Porque Cuba luchó, porque no se rindió ante el imperialismo, aquellos científicos y médicos que hace poco más de una década fueron difamados al vincularlos con el
terrorismo, hoy son los responsables de que el pueblo estadounidense tenga a su
disposición una vacuna que puede prolongar la vida de miles de pacientes de
cáncer, en lo que representa una contribución invaluable a la búsqueda de soluciones
a los grandes problemas de salud de la civilización contemporánea.
Andrés Mora Ramírez
/ AUNA-Costa Rica
Un acuerdo médico y comercial, permitirá la exportación de la vacuna cubana contra el cáncer de pulmón a EE.UU |
En el año 2002, cuando
la Casa Blanca recién empezaba esa locura bélica que, con acierto, Ramón
Grosfoguel definió como “la guerra terrorista contra el terrorismo”, una
cruzada seudojustificada por George W. Bush con los peores argumentos del
conservadurismo político, el fundamentalismo religioso, y la supuesta
predestinación de los Estados Unidos para imponer su manera de entender la
democracia en todos los confines, el entonces subsecretario de Estado
norteamericano, John
Bolton, acusó a Cuba fabricar armas biológicas en sus centros de investigación
médica, siendo así la más cercana amenaza a la seguridad nacional de la
potencia paranoica. Nunca, en más de cuatro décadas de agresiones imperiales
contra la Revolución Cubana, un gobierno se había atrevido a formular tales
acusaciones. Pero los halcones lo
hicieron.
Equiparando a Cuba con Libia, Siria,
Irak o Corea del Norte, el eje del mal
que el mesiánico Bush y sus consejeros perfilaban como los nuevos enemigos
globales, contra los que se podía aplicar cualquier acción bélica sin reparar
en las normas elementales del derecho internacional, Bolton no dudó en
proferir su amenaza: “La Habana ha provisto por mucho tiempo un paraíso para
terroristas”, argumentó el funcionario; “pueden esperar convertirse en nuestros
blancos”.
Otto Reich, por
entonces subsecretario de Estado para el hemisferio occidental, y responsable de numerosas operaciones de
guerra sucia en Centroamérica durante los años del conflicto armado, también
advertía por aquellos días que el gobierno estadounidense estaba dispuesto a
llevar la democracia a la isla y “ayudar a los cubanos a lograr ese sueño
universal de ser libres”, como ya lo hacían con la invasión de Afganistán y
como se disponían a hacerlo en Irak al amparo de una espuria coalición
internacional. Y Colin Powell, el secretario de Estado que mintió cínicamente
ante la Asamblea de Naciones Unidas sobre las armas de destrucción masiva en
Irak, lanzaba su dictum: “Cuba no
puede permanecer siendo por siempre el único freno en la marcha del hemisferio
hacia la democracia y los mercados libres”. No faltaron voces desnaturalizadas
de la derecha apátrida, en Miami, Madrid y en muchas capitales
latinoamericanas, que incluso deslizaron la idea de que era necesario que
Estados Unidos interviniera militarmente en la isla.
Eran tiempos oscuros
para la razón, la justicia y la humanidad. Desde Sancti Spíritus, en el centro
de Cuba, Fidel Castro levantaba las banderas cubanas de la verdad y la
dignidad, y respondía
a las acusaciones y mentiras que se divulgaban a la opinión pública
estadounidense: “Duele profundamente que
a ese pueblo, de esencia noble, se le trate de engañar con la diabólica
invención de que en los laboratorios donde nuestros abnegados científicos
descubren, producen y desarrollan vacunas, medicinas y tratamientos
terapéuticos... se desarrollan programas de investigación y producción de armas
biológicas”.
Trece años después de
aquel vergonzoso episodio de la infamia imperial, parece que los esquemas
políticos y mentales impuestos por la lógica criminal del bloqueo empiezan
quebrarse; y aunque el odio a la Revolución Cubana, a su proceso de
construcción del socialismo –con aciertos y errores-, y al poderoso ejemplo de
su internacionalismo, de su solidaridad y del humanismo de sus acciones,
especialmente las médicas y educativas, todavía campea en Washington, se van
dando pasos esperanzadores con miras a restablecer las relaciones entre ambos
países: esta semana conocimos la noticia de que una representación política,
médica y comercial del estado de Nueva York, en misión oficial, alcanzó un
acuerdo entre Centro de Inmunología Molecular (CIM) de Cuba y el Instituto
Roswell Park contra el Cáncer, que permitirá “exportar a Estados Unidos una vacuna
terapéutica contra el cáncer de pulmón desarrollada en la isla”, creada en el
2011, con patente cubana a nivel mundial, que ya se encuentra registrada en
Perú y en trámites de inscripción en países como Brasil, Argentina y Colombia.
Como
latinoamericanistas, vibramos con el
discurso del presidente Raúl Castro en la reciente Cumbre de las Américas,
celebrada en Panamá, especialmente en aquel pasaje en que recordó el enorme
desafío al que se enfrentó la revolución: “Cuando estábamos acorralados,
arrinconados y hostigados hasta el infinito, solo había una alternativa:
rendirse o luchar. Ustedes saben cuál fue la que escogimos con el apoyo de
nuestro pueblo”. Porque Cuba luchó, porque no se rindió ante el imperialismo, aquellos científicos y médicos que hace poco más de una década fueron difamados al vincularlos con el
terrorismo, hoy son los responsables de que el pueblo estadounidense tenga a su
disposición una vacuna que puede prolongar la vida de miles de pacientes de
cáncer, en lo que representa una contribución invaluable a la búsqueda de soluciones
a los grandes problemas de salud de la civilización contemporánea.
El tiempo se encargó de
revelar las imposturas y la historia, una vez más, emitió su veredicto
absolutorio.
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