Con la CELAC en marcha,
la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América consolidada y la
UNASUR como realidad política tangible,
¿para qué sirve la Cumbres de las Américas, sino para prolongar la puesta en
escena del imperialismo y dar riendas a quienes quieren volver a los oscuros
tiempos del sojuzgamiento de nuestros pueblos bajo el peso de “los gigantes que
llevan siete leguas en las botas y le pueden poner la bota encima”?
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
La política de los
Estados Unidos para América Latina ha tenido, desde sus orígenes, objetivos
claros y contundentes, que se prolongan en el tiempo y que, por lo menos desde
finales del siglo XIX, se encuentran irremediablemente vinculados a los
proyectos de expansión territorial, económica, militar y cultural, bajo la
forma del imperialismo, que sus elites asumieron como un destino manifiesto.
Tributaria de esa
lógica imperial, la política exterior estadounidense hacia los países al sur de
su frontera no puede perseguir otro propósito sino la dominación absoluta, para
su beneficio, de los recursos naturales, económicos y la posición
geoestratégica de la región en la disputa por la supremacía mundial.
Para ello
ha recurrido tanto de las intervenciones militares descarnadas -que abundan en
la historia de México, Centroamérica y el Caribe-, como a la diplomacia
comercial bajo el signo del panamericanismo: es decir, lo que Arturo Ardao
definió como un movimiento ideológico que pretende justificar “las perentorias necesidades comerciales de
Estados Unidos, cada vez más urgido de mercados exteriores seguros para los
excedentes” de su industria
capitalista en expansión, así como el empeño de sus fuerzas industriales
y financieras por concretar esta aspiración por medio de “cambiantes formas de conquista, anexión o absorción”[1].
El primer antecendente
de la diplomacia panamericana, que es al mismo tiempo el imperialismo
comercial, lo encontramos en la Conferencia Internacional Americana de 1889, la
que José Martí consideró, en una de sus crónicas memorables, como “el convite que los Estados Unidos potentes
(…) hacen a las naciones americanas de menos poder”, para imponer “la política secular y confesa de predominio
de un vecino pujante y ambicioso, que no los ha querido fomentar jamás [a
los pueblos latinoamericanos], ni se ha
dirigido a ellos sino para impedir su extensión, como en Panamá, o apoderarse
de su territorio, como en México, Nicaragua, Santo Domingo, Haití y Cuba, o
para cortar por la intimidación sus tratos con el resto del universo, como en
Colombia, o para obligarlos, como ahora, a comprar lo que no puede vender, y
confederarse para su dominio”[2].
Una expresión
contemporánea del panamericanismo corresponde a las llamadas Cumbres de las
Américas: un foro continental engendrado como espacio de legitimación del
panamericanismo y del sistema interamericano articulado en torno a la OEA
–brazo político del imperialismo en nuestra América- y sus dobles discursos
sobre la democracia las libertades individuales y los derechos humanos; y al
mismo, estas cumbres nacieron como vanguardia del proyecto neoliberal, en medio
de la pesadilla privatizadora y entreguista de la década de 1990. No en vano,
la primera de estas citas se celebró en Miami, en 1994, y sin la presencia de
Cuba; y en la Declaración de Principios que firmaron los
presidentes participantes acordaron impulsar la creación del Área de Libre
Comercio de las Américas (ALCA) y una agenda de modernización de los estados y
las economías, que incluía “el comercio sin barreras, sin subsidios, sin
practicas desleales y con un creciente flujo de inversiones productivas”; “la eliminación de los obstáculos para el
acceso al mercado de los bienes y servicios”; “el establecimiento de mercados más abiertos,
transparentes e integrados”; o la promoción del “flujo de inversiones
productivas”, entre otra serie de falacias económicas y dogmas neoclásicos cuyo
fracaso está más que comprobado en nuestros países.
De una nueva versión de
este convite panamericanista participarán los gobiernos latinoamericanos en
Ciudad de Panamá, del 10 al 11 de abril. Ahora, se ha invitado a Cuba, en lo
que pretende ser una maniobra de acercamiento y reparación histórica de los
Estados Unidos. Pero el imperio no cede en sus apetitos, y la inaudita
calificación de Venezuela como amenaza para la seguridad nacional, casi un
anticipo de intervención militar, ha crispado el ambiente y unificó las
posiciones antiimperialistas y latinoamericanistas en la actual coyuntura. ¿Qué
podrán decir en Panamá el presidente Barack Obama y sus funcionarios de la Casa
Blanca, que no suene a trampa retórica o emboscada política?
Con la CELAC en marcha,
la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América consolidada y la
UNASUR como realidad política tangible,
¿para qué sirve la Cumbres de las Américas, sino para prolongar la puesta en
escena del imperialismo y dar riendas a quienes quieren volver a los oscuros
tiempos del sojuzgamiento de nuestros pueblos bajo el peso de “los gigantes que llevan siete leguas en las
botas y le pueden poner la bota encima”[3]?
NOTAS:
[1] Ardao, A. (2000). “Panamericanismo y latinoamericanismo”, en: Zea, L. (coordinador). América Latina en sus ideas. México D.F.: UNESCO / Siglo XXI Editores. Pp. 158-159.
[2] Martí, J. (1889).
“Congreso Internacional de Washington. Su historia, sus elementos y sus
tendencias” (Carta al director de La
Nación de Argentina), New York, 2 de noviembre de 1889, en: Martí, J. (2005).
Nuestra América (Antología), Caracas:
Fundación Biblioteca Ayacucho. Pp.
57-58.
[3]
Martí,
José. “Nuestra América (1891)”, en Hart Dávalos, Armando (editor) (2000). José Martí y el
equilibrio del mundo. México DF: Fondo de Cultura Económica. Pág.
202.
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