende,
ya en la plena adolescencia militante comencé a comprender con fundamento
político la magnitud de la obra de la revolución cubana. La larga visita de
Fidel a Chile en 1971 sirvió para conocer con más detalles el alcance
internacional de la solidaridad de la isla caribeña y tener la posibilidad de
estar cerca de un líder que desbordaba su visión bolivariana y martiana y su
sentimiento internacionalista. Algunos años después diría: “Ser
internacionalistas es saldar nuestra propia deuda con la humanidad”. El acto
realizado en la comuna de San Miguel, en la estatua al Che, frente al hospital
Barros Luco, a solo dos cuadras de mi liceo, me permitió tomar tribuna desde
muy temprano en las primeras filas de la multitudinaria manifestación de
encuentro entre dos pueblos hermanos. Recuerdo como si fuera hoy sus palabras de
exaltación a la vida y la obra del Comandante Ernesto Guevara que culminaron
cuando dijo que por todo lo que había relatado, el Che se había convertido
en “el modelo de revolucionario, el
modelo de combatiente y de comunista para los pueblos del mundo”. Eso fue el 28
de noviembre de 1971, lejos estaba de saber que la vida me llevaría a Cuba solo
un poco más de dos años después.
Así fue, tras el golpe
de Estado cívico militar de septiembre de 1973, Cuba nos recibió con los brazos
abiertos junto a miles de exiliados chilenos y de otros países que se
refugiaron en la isla para protegerse de los embates de la dictaduras de
seguridad nacional instauradas, dirigidas y monitoreadas por Washington que las
amparó y protegió cobijándolas bajo los
designios asesinos del Plan Cóndor.
Llegué a Cuba a mitad
del curso académico, me dieron un plazo para hacer los exámenes del primer
semestre al mismo tiempo que cursaba el segundo, con el agravante de tener que
nivelarme para ponerme a tono con la superior calidad de la educación cubana.
Era una tarea titánica que se vislumbraba casi imposible, de no haber sido
porque la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC) de mi escuela tomara la decisión de
“apadrinarme”, lo cual significó que los mejores estudiantes de cada materia
usaran parte de su tiempo libre para ayudarme a superar los exámenes cotidianos
y los que debía nivelar. Si no hubiera sido por ellos habría perdido el año y
hubiera tenido que regresar a cursarlo nuevamente. Esto me llevó a percibir de
manera vivida, valores que comenzaron a ser cotidianos: la solidaridad, el
desprendimiento, la generosidad y la fraternidad propias de un país que en medo
del asedio y de las dificultades propias de la agresión imperial era capaz de
repartir lo poco material que tenía, mientras suplía esas falencias con un
superávit de calidad humana desconocida por mí.
La vida en el pre
universitario no se circunscribió a lo estrictamente educacional, la asistencia
a los trabajos voluntarios en la recolecta de tabaco en Pinar del Río durante
70 días, las actividades culturales, deportivas y recreativas, la participación
en las actividades de la Federación de Estudiantes de Enseñanza Media (FEEM) y
sobre todo la posibilidad (a pesar de ser extranjero) de intervenir en los
debates para opinar sobre las definiciones y el contenido de la Constitución
que habría de aprobarse en 1976, además del quehacer propio del reparto
(barrio) donde el pueblo y el gobierno cubano nos entregaron generosamente un
hermoso apartamento completamente amoblado a mi familia al igual que a la de
cientos de otros “extranjeros”, fueron conformando una visión más amplia y
acabada sobre la vida interna de Cuba, la pujanza de sus novedosas
instituciones, la magnanimidad de su pueblo y la sintonía de éste con sus
dirigentes. No nos dejaron sentir extranjeros, al contrario, las muestras de
afecto eran cotidianas, lo que además fue creando un compromiso sin
imposiciones sino como expresión de la conciencia de un sentimiento de
humanidad que solo la revolución cubana ha podido trasmitirme.
