Para una nación chica
cuyo territorio contiene un recurso de alto valor estratégico como la posición
interoceánica –históricamente codiciado por grandes potencias–, preservar la
integridad, seguridad y desarrollo nacionales exige desplegar una política
exterior que fortalezca el derecho internacional y sus instituciones, que gane
solidaridades y liderazgos con qué respaldar nuestras posiciones negociadoras.
Nils Castro / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
Camino a la VII Cumbre de las Américas, el Presidente y la
Canciller de Panamá anunciaron que su
gobierno había decidido recuperar la anterior política panameña de asumir al
país como lugar de encuentro y concertación internacionales, y dejar atrás el
alineamiento y enajenación en que nos hundió el anterior. Además, tuvieron la
entereza de sostener el compromiso de invitar a Cuba a esa cita continental.
Ambas decisiones fueron correctas, como lo probaron sus resultados. Ello merece
reconocimiento, pero asimismo debe señalarse que este retorno a aquella
política exterior todavía carece de varios componentes esenciales.
Algunos desaprensivos se precipitaron a pregonar que así
Panamá restableció una “tradición” de neutralidad y diálogo, supuesto que, sin
embargo, debe puntualizarse. Primero, porque
no existía tal tradición pues, salvo escasas excepciones, la mayor parte
de nuestra historia republicana se caracterizó por la sumisión de los gobiernos
oligárquicos. Segundo, porque el período en el que Panamá practicó una
consistente política exterior de independencia ideológica, no alineamiento,
autodeterminación y latinoamericanismo fue en los años del “proceso
revolucionario”, de 1970 a mediados de los 80. Tercero, porque para desarrollar
esa política se requiere un conjunto de
recursos conceptuales y humanos que todavía hoy faltan.
Eso no significa
que ahora toque repetir lo actuado en aquellos años, pues Omar Torrijos
concibió ese método frente a las circunstancias de aquella época. Pero esa
exitosa experiencia panameña, aparte de darle al país su tiempo de mayor
prestigio y autoridad internacionales, dejó enseñanzas cuya vigencia ha seguido
creciendo.
La primera, que es indispensable diferenciar entre dos
roles que nunca deben confundirse: no es lo mismo ser un territorio de
tránsitos y trasiegos que un sitio de encuentros y acuerdos. El transitismo no
implica una cultura de concertación política; se puede estar al servicio del
tránsito sin ser un facilitador de acuerdos (como ocurrió en la mayor parte de nuestra historia). Y se
puede desempañar un papel de mediación y acuerdos sin ser un área de tránsito,
como Suiza, adonde rara vez alguien va de paso. Mediar y resolver es una
actitud política, no un territorio (aunque estar donde hay mayor conectividad
ayuda a cumplir esa actitud).
La segunda enseñanza es que, para una nación chica cuyo
territorio contiene un recurso de alto valor estratégico como la posición
interoceánica –históricamente codiciado por grandes potencias–, preservar la
integridad, seguridad y desarrollo nacionales exige desplegar una política
exterior que fortalezca el derecho internacional y sus instituciones, que gane
solidaridades y liderazgos con qué respaldar nuestras posiciones negociadoras.
Hoy debe sumarse una destacada actuación en los organismos latinoamericanos de
integración, especialmente los que movilizan mayor respaldo suramericano.
La tercera enseñanza, que todo ello requiere distinguir
los objetivos de un proyecto nacional, cuyas reivindicaciones exteriores los
panameños puedan sustentar en los diversos escenarios mundiales, como base de
sus propuestas. Y la cuarta es que la
claridad de miras de la política exterior del proyecto nacional permite
convocar a los panameños más sagaces para imaginar, investigar, proponer y
cumplir las múltiples iniciativas –no solo diplomáticas– conducentes a realizar
esa política.
¿No fue así que Torrijos pudo captar una pléyade de
personalidades intelectuales y políticas como los Aquilino Boyd, Juan Antonio
Tack, Rómulo Escobar Bethancourt, Jorge Illueca, Aristides Royo o Ricardo de la
Espriella, entre tantos otros? ¿Y de articularlos y orientarlos certeramente
incluso más allá de la desaparición física del general?
Bueno es ¡y mucho! que en esta Cumbre el actual gobierno
supiera coronar su primera gran experiencia diplomática, inspirándose en
aquella política de no alineamiento,
neutralidad activa, encuentro y concertación latinocaribeña y continental. Para
hacerlo mejor, solo le faltó reconocer que esa política tuvo un fundador cuyas
ideas hoy pueden abrirle aún mejores caminos a este país.
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