El tiempo de la
tolerancia llegó a su fin. La ofensiva neoconservadora se rehace. Los golpes de
Estado regresan a la agenda, si alguna vez se fueron.
Marcos Roitman Rosenmann / Rebelion
La
agenda de la derecha latinoamericana no ha variado. Su máxima es no dejar
gobernar a gobierno democrático alguno. La justificación ideológica para
derrocarlos está a la orden del día. Si por alguna razón las clases dominantes
dejaron en barbecho la técnica del golpe de Estado, se debió al reinado
absolutista del neoliberalismo ejercido entre los años 70 y los 90 del siglo
pasado. Hoy, la derecha política, económica, social, las grandes empresas
trasnacionales, lo desempolvan, apuntando a nuevos enemigos: el populismo, la
corrupción, y a una amenaza exterior identificada con el narcotráfico, el
terrorismo internacional y los movimientos antisistema.
El momento de euforia,
sin intervenciones militares, cubre un breve periodo que va desde 1990 hasta
2002, momento del fallido golpe contra el gobierno del presidente
constitucional y democrático de Venezuela, Hugo Chávez. A partir de ese
instante, el putsch político se redefine. Los llamados golpes de guante
blanco se compatibilizan con las armas de la guerra sicológica, comunicacional
y las acciones desestabilizadoras en el orden económico, político e
internacional.
El golpe cívico-militar
contra el presidente de Honduras, Manuel Zelaya (2009), se convierte en un
punto de inflexión. En 2012, el derrocamiento del presidente Fernando Lugo, en
Paraguay, da la bienvenida a los golpes consensuados entre los poderes del
Estado. Hoy la derecha brasileña pretende dar la puntilla, forzando la dimisión
de la presidenta Dilma Rousseff, cuya debilidad extrema, producto de sus
propios errores, no se puede desconocer. La trama es posible gracias a una
izquierda débil, cuya desarticulación se remonta a los gobiernos de Fernando
Henrique Cardoso e Ignacio Lula da Silva. Defender este gobierno es un acto
imposible, salvo apelando, como de costumbre, a una visión fatalista, en la
cual, se arguye que los que vienen lo harán peor. Lo cual no impide ver que se
trata de un golpe de Estado y un acto desestabilizador que rompe cualquier
consenso democrático representativo.
Si triunfa la operación Lavado
Rápido, orquestada por los empresarios, el capital trasnacional, con aval
de Estados Unidos y la eurozona, Brasil se transforma en referente para plantificar
golpes fundados en el protagonismo político extemporáneo de jueces, fiscales y
tribunales. El Poder Judicial, con el apoyo del Poder Legislativo, toma el
relevo de las fuerzas armadas.
La corrupción, como
argumento central, desplaza a un segundo plano la política económica y social
para derrocar gobiernos, ampliando la base social del descontento, agitando la
bandera de la transparencia, la buena gestión, apoyado en una izquierda
destruida. ¿Cuál es el sentido de tal desplazamiento?
Hagamos historia. Los
años 90 del siglo pasado se caracterizaron por la reforma del Estado, el
abandono de la inversión estatal y las políticas públicas redistributivas. El
proceso desregulador, las privatizaciones, fueron las armas utilizadas para
desmantelar el movimiento obrero y sindical, atacar a los partidos de la
izquierda, a la par que declararlos obsoletos. Asimismo, la caída del muro de
Berlín se interpretó como el fin de un ciclo histórico. Para los acólitos del
neoliberalismo y la globalización fue el fracaso de la utopía socialista. En
América Latina dicho argumento se aderezó con elucubraciones teóricas,
destacando la obra de Jorge Castañeda, La utopía desarmada (1993),
destinada a mostrar la desafección de los dirigentes de la izquierda
latinoamericana, adjetivados como mafiosos, subrayando la esterilidad del
pensamiento emancipador antimperialista, al tiempo que proponía trabajar
consolidando la hegemonía estadunidense. Esta visión fue completada con El
manual del perfecto idiota latinoamericano, publicación escrita por Carlos
Alberto Montaner, Álvaro Vargas Llosa y Plinio Apuleyo Mendoza, donde el
insulto sustituyó el argumento. Todo en pro de la supremacía de la doctrina
neoliberal. Ambos textos cobraron protagonismo editorial gracias a una
publicidad y fondos destinados a potenciar la guerra sicológica contra el
enemigo interno.
Sentimientos de
frustración, desafección política, derrota y depresión fue el estado de ánimo
de la izquierda latinoamericana y occidental. ¿Para qué golpes de Estado? En la
Europa del Este se vivió el ajusticiamiento, tras juicio sumario, del
presidente de Rumania, Nicolas Ceausescu, y su esposa, Elena, el 25 de
noviembre de 1989, transmitido por televisión a todo el país. No hubo vuelta
atrás. La estocada de muerte fue la ilegalización del Partido Comunista de la
Unión Soviética. La guerra de los Balcanes dejó testimonio del cisma político.
La primera guerra del Golfo supuso la hegemonía, una tercera guerra mundial con
el triunfo del unilateralismo de Estados Unidos.
En América Latina el fin
del ciclo pasó factura. La invasión de Panamá, el 20 de diciembre de 1989, por marines
estadunidenses, conocida como Causa Justa, marcó el punto de inflexión.
Le siguieron la derrota electoral del Frente Sandinista en Nicaragua, el
fracaso de la llamada insurrección final decretada por el Frente Farabundo
Martí en El Salvador y la represión de la URNG en Guatemala. El fin de las
dictaduras militares en el Cono Sur y la apertura de procesos electorales se
interpretó como un periodo histórico marcado por la consolidación de la
democracia representativa. En esos años se popularizó la versión idílica del
neoliberalismo. Bajo el paraguas de la economía de mercado, todos podrían
conseguir sus metas, aumentar sus bienes, prosperar y ascender en la escala
social. Sin enemigos internos ni externos, sólo se trataba de administrar el
orden neoligárquico.
La emergencia de
proyectos emancipadores en Ecuador y Bolivia, la consolidación del proyecto
bolivariano en Venezuela, junto a gobiernos nacionalistas en Argentina, El
Salvador y República Dominicana, entre otros, fue suficiente para sacar del
armario la técnica del golpe de Estado. Sólo que la mano ejecutora no será la
institución militar. El tiempo de la tolerancia llegó a su fin. La ofensiva
neoconservadora se rehace. Los golpes de Estado regresan a la agenda, si alguna
vez se fueron.
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