Lula es consciente,
como pocos, de que el desorden institucional que asoma con el golpe dañaría a
la clase política y la sociedad civil en su conjunto.
La designación de Lula
aceleró vertiginosamente los tiempos en Brasil. Hizo que el Poder Judicial
perdiera totalmente la compostura, al punto de liberar audios entre Dilma y el
ex presidente, además de introducir una cautelar para que el nacido en
Pernambuco no pueda asumir en su puesto con el agravante de que esto último lo
hizo un juez federal que subió a sus redes sociales numerosas consignas en
apoyo al impeachment a Dilma, abandonando toda equidistancia.
Pero más allá de los
sectores concentrados de la Justicia brasileña, y los medios hegemónicos de
comunicación –antagonistas del PT hace décadas, con Folha, Veja, Globo y O
Estado de Sao Paulo como estandartes–, está otro sector que apoya decididamente
la embestida: nada más y nada menos que las cámaras empresariales del país, con
todo lo que ello implica en términos económicos (y también políticos). Así, la
CNI (Confederación Nacional de Industria), Fiesp (Federación de Industrias del
Estado de San Pablo) y Facesp (Comercios de San Pablo), entre otras entidades,
expresaron en los últimos días una idea: Dilma debe renunciar, bajo la óptica
de evitar un proceso que prolongue las dificultades.
La renovada presión
empresarial por la repentina salida de Rousseff de Planalto olvida un dato no
menor: 54 millones de brasileños optaron por Dilma hace apenas un año y medio,
en octubre de 2014. Luego, sucesivas movilizaciones (nunca espontáneas, como se
pretendió hacer ver) generaron un clima de desestabilización que se coronó con
el accionar mediático de Moro. Los empresarios no dimensionan que, de salir
Dilma de gobierno, el escenario de creciente conflictividad social podría ser
aún peor. La grieta, en vez de achicarse o cerrarse, se agrandaría.
En medio de ese
escenario, de extrema convulsión, una carta abierta del propio Lula, con mirada
reflexiva y temple de cuadro, se posa por encima del maremoto, para decir que
“los tristes y vergonzosos episodios de las últimas semanas no me harán
descreer de la institución del Poder Judicial”. Aquel breve texto, puntilloso,
cierra con la contundente frase “justicia, simplemente justicia, es lo que
espero, para mí y para todos, en la vigencia plena del estado de derecho
democrático”.
Lula es consciente,
como pocos, de que el desorden institucional que asoma con el golpe dañaría a
la clase política y la sociedad civil en su conjunto –y sólo fortalecería a
algunos outsiders, como el pro dictadura Bolsonaro–. Tiene noción que las
cámaras empresariales equivocan el cálculo: cualquier escenario de corto plazo
tendría costo para el conjunto de la institucionalidad de aquel país (incluso
en lo referido a las inversiones, claro). Y sabe que, además, él mismo es el
único personaje que, a esta altura, le puede dar sobrevida al proyecto del
Partido de los Trabajadores en Planalto.
¿Las elecciones 2018?
Falta una eternidad para eso. Ya habrá momento. Primero deberá conducir el
barco en el medio de la tormenta más grande que se recuerde. Paciencia le
sobra: superó tres turnos presidenciales fallidos (1989, 1994 y 1998) para
llegar al gobierno en 2003. Y ahora está de vuelta al comando, con mirada de
mediano plazo, y la intención de devolver a Brasil a su lugar en el mundo. Pero
antes tendrá un escollo: pulsear –en las calles y las instituciones– para que
lo dejen conducir.
@jmkarg
* Politólogo UBA,
analista internacional.
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