Aparte de negociar con Cuba, Obama y quien siga aún deberá
ocuparse de someter, revisar y depurar las agencias y métodos que hasta ahora
implementaron ‑desde Washington y Miami‑ la política cubana de Estados
Unidos.
Nils Castro / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
En la política y la
cultura política, como en la sociedad y la historia, no es fácil remover los
escombros que cada período deja atrás. Durante la reciente Cumbre de las
Américas eso volvió a confirmarse. Desde el 17 de diciembre anterior Raúl
Castro y Barak Obama habían anunciado un importante viraje político y
diplomático: tras 56 años de confrontaciones, hace algunos meses venían
explorando los pasos para normalizar las relaciones entre sus respectivos
países. En consecuencia, dicha Cumbre se enmarcaría en este delicado proceso.
Pero una cosa es que los
jefes decidan emprender un cambio tan significativo, y otra es remover las
estructuras, intereses, tácticas, clichés ideológicos, instrumentos
financieros, aparatos y personalidades alineados que, por tanto tiempo,
instrumentaron la política anterior, que ahora tocará terminar y remplazar.
Incluso algunos de los foros que acompañaron a la Cumbre dejaron ver que,
aunque Obama y Castro prosiguen ese viraje con gran respaldo internacional,
esos aparatos continuaron orquestando la vieja política, con sus fichas de
siempre, desde el interior de la estructura de la OEA.
Nada que deba
sorprendernos. Al cabo de más de medio siglo de enfrentamientos, ni sus
funcionarios ni esas fichas saben hacer otra cosa –aún falta decirles cuál cosa
sería‑‑ y todos tienen un modus vivendi
que defender. Como bien señaló Rafael Hernández en un perspicaz artículo en La
Vanguardia, si se habla de la “disidencia” cubana, su peso no viene de la relevancia de sus análisis y
propuestas, sino de su función en la política estadunidense que la auspicia. Lo
que a su vez abre la pregunta de si ella, o alguna de sus partes, todavía podrá
ser funcional en las siguientes etapas del camino anunciado el 17 de diciembre.
No será de extrañar que esa disidencia se realinee con los oponentes de Obama
contra su nueva política.
Como lo comenta el
propio Hernández, el mismo Obama ha anunciado que esta política mantendrá los
mismos objetivos que Washington siempre persiguió frente a la Revolución
cubana, pero ahora buscará lograrlos por otros medios puesto que los anteriores
fracasaron. No se trata de conciliarse con la Revolución, sino de ir a
“promover nuestros valores” en la Isla con el fin de cambiar el orden social,
económico y político cubano. Eso no excluye la presión ni la controversia ideológica
y cultural en el seno de su población, pero exigirá desplegar mejores fichas.
Sobre la “disidencia”
que existe ‑‑esa que tan buena acogida tuvo en la televisión panameña y en
parte de la prensa escrita‑‑ cabe recordar el diagnóstico que un pasado jefe de
la Sección de Intereses norteamericana en La Habana le reportó en su día al
Departamento de Estado: “hay muy pocos disidentes si los hay que tengan una
visión política que pueda aplicarse a una futura gobernabilidad […] es
improbable que ellos vayan a jugar un rol significativo en cualquier gobierno
que suceda al de los hermanos Castro”.
Lo que no excluye que sus actuales mentores e integrantes
aún seguirán haciendo lo que saben para diferir su baja, salvar lo que puedan
de su viejo desempeño y, si cabe, encontrar sitio en el próximo capítulo de
esta historia. Lo cual implica que, aparte de negociar con Cuba, Obama y quien
siga aún deberá ocuparse de someter, revisar y depurar las agencias y métodos
que hasta ahora implementaron ‑‑desde Washington y Miami‑- la política cubana
de Estados Unidos.
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