En el año 1975 tomé una
decisión transcendente para mi vida: fue posible ingresar a estudiar en las
Fuerzas Armadas, con ello pude adentrarme en un mundo nuevo que no conocía: el
de la disciplina estricta: “ La orden del jefe encarna la voluntad y el mandato
de la patria”; el de la formación integral para la guerra como militar
revolucionario, dotado de una teoría y
haciendo una práctica que permitiera la eficiencia y la victoria en el
combate; el del ser humano integral dispuesto a la batalla junto al pueblo,
enseñando , pero aprendiendo de él porque también -en tanto después me tocó
mandar una unidad de reservistas, obreros del puerto de La Habana que trocaban
su uniforme cotidiano de faena en
uniforme verde olivo para prepararse para la defensa de la patria socialista-
pude impregnarme de la sabiduría popular, del acervo que se adquiere en la
batalla diaria contra el imperialismo, el de sentir un amor profundo a la
patria, sin dobles actuaciones ni búsqueda de reflectores, solo por la
condición de haber nacido en una isla de hombres y mujeres libres y finalmente,
el de ser un individuo pensante política e intelectualmente.
Finalizaba mi curso en
la escuela militar cuando se produjo el abominable atentado terrorista contra
un avión de Cubana de Aviación en Barbados muriendo 73 personas entre ellas 55
cubanos. Nos sentimos obligados a interrumpir los estudios para los exámenes
finales para acompañar junto al pueblo y a Fidel, a los familiares de los
asesinados por el terrorismo made in Washington. Sentí el dolor y la impotencia
de millones de ciudadanos y comprendí por primera vez en su justa dimensión
aquella frase del Che en su despedida de
Cuba y de Fidel “…en una revolución se triunfa o se muere (si es verdadera).
Muchos compañeros quedaron el camino hacia la victoria”. Fidel -como siempre-
supo interpretar el sentimiento popular insuflando al pueblo de valor y de
convicción de victoria en medio de la conmoción causada por el vil acto contra
revolucionario “No podemos decir que el dolor se comparte. El dolor se
multiplica. Millones de cubanos lloramos hoy junto a los seres queridos del
abominable crimen. ¡Y cuando un pueblo enérgico y viril llora, la injusticia
tiembla! ¡Patria o Muerte! ¡Venceremos!”. Ese día cambió mi vida, me comencé a
sentir como propio el orgullo de un pueblo que no se arrodillaba ni se
arrodillaría jamás.
Los días, semanas,
meses y años posteriores fueron de un ardor y un rigor inusitados, el pueblo y
el gobierno cubano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) como parte de
ellos, ante una de solicitud de ayuda del Movimiento Popular de Liberación de
Angola para salvaguardar su declaración de independencia, evitando con ello que
el odioso sistema de apartheid imperante en Sudáfrica en alianza con fuerzas
imperialistas y colonialistas de Estados Unidos y las potencias europeas
impidiera el acto final de la larga
lucha por la independencia de ese país africano, concurrió de inmediato a
ponerse a las órdenes del mando angolano, desplegando sus fuerzas militares que
no sólo garantizaron la independencia de Angola, sino que permanecieron en
territorio africano aportando a la independencia de Namibia y a la derrota
definitiva del oprobioso régimen del apartheid.
Los que nos quedamos en
Cuba, tuvimos que hacer frente al incremento de la actividad
contrarrevolucionaria patrocinada por Estados unidos tras el crimen de
Barbados, con la suposición que el despliegue de un gran contingente militar en
Angola y posteriormente, en 1977 también en Etiopía a solicitud del gobierno de
ese país tras la invasión extranjera proveniente de Somalia, significaría una
insuficiencia y una merma del potencial combativo del pueblo cubano en la
defensa de la isla gloriosa. Fueron años de un esfuerzo superior, de
sacrificios increíbles de un pueblo orgulloso de sus raíces negras africanas,
por lo que sintieron la obligación moral de acudir en ayuda de sus antepasados
del otro lado del océano, pero fiel también a sus raíces irredentas se
desplegaron con alta disposición combativa para evitar que las garras imperiales
se posaran nuevamente en la patria de Martí y de Maceo. Precisamente fue el
general Antonio Maceo, apodado el “Titán de Bronce” en la guerra de
independencia de su patria quien había sentenciado que: “Quien intente
apoderarse de Cuba, solo recogerá el polvo de su suelo anegado en sangre, si no
perece en la lucha”.
