Lo que
está sucediendo con el meteórico ascenso de Trump muestra la verdadera cara de
la situación: Estados Unidos está construido sobre la base de un autoritarismo descarado
y un consumismo barato. Y el votante promedio –perfectamente pintado por la
caricatura de marras– más que un defensor de causas universales es un
superficial consumidor, marcado por un espíritu conservador, rayano en el
fascismo.
Marcelo Colussi / Especial para
Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
Estados Unidos, como gran potencia imperial que es,
se arroga el derecho de decir lo que es bueno y malo para el mundo. Ningún otro
país tiene el descaro de “premiar” (certificar) o “castigar” (descertificar) a
otro en nombre de supuestos valores universales. Durante todo el siglo XX, y
más aún a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial, se erige como el gran
poder que decide lo que pasa a escala planetaria: su punto de vista pasó a ser
la vara con que se mide el mundo. El siglo XXI, al menos de momento, no parece
haber cambiado mucho en esta tendencia.
Hoy día su economía no está floreciente como
décadas atrás; pero lejos se encuentra de la bancarrota. Si alguien piensa que
el imperio está cayendo, se equivoca profundamente. Estados Unidos sigue
marcando el ritmo, y si bien la coyuntura internacional no es la misma que la
de la Guerra Fría, su potencial aún es ampliamente dominante. Pero que domine
no significa que tenga la razón.
Estados Unidos, como gran potencia económica,
política, cultural y militar, tiene una población sojuzgada y manipulada como
el más atrasado país del Tercer Mundo. Por supuesto que entre sus más de 300
millones de habitantes hay de todo; sin embargo, en términos generales, el
ciudadano medio estadounidense está perfectamente retratado por el personaje de
Homero Simpson.
Vulgar, absolutamente desinteresado por lo
político-social, con una mentalidad centrada en el consumo y el hedonismo
ramplón, convencido del “destino manifiesto” de los wasp (white, anglosaxon,
protestant: blanco, anglosajón y protestante) como figura supremacista
del país, repitiendo acríticamente la visión hollywoodense de “vaquero
bravucón” que atropella “salvajes indios” que representan un “obstáculo” para
el progreso, el personaje de marras pinta la conciencia del votante promedio de
esta nación.
Es por eso que el candidato republicano Donald
Trump puede ir punteando en las expectativas de voto dentro de su partido. El
magnate con aspiraciones presidenciales habla el mismo lenguaje que habla
Homero Simpson: autoritario, machista, sexista, racista. Es decir: lo mismo que
por décadas legó Hollywood, inundando las cabezas de los estadounidenses sin
mayores posibilidades de disenso. Su posesión de miles de millones de dólares
no altera un milímetro los prejuicios en juego.
Trump denigró a los mexicanos (y por su intermedio
a todos los latinoamericanos), y al hacerlo ganó su popularidad inicial. Luego
ultrajó a los musulmanes y esa popularidad subió notablemente. Más adelante
faltó al respeto a una distinguida periodista al contestar su pregunta haciendo
alusión al período menstrual de ésta y –contrario a lo que podría suponerse– la
simpatía de las mayorías republicanas hacia el presidenciable subió aún más.
Luego se burló de la discapacidad de un opositor parapléjico, y su celebridad
continuó en ascenso.
La serie de atropellos y abusos siguió;
recientemente hizo una clara y explícita referencia al tamaño de sus órganos
genitales y –para sorpresa de todos– sus adeptos le aplaudieron delirantes y su
“prestigio” volvió a acrecentarse.
No pretendemos con este
breve escrito hacer un pormenorizado análisis de las perspectivas políticas que
se mueven para las próximas elecciones presidenciales de Estados Unidos. La
intención –mucho más modesta– es llamar la atención de por qué un mensaje tan
alejado de la “corrección política” como el de Donald Trump puede atraer tantos
adeptos.
¿De dónde salió eso del
“amor” por la libertad y la democracia del pueblo estadounidense? Sin dudas, eso
es producto de una refinada manipulación mediática que ha hecho creer, a Homero
Simpson y al mundo entero, que tales valores son los dominantes dentro del país
del Norte. Pero lo que está sucediendo con el meteórico ascenso de Trump
muestra la verdadera cara de la situación: Estados Unidos está construido sobre
la base de un autoritarismo descarado y un consumismo barato. Y el votante
promedio –perfectamente pintado por la caricatura de marras– más que un
defensor de causas universales es un superficial consumidor, marcado por un
espíritu conservador, rayano en el fascismo.
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