Después de 50 años de
guerra y 100 años de soledad, la sociedad colombiana necesita urgentemente
encontrarse con la normalidad de la vida, dejar surgir de su corazón y de sus
manos el potencial creador largamente frustrado por el odio y anulado por la
desesperanza.
William Ospina / El Espectador
Todo se encadena: antes
de las cinco décadas de violencia de guerrillas, paramilitares y mafias, hubo
tres décadas de prédica del odio por parte de los partidos, y una larga
tradición de irrespeto por la condición humana bajo las formas de la exclusión,
el racismo, el clasismo y la intolerancia. Nuestra sociedad está ávida de las
dulzuras de la convivencia, la recuperación de la confianza y la construcción
de la solidaridad.
Es por eso que, al mismo
tiempo que avanzan en La Habana los diálogos para poner fin al conflicto
armado, el Gobierno habría debido dar ya la señal para que comience el
florecimiento de la iniciativa ciudadana, para que sople el gran viento
democrático que debe abrir camino a la reconciliación.
Si no lo hace es porque
estos 100 años también dejaron en la dirigencia nacional y en el Estado una
gran desconfianza en los procesos sociales. El viejo dirigente Laureano Gómez
los identificaba con el tumulto y el desorden; el Frente Nacional de los años
60 prohibió hasta los llamados al constituyente primario, que es como prohibir
por decreto la voz del pueblo; toda protesta justificaba el estado de sitio, y
todo reclamo social se volvió sospechoso de rebelión y fue calificado de
terrorismo.
Ahora sabemos que en las
raíces del sectarismo político estaba la manipulación de los electorados, la
rapiña por el Estado como botín presupuestal y banco de empleos, y el proyecto
antidemocrático de acallar o aniquilar las diferencias. Ahora sabemos que en
las raíces de la corrupción está la exclusión de la crítica y el desprecio por
la disidencia.
Ahora sabemos que en las
fuentes de la violencia social está, no la sencilla pobreza, sino la oprobiosa
desigualdad, y que en vano se pretenderá abrir camino a la convivencia si no se
cierran las esclusas de la injusticia, si no se procura superar la inequidad,
pero no con discursos ni con eslóganes ni con asistencialismo, sino con hechos
y oportunidades reales.
Hubo una mala época en
que hasta la Iglesia se alió con los poderes más insensibles, permitió la
discriminación, despreció a los hijos naturales, desamparó a los pobres o sólo
los consideró dignos de caridad. Pero desde hace tiempo la doctrina social de
la Iglesia ha sido clara en tomar la opción de los pobres, ver en ellos la
riqueza escondida que puede salvar a unas sociedades agobiadas por el egoísmo,
por la prédica irreal de la opulencia y por el saqueo de la naturaleza.
La Iglesia
latinoamericana lleva décadas invocando la justicia social, y ahora usted, papa
Francisco, es el abanderado en todo el planeta de la causa de la defensa del
medio ambiente, del equilibrio natural, de la lucha contra el cambio climático,
de la defensa de los más vulnerables, de la afirmación de la dignidad humana, y
del esfuerzo de convivencia entre pobres dignos y ricos responsables, entre
culturas y entre religiones.
En un país como Colombia,
y en una encrucijada tan esperanzadora como el actual proceso de diálogo,
usted, papa Francisco, tendría la oportunidad no sólo de mediar entre las
fuerzas en pugna para agilizar los acuerdos, y entre los contradictores
políticos para que lleguen a un entendimiento patriótico, sino sobre todo de
ser vocero de la comunidad excluida para que por fin se tenga en cuenta el componente
social de la paz, la necesidad de ahondar en la democracia como factor decisivo
de la reconciliación.
Según una revista
nacional, en este país con 48 millones de habitantes, el 53 por ciento de la
tierra aprovechable está en manos de 2.300 personas, y el 58 por ciento de los
depósitos bancarios está en manos de 2.681 clientes. ¿Cómo cree nuestra
dirigencia que va a aclimatar una paz verdadera sin dar alguna oportunidad,
hasta hoy desconocida, a una de las sociedades más escandalosamente desiguales
del mundo?
¿Van a esperar que las
iniciativas las sigan desencadenando sólo el resentimiento, la ignorancia y la
barbarie? ¿Cómo no saben que uno de los deberes del Estado es propiciar la
justicia verdadera, que abre horizontes, libera fuerzas creadoras, despierta
talentos, deja fluir el río represado de la iniciativa económica, de la
imaginación social y de la recursividad en todos los campos? ¿Cuándo convocarán
a la sociedad a la gran fiesta de reinvención de la democracia?
Por su sentido de
humanidad, por su responsabilidad con el planeta, por su decidida opción
cristiana en favor de los pobres, usted, más allá de su dignidad eclesiástica,
como ser humano ejemplar y como gran latinoamericano, se ha ganado esta
vocería.
Papa Francisco: ayúdenos
a despertar el sentido humano y la vocación de justicia de nuestra dirigencia.
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