La
situación social de las mujeres es un problema que afecta a ellas
principalmente, pero no por eso restringe su abordaje y posible solución sólo
al ámbito femenino. Por el contrario es una problemática social que involucra
necesariamente a la totalidad de la población, varones incluidos.
Marcelo Colussi / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de
Guatemala
Si
bien son las mujeres quienes llevan, en principio y por mucho, la peor parte en
esta cuestión, la comunidad en su conjunto se perjudica ante el hecho
discriminatorio. Es la sociedad en su totalidad la que está marcada hondamente
por una ideología machista, patriarcal. Por tanto, es un problema que entre
todas y todos debemos cambiar.
Ninguna
conducta humana puede concebirse solo en términos biológicos. Aunque esto esté
supuesto –el macho, en muchas especies animales, es más fuerte que la hembra,
también entre los humanos– se dan otros procesos que posicionan culturalmente a
la sociedad machista. Las diferencias anatómicas conllevan otras tantas
diferencias psicológicas, pero esto solo no explica, mucho menos justifica, la
posición social desventajosa del género femenino.
Como
una constante en todas las civilizaciones las mujeres se ven sometidas a un
papel sumiso ante la imposición varonil. De ningún modo "papel
secundario", pues su quehacer es básico al mantenimiento del colectivo
social, pero sí ausente en la toma de decisiones. Hasta ahora las mujeres en
tanto género –salvando casos puntuales– han estado excluidas del ejercicio del
poder. Por razones histórico-culturales –no biológicas– los trabajos femeninos
se consideran secundarios, complementarios respecto a los "importantes".
Pero, ¿quién decide eso? ¡El poder masculino!
Hasta
ahora las diversas formas que ha ido asumiendo la civilización humana giraron
siempre en torno a la detención del poder; es decir: han sido falocéntricas (el
poder está concebido masculinamente). Es difícil precisar por qué se construyó
así: no hay determinantes genéticos; es una pura cuestión político-social.
En
la especie humana no hay correspondencias biológico-instintivas entre machos y
hembras sino ordenaciones entre hombres y mujeres. Valga decir, de paso, que el
acoplamiento no está determinado/asegurado instintivamente. Tiene lugar, pero
no siempre (hay relaciones homosexuales, hay voto de castidad); y no
necesariamente está al servicio de la reproducción (eso es, antes bien, una posibilidad;
la mayoría de los contactos sexuales no buscan la procreación). Masculinidad y
femineidad son construcciones simbólicas, arraigadas en la psicología de los
humanos y no en sus órganos sexuales externos. La cuestión de géneros se
desenvuelve en el campo social.
En
tanto construcciones, entonces, los géneros son históricos. Vistas en sentido
antropológico-comparativo, las diversas edificaciones de género en las culturas
conocidas han repetido la organización fálica. La estructuración en torno a la
potencia, a la supremacía, ha sido la constante. Está claro que esas son
características de la masculinidad, de la virilidad. Si ocasionalmente –de modo
mítico o no (las amazonas, la "dama de hierro" Margaret Tatcher, o
cualquier mujer "marimacho")– hay mujeres poderosas, su arquetipo
participa de las características aunadas universalmente a lo masculino, a lo
viril, no siendo precisamente lo que se entiende por "femeninas".
Los
estereotipos de género se repiten: masculino = poderoso, activo; femenino =
sumiso, pasivo. El poder se concibe masculinamente; así como también la guerra
o las distintas manifestaciones de sabiduría (las filosofías, las ciencias, las
teologías, las artes), que no son sino otra forma de expresión de aquél. El
papel de las mujeres, según ese patrón, es hacer hijos y ocuparse de los
quehaceres domésticos; la sabiduría femenina queda confinada a la reproducción
y al hogar. Lo increíble, o cuestinable más precisamente dicho, es que esas
acciones, básicas para toda la especie, quedan relegadas como "de menor
cuantía". Las cosas "importantes" son varoniles; la historia se
cuenta en términos de gestas viriles: conquistas, descubrimientos, invenciones,
victorias; pero nunca como logros domésticos. "César conquistó las
Galias", preguntaba con ironía Bertolt Brecht, "¿El sólo? ¿No tenía
siquiera un cocinero?"
Los
monarcas, los sabios, sacerdotes y guerreros son la expresión de un poder, y
habitualmente –salvo excepciones que confirman la regla– son varones. El poder
se construyó en términos masculinos, viriles. Las mujeres, el género femenino
en su conjunto, quedó en inferioridad en esa edificación. No habiendo razones
biológicas que lo determinen ¿qué lo explica entonces: una maldad intrínseca de
los varones?