Muchos quisimos ir a
combatir a África, más que un mandato, era un anhelo, era la posibilidad cierta
de luchar de forma directa contra el imperialismo, el colonialismo y el
apartheid, pero –como dije antes- la misión fue que permaneciéramos en Cuba.
Nuestra oportunidad llegó algunos años después: la revolución sandinista vivía
momentos decisivos tras el fracaso del intento insurreccional de
septiembre de 1978 motivado en la
división del FSLN que no permitía el accionar conjunto contra la dictadura
somocista, la tan ansiada unidad llegó a comienzos de 1979, lo cual permitió
desatar la ofensiva final a partir de junio. En ese contexto, Fidel entendió que se necesitaba producir un
cambio cualitativo en el potencial combativo, ante lo cual el envío de un grupo
de militares con formación profesional podría significar ese extra que
acelerara el curso de la guerra y adelantara el inevitable triunfo del FSLN en
la insurrección anti somocista. Así se lo hizo saber a la dirección sandinista
conviniendo que un contingente internacionalista se hiciera presente en la
etapa final de la insurrección contra Somoza. Una vez más, la visión
estratégica de Fidel se había manifestado certera. La creación de un poderoso
frente de guerra en el sur del país, al que se agregaron los internacionalistas
venidos de varios países, obligó al enemigo a concentrar sus fuerzas en el
sur, lo cual permitió que el resto de
los frentes pudieron incrementar su accionar para converger victoriosos en
Managua el 19 de julio de 1979.
El desarrollo de las
acciones se produjo tal cual lo visualizara Fidel previamente haciéndoselo
saber al contingente que se preparaba para partir. Nuestra misión fue avanzar
desde la frontera, resistir sin retroceder ante los embates de lo más poderoso
de las fuerzas terrestres y aéreas de la dictadura y así lo hicimos. Fidel nos
trasmitió sabiduría, conocimiento del arte militar y sobre todo, confianza en
la victoria.
La extraordinaria
posibilidad de reunirnos casi a diario con él, escucharlo, conversar no sólo de
los temas atingentes a la guerra, el escenario de las acciones combativas, el
despliegue de las fuerzas y medios, sino que también escuchar su visión de
futuro y las tareas que nos tocaría cumplir, así como temas de orden personal y
familiar llenaban el tiempo y nos hacían comprender que estábamos ante un
personaje de otra dimensión.
Y salimos, hacia la
guerra y hacia la victoria. Sólo tenía 22 años, había concluido mi formación y
ahora debía hacerla práctica. A aquel adolescente que había llegado a la isla
con una educación emanada fundamentalmente de mis padres y en alguna medida de
la militancia, se había agregado de manera indisoluble y para siempre el
influjo enriquecedor de la revolución cubana. En gran medida lo que soy y lo
que fui, se debe a esos años de acrecentamiento humano, político y profesional
que me aportó Cuba, sobre todo en cuanto
a valores, principios y comportamiento ético.
He tratado de vivir
acorde su ejemplo, nunca me he distanciado de ella, buenos y nuevos amigos han
aparecido para llenar mi existencia con distintas y novedosas dosis de
fraternidad y hoy cuando se cumplen 60 años de la victoria del 1° de enero de
1959, Cuba mantiene su bandera enhiesta y en el pedestal más alto que pudiera
estar.
No tengo ninguna duda
(porque conozco a Cuba profundamente y desde adentro) que las nuevas
generaciones darán continuidad a la obra iniciada por Fidel y Raúl, por el Che
y Camilo, para perpetuar la independencia de Cuba, también como un ejemplo para
los jóvenes que no la vieron nacer ni desarrollarse en sus primeros pasos, pero
que pueden percibir que a 60 años el espíritu de lucha, de combate y de
victoria se mantiene incólume en este mundo diferente.
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