A punto de cumplir su primer año, el gobierno de Luis
Guillermo Solís da una imagen de derrumbe y caos. Lo cual resulta mucho más
intrigante, si recordemos que un año atrás lo que teníamos era un presidente
alzado en gloria por un apoyo popular arrollador ¿adónde fue a parar ése, al
parecer vigoroso caudal político?
Luis Paulino Vargas Solís /
http://sonarconlospiesenlatierra.blogspot.com
Acaso la respuestas deban empezar a hurgarse en el proceso
electoral mismo. Quizá ahí mismo quedaron sembradas –por propia decisión de don
Luis Guillermo- las semillas venenosas que luego han venido a hacer de su
gobierno lo que, cada vez más, parece ser una apuesta por el desastre. Mi tesis
la resumo así: siendo candidato, y al comando del Partido Acción Ciudadana (PAC), Solís optó por una
fórmula estrechamente electorera, basada en dos o tres premisas principales:
ofrecer “cambio”; descafeinar ese cambio a fin de inmunizarse contra la campaña
del miedo desatada contra José María Villalta y el Frente Amplio; formular esa propuesta de “cambio
sin amenaza” alrededor de oportunistas coaliciones de facto con sectores
moderadamente conservadores desprendidos de los partidos tradicionales, en
especial la Unidad Socialcristiana, y algunas representaciones del progresismo vinculado a
movimientos sociales.
En buen medida, pareciera haber sido una fórmula
electoralista para tratar de garantizarse el gane, más que construir una base
política sólida desde la cual emprender algún proyecto cuyo contenido tuviera
al menos alguna novedad apreciable, aún si sus pretensiones no fueran, ni mucho
menos, revolucionarias. Se intentaba así equilibrar dos factores que, en
principio, son contradictorios: el cambio y la continuidad. Lo primero
intentaba satisfacer una muy generalizada demanda ciudadana. Lo segundo buscaba
complacer a los sectores hegemónicos.
El reclamo por un cambio era seguramente menos difuso de lo
que alguna gente pretende, al menos en cuanto sí existe un mínimo de claridad
respecto de las aspiraciones básicas que le dan contenido a esa idea. En
particular las siguientes: a) transparencia, honestidad, eficiencia y calidad
en el manejo de los asuntos públicos; b) una reorientación de la economía que
proveyera alguna mejoría, así fuera gradual, en relación con algunas
preocupaciones básicas: empleo, pobreza y desigualdad; c) la pacificación en
una colectividad cada vez más violenta. Y, en resumidas cuentas, recuperar la
esperanza en el futuro, algo extremadamente urgente en un país donde cunde el
desaliento y la desesperanza.
Ninguna de estas cosas podría cumplirse sin desagradar, en
grados variables, a los poderes económicos, políticos y mediáticos dominantes.
Incluso un esfuerzo decidido por establecer criterios de honestidad
desagradaría a grupos de poder económico habituados a hacer buen negocio en
relación con compras o inversiones del sector público. Pero avanzar en el
terreno del empleo, la pobreza y la desigualdad es virtualmente imposible si no
se asume el desafío de reorientar la estrategia económica vigente, lo cual
desagradaría profundamente a intereses muy poderosos vinculados con la banca,
el comercio importador, la especulación inmobiliaria o la inversión
transnacional.
En el primer aspecto –honestidad, transparencia, eficiencia-
es evidente que Solís y su gobierno han quedado en deuda. En el segundo, lo
único claro es que se ha optado por darle continuidad a los aspectos
definitorios de la estrategia económica prevaleciente. Ello es así en relación
con tres componentes clave:
a) Las políticas sobre tratados comerciales y atracción de
inversión extranjera, prácticamente privatizadas, puesto que, aparte de COMEX,
son lideradas por PROCOMER –una entidad andrógina, medio privada, medio
pública- y CINDE, una ONG que recibe fondos públicos pero que funciona
enteramente como entidad privada.
b) Las políticas monetaria, cambiaria y bancaria en manos del
Banco Central, que continúan bajo un enfoque dogmático y ortodoxo.
c) La política fiscal, donde parece optarse por una vía que
profundizaría la inequidad del sistema impositivo.
Mantener intocadas tales políticas, implica mantener incólume
el núcleo duro de la estrategia neoliberal. De ahí en más, los
bienintencionados intentos en aspectos como la seguridad y soberanía
alimentaria o el impulso de la economía social-solidaria equivalen a ponerse a
jugar “jackses” en medio de un partido de rugby por el campeonato mundial.
La apuesta electoral de Solís oportunistamente priorizó el
gane. Renunció así a crear la plataforma política que podría sustentar un
programa serio que eventualmente tuviese la capacidad de introducir alguna
modificación en ese núcleo duro. Pudo haber sido, sin excesivas pretensiones,
una propuesta concebida según lo propio de la tradición histórica del
reformismo costarricense, actualizada y remozada en lo que fuese necesario.
Claro que esto no habría gustado a los intereses que han hegemonizado el
desarrollo del país. Sería, por lo tanto, un desafío político mayúsculo. Pero
no hacerlo convierte la oferta de cambio en un ejercicio retórico sin contenido
ni consecuencias. Implicaría traicionar las expectativas populares –algo
sumamente grave- pero asimismo arriesga renunciar a una identidad y carácter
propios; o sea, hacer del gobierno Solís un gobierno más. Un lujo que, sin
duda, no podría dárselo un partido y un político cuyo ascenso se alimentó de
una expectativa básica: la del cambio.
Si llegó con la bandera del cambio, acaso se hacía urgente
haber clarificado lo que por tal cosa
se entendía, ya desde el inicio mismo. Ese fue un reclamo que, reiteradamente,
yo mismo formulé por entonces, y el cual fue sistemáticamente descalificado
aduciendo que se exigía del gobierno resultados que era imposible alcanzar
cuando apenas se iniciaba. Obviamente no era esa la intención. Un año después
la pregunta sigue en pie: ¿en qué consiste el cambio ofrecido? Haber eludido la
respuesta podría deberse a dos posible razones: jamás se tuvo claro en qué
consistía tal cambio o bien simplemente se optó por archivar el compromiso
asumido.
Y si bien defraudar las expectativas populares seguramente
tendría consecuencias para Luis Guillermo Solís y para el PAC, al cabo la gran
perdedora podría ser la democracia costarricense. Porque se estaría asestando
otro golpe –quizá el más demoledor de todos- a la confianza ciudadana. No
olvidemos que esa confianza es alimento indispensable para la democracia.
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