La violencia está desbordada en el
Triángulo Norte centroamericano. En El Salvador, la tregua entre las maras y el
gobierno, lograda durante la administración de Mauricio Funes, se ha evaporado,
y la respuesta gubernamental es tan parecida a la que le daba la derecha a la
guerrilla en los años ochenta que da miedo: es la de nunca acabar, la de la
serpiente que se muerde la cola, la del circulo vicioso que solo lleva a más
violencia.
Rafael
Cuevas Molina/ Presidente AUNA-Costa Rica
Batallones policiales de El Salvador |
Durante el pacto logrado por Funes, los
asesinatos decrecieron vertiginosamente y pareció abrirse una luz de esperanza.
Pero ahora, con 60,000 pandilleros en las calles y 10,000 en las cárceles, se
da una nueva vuelta de tuerca y el gobierno decide crear batallones
especializados de la policía y el ejército para combatirlos. Violencia contra
violencia.
Y, en el colmo de la paradoja, los que
ayer impulsaron las políticas bélicas llaman a la cordura, y utilizan los
mismos argumentos que ayer utilizó la izquierda guerrillera: a la violencia no
se le combate con más violencia, sino eliminando las condiciones económicas y
sociales que la hacen posible. Es decir, lo que antes era negro ahora es
blanco, y lo que era blanco ahora es negro.
Ante esta inversión de papeles, lo único
cierto es que la violencia sigue y alcanza niveles paroxísticos. En esta
hecatombe, ya no se sabe si el otro gran fenómeno de la sociedad salvadoreña,
la migración, es producto de la violencia, o si la violencia es producto de los
desgarres que producen en la sociedad la migración.
Lo cierto es que pareciera que nadie
sabe qué hacer. Los gobiernos de derechas de Guatemala y Honduras recetan la
misma fórmula que el de izquierdas de El Salvador, mano dura, represión, y la
sociedad lo aprueba. Los Estados Unidos, metidos en el tinglado ante la
avalancha de jovencitos que arribó a su frontera sur el año pasado, propone una
Alianza para la Prosperidad que, como siempre, no es más que otra estrategia para
llevar agua a su molino tratando de crearle condiciones a las compañías
transnacionales para que lleguen a gozar de las “ventajas comparativas” (bajos
salarios) al lugar mismo de donde es originaria y no tengan que utilizarla, más
cara, en los mismos Estados Unidos.
Incapacidad, intereses creados,
corrupción, tráfico de drogas, pobreza crónica y cercanía con los estados
Unidos se amalgaman en un cóctel sicodélico que mata y que nadie sabe por qué
punta agarrar para intentar desactivarlo.
De ese cóctel revuelto saca ganancias
más de uno, y no delincuentes marginados sociales que huyen por los tejados de
la ciudad como terminó Pablo Escobar en Colombia, sino ejecutivos
gubernamentales de cuello blanco o uniformes camuflados que heredaron un
andamiaje mafioso de los tiempos de la guerra (la primera, la que enfrentaba a
las guerrillas con el gobierno) y al que le han sabido sacar buen recaudo.
Pongan los vecinos de estos a quienes
les arden las barbas a remojar las suyas. En Costa Rica, que ha erigido su identidad
nacional en torno al mito del pacifismo, la escalada de asesinatos no da tregua
en los primeros meses del 2015. “Es la violencia entre los grupos de
narcotraficantes” dicen aún algunos, mientras cada vez muere más gente baleada
en plena vía pública y a cualquier hora del día, y la clase media se esconde
atemorizada de ser objeto de lo que en los países vecinos es ya pan de cada
día, los secuestros, los asaltos a viviendas, los “bajonazos” de los carro de
lujo.
Son sociedades en descomposición que caen
a pique en un pozo oscuro que da miedo a todo el mundo pero del que no se sabe
cómo salir. Nadie parece ver la relación entre el modelo de desarrollo y las
consecuencias que ahora se sufren. Los mismos que abogan por medidas que solo
llevarán a la profundización de los males sociales que producen la violencia,
son los que se mesan los cabellos y se encierran aterrorizados tras las rejas
de sus casas.
¿Hasta qué punto llegaremos? ¿Cómo serán
en estas circunstancias las sociedades centroamericanas del futuro? Es una
incógnita que, por ahora, nadie sabe despejar.
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