Se diría que los menos
satisfechos con el gobierno de Iván Duque son los políticos: no sólo los de
izquierda, como era previsible, sino los de derecha, y eso me parece una buena
noticia.
William Ospina / El Espectador
Significa que el Gobierno
por alguna razón está marchando a contracorriente de las fuerzas que hace mucho
tiempo mantienen al país no sólo paralizado sino en tensión permanente. Duque
está despertando la inconformidad ciudadana, y no parece arrepentido de ello.
Santos logró gobernar
ocho años casi sin oposición popular, porque la ilusión de paz hizo que nadie
en la izquierda se animara a criticar y sobre todo a confrontar desde la calle
su gobierno desastroso. Todavía declara que sacó a cinco millones de personas
de la pobreza, pero sinceramente yo veo más pobres que antes. Extrañamente
declara que hizo la paz pero que el país está más dividido. Dice que luchó por
la defensa de la naturaleza, pero los páramos están arrasados; los ríos,
contaminados; el país, a la deriva.
Y si se oyen tantas voces
exigiéndole a Duque propuestas y soluciones, correcciones y timonazos, es
también porque de todos los costados se advierte que el país que heredó está
zozobrando.
Cumplidos apenas cuatro
meses de su gobierno no es justo pensar que los graves problemas del país se
deban a Duque, ni aceptar el balance asombrosamente indulgente que hace de sí
mismo su antecesor.
Pero el Gobierno no puede
escudarse en el argumento de que le dejaron una herencia caótica. Cualquiera
sabe que aceptar gobernar a Colombia es casi una locura, que el que lo intente
se va a encontrar con toda clase de problemas, tragedias y conflictos. Y el que
promete tocar el piano tiene la obligación de afinarlo.
Por eso está bien que los
estudiantes se lancen a las calles. Por eso está bien que la oposición popular
se exprese. Por eso está bien que la comunidad despierte y se agite. A Duque
hay que exigirle, y Duque no parece asustarse con el desafío de tener un país
que se expresa, debate y reclama.
Lástima que haya adoptado
la consigna de “menos política y más administración”, porque por allí corre
muchos riesgos. Todos los países necesitan buena administración, pero Colombia
necesita altas dosis de buena política. Por ejemplo, hay muchos sitios
neurálgicos donde sólo grandes decisiones políticas pueden permitir que llegue
la administración. Y la administración misma requiere profundas innovaciones
políticas.
Si algo paraliza este
país es el papeleo, los laberintos de la burocracia, los desvaríos de la
desconfianza que con el pretexto de estar combatiendo la corrupción impiden que
los recursos públicos fertilicen con agilidad la iniciativa popular y faciliten
la vida de la gente.
Son miles de papeles,
condiciones y alambradas que vuelven un calvario la participación de la
comunidad en las tareas públicas, mientras la verdadera corrupción maneja todas
las astucias y se lo roba todo con los papeles en orden.
Duque ya ocupaba su solio
mientras López Obrador, aún sin posesionarse, iba formulando proyectos y
desafíos que han generado en la sociedad mexicana la expectativa de grandes
cambios. El tren maya, la legalización de la marihuana, el canal férreo entre
los dos océanos, la radical política de austeridad, el plan Marshall para los
migrantes centroamericanos que le propuso a los Estados Unidos, los millones de
ingresos sociales del programa Sembrando Vida.
Y es que todo pueblo
espera que los primeros meses de un gobierno sean de anuncios, novedades y
desafíos históricos: no tanto la promesa de resolver los problemas sino la
decisión de abrir puertas para que la comunidad confíe y participe, invente y
actúe.
Está bien que Duque tenga
nerviosos a los políticos y frustrados a algunos medios que suelen ser muy
tolerantes con la mediocridad de los gobiernos. Pero está mal que sus noticias
inaugurales sean negativas y no generen esperanzas: el incremento irracional de
los impuestos al consumo y la inmovilidad para las expectativas ciudadanas.
Colombia no se puede
gobernar como si fuera Suiza, con la promesa absurda de mantener las cosas como
están; Colombia es un país que requiere primeros auxilios y políticas de
emergencia. La violencia, la incertidumbre, el desamparo ciudadano, la falta
total de una política de ingresos para cientos de miles de jóvenes, la crisis
ambiental, las regiones sitiadas a punto de estallar, las oleadas de
inmigrantes, requieren propuestas audaces y soluciones de emergencia.
Sinceramente creo que la
mayoría de la población no está prevenida, ni apostándole a que el Gobierno
fracase. Sólo los políticos aspiran a beneficiarse con esos fracasos. Aquí
mucha gente necesita que el Gobierno responda, porque el deterioro material y
moral es creciente.
Basta ver el ejemplo de
Francia, donde a pesar de que tantas cosas están resueltas y tantas garantías
institucionales existen, los ciudadanos están listos a alzarse en rebelión cada
vez que el poder los descuida o los traiciona, para entender que aquí, con
mucha más razón, hay que exigir, hay que construir en la dinámica social una
ciudadanía cada vez más inconforme y cada vez más crítica.
Sólo a eso podemos llamar
democracia: no al poder de los políticos que intrigan y conspiran, sino al
poder visible de la ciudadanía que quiere dignidad y futuro. Y está bien que
haya un gobernante que no se asuste con ello, y que esté dispuesto a escuchar.
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