No
se trata de la maldad o bondad de nadie. La cultura machista, fálica, que ha
dominado y continúa dominando las organizaciones sociales en que el ser humano
ha transcurrido su historia, no es derivado de la "maldad" directa de
ningún varón en concreto. Es un producto colectivo, e incluso las mujeres
contribuyen a su sostenimiento, reproduciendo los seculares patrones de género
a partir del seno familiar. Pero tampoco esto significa que los varones
concretos estén al margen del problema. El machismo, la violencia y
discriminación de género, los golpes y la opresión vienen desde un lado muy
claramente definido (los hombres); y también es muy claro quién lleva las de
perder en todo esto (las mujeres). Pero, retomando la idea con que abríamos el
artículo, he ahí un problema que incumbe a la totalidad del colectivo social.
De
donde han surgido las primeras críticas a esta injusticia estructural ha sido
el campo femenino. Pero siendo consecuentes con un pensamiento progresista,
todos debemos aportar algo en la lucha contra esa inequidad, también los
varones. No se trata de hacer un masculino mea culpa histórico sino de
propiciar, con la amplitud del caso, una nueva actitud de reconocimiento de esa
exclusión buscando los correctivos.
Igualar
los derechos de las mujeres con los de los hombres no significa
"masculinizar" la situación de aquéllas. Hay cierta tendencia a
identificar las reivindicaciones de género con una lucha por la equiparación en
todo sentido (y de allí a la peyorización de la misma, un paso; conclusión
inmediata –disparatada conclusión, por cierto–: el movimiento feminista es un
movimiento de lesbianas). Los derechos de las mujeres son derechos específicos
en cuanto género, distintos y con particularidades propias por su condición
diferente en relación a los varones. En esto se incluye su carácter particular
de madre, de lo que se siguen derechos específicos relacionados a salud
reproductiva, punto medular que sostiene al machismo, según el cual los hijos
serían de las mujeres mientras que el varón es el semental. Ellas se encargan
de parirlos y criarlos; los hombres están en cosas "más importantes".
¿Cuáles?, habría que preguntar: ¿hacer la guerra? ¿Dominar? Eso recuerda la
recién citada poesía de Brecht, y bien analizado puede dar risa.
Pero
no debe perderse de vista que los derechos de las mujeres son, ante todo,
derechos universales en tanto seres humanos: derecho a disponer de su propio
cuerpo, derecho a ser considerada como sujeto y no como objeto, junto a todos
los otros derechos que se podrían considerar universales: derechos civiles,
derechos económicos, etc. ¿A algún varón se le ocurre que no es él quien puede
decidir cuándo tener relaciones sexuales? Pareciera que no; he ahí un derecho
intrínseco a su condición masculina. ¿Por qué no es lo mismo con las mujeres?
Las
sociedades ofrecen diversas injusticias; pero en general se recalcan mucho más
las de índole económica. La exclusión de género no es, en principio, vista con
la misma intensidad. Claro está que esa mirada es siempre masculina. Las
construcciones sociales, y sus correspondientes niveles de crítica, han sido
masculinizantes. No olvidemos que al hablar de marginación de género estamos
refiriéndonos nada menos que a la mitad de la población de toda la Humanidad,
lo cual no es poco.
El
mundo no es un paraíso precisamente; son muchas y muy variadas las cosas que
podrían o deberían cambiarse para mejorar las condiciones de vida.
Evidentemente las económicas son relevantes, a no dudarlo. Quizá las
principales. Pero tal vez esto sólo no alcance. Las países prósperos del Norte
han superado problemas que en el Sur todavía son alarmantes. A partir del
capitalismo, sistema hoy absolutamente hegemónico dada la globalización de la
vida humana, el impulso que ha ido tomando el desarrollo científico-técnico y
económico en los últimos años es realmente espectacular; en un par de siglos la
Humanidad "avanzó" lo que no había hecho en milenios. Aunque cabe una
pregunta: ese modelo masculino de desarrollo, heredero de una tradición
beligerante y conquistadora de la que no ha renegado, no ha solucionado
problemas ancestrales. La distribución de poderes entre géneros está aún muy
lejos de ser equitativa.
Mientras
no se considere seriamente el tema de las exclusiones –todas, no sólo las
económicas, también la de género al igual que las étnicas– no habrá
posibilidades de construir un mundo más equilibrado. Dicho en otros términos:
el falocentrismo del que todos somos representantes, el modelo de desarrollo
social que en torno a él se ha edificado –bélico, autoritario, centrado en el ganador
y marginador del perdedor– no ofrece mayores posibilidades de justicia.
Trabajar en pro de los derechos del género femenino es una forma de apuntalar
la construcción de la equidad, de la justicia. Y sin justicia no puede haber
paz ni desarrollo, aunque se ganen guerras y se "conquiste" la
naturaleza. No se trata de invertir los poderes sino de terminar con los
poderes opresivos.
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