Para continuar el conflicto, para prolongar la incertidumbre, bastan
Santos y Uribe, cada uno con sus vergüenzas y con sus venganzas, cada uno
también con sus sueños y sus ilusiones. Pero para terminar el conflicto, y
sobre todo para construir la paz, tan bien pregonada hoy, y tan mal concebida,
hace falta otro protagonista, el más inadvertido y el más decisivo.
William Ospina / El Espectador
Cada vez es más evidente que ni Santos ni Uribe pueden hacer la paz de
Colombia.
Ello se debe a que los sectores y poderes que ambos representan han
sido los causantes de la guerra y los que más se han beneficiado con ella. Cada
vez es más necesario que un tercer actor entre en el debate y en el diálogo, y
se encargue de dirimir, para hacer posible el futuro, lo que estos dos sectores
de la dirigencia colombiana presienten y anhelan, pero no están en condiciones
de alcanzar.
No es que Santos no quiera la paz: es que la quiere sólo para ciertos
sectores, y sobre todo para el empresariado comprometido con el proyecto
neoliberal. No es que Uribe no quiera la paz: es que la quiere sólo para
ciertos sectores, y sobre todo para el minúsculo grupo de los dueños de la
tierra. Ambos sólo quieren la paz para los 2.300 nombres que son dueños del 53%
de las tierras aprovechables del país, y para los 2.681 que son dueños del 58%
de los depósitos que hay en los bancos.
Es muy posible que sin contar con la voluntad de unos y de otros, no
podamos alcanzar en Colombia ningún acuerdo que haga sostenible el presente,
pero ya ni siquiera un acuerdo entre ambos hará posible en Colombia el futuro.
Uribe piensa que otros 20 años de guerra tal vez inclinarán
definitivamente la balanza a favor de una victoria militar, que no haga necesario
hacer concesiones a las odiadas guerrillas atravesadas en el camino. Santos
piensa que la negociación inmediata le permitirá no solamente optar al premio
Nobel, o a la Secretaría General de la OEA o de la ONU, sino dejar por fuera a
esos poderes que hoy le disputan el Estado a la vieja aristocracia.
Ambos quieren acabar con la guerrilla: uno arrodillándola, otro
afantasmándola, pero ninguno de los dos quiere una paz que transforme el país,
porque ninguno de los dos está descontento del país que tenemos.
Están reviviendo la vieja costumbre de las élites nacionales de
utilizar el Estado para debilitar a la oposición, de esgrimir la paz para
golpear al adversario, de no ver en el Estado un instrumento para resolver los
problemas de la sociedad, sino un botín, un banco de empleos y una herramienta
para eternizar en el poder a los suyos.
La paz, el conmovedor anhelo de paz de todo un pueblo, es el
instrumento que utilizan estos dirigentes para alcanzar sus objetivos parciales
y ciertamente mezquinos. Nunca argumentos tan sagrados fueron utilizados para
fines tan innobles. Nunca se abusó tanto del sufrimiento de unos, de la
paciencia de otros y de la credulidad de todos los demás.
Viendo la extraña conducta de estos pacificadores y de estos
pacifistas, uno termina sintiendo que la paz es el garrote implacable con que
libran su guerra.
Pero no puede ser de otra manera, porque la verdadera paz tiene que
ser la bandera de quienes la necesitan, y Uribe y Santos no necesitan la paz
sino la victoria: o en las trincheras o en los tribunales. Y la guerra ha sido
demasiado larga para que pueda ser resuelta con sangre o con sentencias.
En la pequeña mesa de La Habana es evidente que falta Uribe. Pero
sobre la pequeña mesa de La Habana se proyectan las grandes sombras que arroja
el otro conflicto, el que se libra entre las dos mitades de la dirigencia, y
casi eclipsan los conmovedores esfuerzos de Humberto de la Calle y de Iván
Márquez, de Sergio Jaramillo y de Pablo Catatumbo.
Para continuar el conflicto, para prolongar la incertidumbre, bastan
Santos y Uribe, cada uno con sus vergüenzas y con sus venganzas, cada uno
también con sus sueños y sus ilusiones. Pero para terminar el conflicto, y
sobre todo para construir la paz, tan bien pregonada hoy, y tan mal concebida,
hace falta otro protagonista, el más inadvertido y el más decisivo.
Ese protagonista es Colombia, es la sociedad, la que no cabe ni en los
discursos furibundos de Uribe ni en los cálculos sinuosos de Santos. Y es que
la pequeña paz que ellos quieren, ellos mismos se encargan de hacerla
imposible. Tal vez porque en el fondo saben que esa pequeña paz no cambiará
nada, y que más benéfico les resulta prometerla que alcanzarla.
Uribe, a punta de guerra, hizo inverosímil la victoria: tal vez por
eso no advirtió que ni siquiera su heredero creía en ella. Santos, a punta de
avanzar y retroceder, de desear la paz y de temerla, cada día se inventa un
nuevo obstáculo, y está terminando por hacer inverosímil el acuerdo, o su
refrendación, o su aplicación, o la paz que debe salir de él.
Ahora está pensando, como Alicia, que a la colina de la paz sólo se
llega caminando en sentido contrario. Y sobre su cabeza se cierran las agujas
del reloj de Damocles.
¿Llegará a tiempo el tercer personaje? Ambos, de verdad, lo necesitan.
Y lo único que yo sé es que no habrá paz si no llega.
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